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La insurrección de las sobras

Por Federico Galende
Publicado en Revista de Crítica Cultural, N°10, mayo de 1995




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Los "restos" son una forma accidentada de la existencia. Están sin que nadie los llame, pero no por eso dejan de reclamar su pertenencia a un tiempo violado por apresuradas modas y sospechosos entusiasmos. Así lo percibía Lawrence de Arabia, quien después de perder sus Seven Pillars of Wisdom en un cambio de trenes en la estación de Reading, escribió que "en Damasco se sentía una herramienta gastada, un resto". Churchill acababa de aceptar su dimisión, y lo había dejado sin funciones tras los fracasos diplomáticos en El Cairo. Años atrás podría haber estado en Odesa, en Petrógrado, en el mítico acorazado de Einsenstein, pero en el mismo momento en que el torrente de la historia se anunciaba con un sablazo entre las conciencias de la revolución rusa, él estaba en Azraq, destruyendo ferrocarriles turcos.

Tales infortunios poseen un precedente en las primeras páginas de Economía y Sociedad, de Max Weber. Allí leemos sobre los avatares de un fisiólogo que decía no conocer "el bazo" por el solo hecho de ignorar sus funciones. Opaco aforismo que sucede a unas notas en las que el mismo Weber conspira contra las inútiles estadísticas que aluden a fatigas, rendimientos de máquinas, cantidades de lluvias, etc. Lawrence: metáfora de las sobras de la historia. Bazo: suspenso cognitivo de los réditos orgánicos.

Los restos, entonces, son aquello que le sobra al "arte de las periodizaciones" y a la "vida útil de los objetos", un sombrío itinerario que va de las biografías disipadas a los órganos sin funciones, y de una estación en la que se extravían manuscritos árabes a la lluvia que cae sin conmover las estadísticas de Hildenburg. Por eso del temblor de nuestros labios no saldrán tan fácilmente los remotos nombres de "Lawrence" o "el bazo", sino el rótulo con que la historia ha sedimentado ya sus antiguas gestas —Mayo del 68, Octubre del 17, París, mes de las brumas— sumado al título de los artefactos que han sabido apropiarse de una época —Cuchillos eléctricos, Secadores de pelo, Celulares—, produciéndose así una repentina convivencia entre las evasiones biográficas de la historia y el presente doméstico de los objetos.

De modo que si la historia volatiliza las sensibilidades biográficas para fijar en el tiempo los mensajes sonoros de un acontecimiento, la modernización cauteriza la memoria que parpadea en el alma de los objetos con el fin de arrojarlos al punto máximo de su producción.

El problema es que pese a haber sacudido las huellas mnémicas de los artefactos, toda modernización verá crecer a su alrededor la incómoda vecindad de los desperdicios, inesperado cúmulo de objetos en desuso y espíritus sin practicidades domésticas que se resistirán a ser "dados de baja". Es probable que con oscura existencia y atemperado rencor, el sigilo de las biografías continúe golpeando las puertas de una actualidad que creía haberles clausurado. Despertar de funámbulos, insurgencia de los despojos. Una fuerte alianza de imágenes obsoletas —trenes a vapor, pipas empolvadas, pianos desarmados, imprentas de hierro, nombres confinados, bastones de alpaca— que amenazarán irrumpir en el presente con el fin de redimir a la memoria de una temporalidad cautiva. Se trata del retorno de los deshechos por vía de elegíacas llaves, capaces de abrir las bóvedas de un pretérito en el que nombres y cosas se apilaban con desgraciado destino.

Así los "restos" serán una obcecada vecindad que se ha negado a la natural cadena de sus disoluciones, pero también el único tesoro gracias a cuyo anacronismo todo tiempo podrá ser otro tiempo. Abandonadas comarcas de la historia que, ariscas a los obituarios de nuevas épocas, habrán de comunicarse con "lengua secreta" sus derechos a la contemporaneidad. Esto es lo que los desperdicios le deben a la historia, pues sin ellos no tendríamos críticas ni revoluciones, sino apenas el juego de un "tiempo liso" que buscaría cerrarse sobre si mismo.

Digamos entonces que los restos no son lo mismo para todos. Ahí donde el "hombre con funciones" percibe residuos, fósiles, sedimentos, resaca, la crítica oye el susurro arcaico de los conciencias que se rehúsan a ser deportadas a un mundo sin legados, o a cumplir su misión entre las toscas redes de las regularidades sociales. La politización de los restos configura el estilo, y si aceptamos esto, debemos aceptar también que en la indebida apropiación de las fisonomías derrocadas por la moda, se esconde una manera de enfrentar la obviedad, que es siempre un pensamiento sobre lo que está en su lugar. Molestan los restos, sí, acaso porque éstos son la cosa en su estado de mayor crispación, conmoción latente que acecha con irrefrenables balbuceos y burladas esfumaturas.

Les deparábamos el olvido, pero, en palabras de Kafka, un deshecho está presente precisamente en virtud de que ha sido omitido. Irónica paradoja gracias a lo cual los reposos del presente siempre podrán ser asaltados por ofuscados anacronismos e imprecisos espectros, que son la existencia en forma de promesa, esto es, un bazo sin cometidos más una despistada biografía arábica atravesando con delicada reverberancia el horizonte de nuestra actualidad. Nublada épica, mesianismo de los fantasmas.


 

Imagen superior: Titus Kaphar

 



 

 

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Publicado en Revista de Crítica Cultural, N°10, mayo de 1995