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Ejercicios de reposicionamiento escritural:
LOS LIRIOS MUERTOS DE LA FAZ de María Monvel
Ediciones Liz, 2017
Francisco García Mendoza
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Hace un par de semanas, un muchacho al que quiero bastante me invitó al lanzamiento del libro de una escritora de la que no tenía antecedentes. Mi respuesta tuvo que ver con ese reparo, pero la suya fue en verdad la que me sorprendió: de eso se trata –me dijo– de que leamos juntos y nos dejemos sorprender por algo de lo que no tenemos certeza.
El proyecto “Desenterradas” de Ediciones Liz “busca levantar el polvo acumulado bajo las letras de escritoras chilenas olvidadas en el tiempo y que vieron su pluma fértil en una época donde la mujer estaba relegada a cuestiones simples, como tejer y bordar (…)” (5). Bajo esta premisa, se publica en 2017 la compilación titulada Los lirios muertos de la faz, antología poética de María Monvel, cuya selección y compilación estuvo a cargo de la periodista Victoria R. Llera. Este texto es el segundo de una serie que busca, principalmente, recuperar las escrituras de mujeres relegadas del canon nacional.
María Monvel (1899) nace en Iquique con el nombre de Ercilia Brito Letelier. En 1917 poemas suyos son incluidos en la antología “Selva Lírica”, compartiendo un lugar –no tan destacado– con escritos de Pedro Prado, Pablo de Rokha, Vicente Huidobro, Gabriela Mistral y Olga Azevedo. Entre su obra publicada se cuentan los títulos Remansos del ensueño (1918), Fue sí (1922), Sus mejores poemas (antología de la autora, 1934) y Últimos poemas (1937).
La primera parte de la antología abre con la sección titulada “Amor”. Concepto que no deja de ser cuestionable al adentrarse en la lectura de los poemas seleccionados, que parecieran apuntar más bien a lo contrario. Esta primera aproximación resulta un tanto engañosa al contrastarla con versos que enuncian “Te odio. Lo digo con la unción enorme/ con que dije te amo” (36). Ahora bien, considerando que la plurisignificación ocupa un lugar destacado en la escritura poética, quizá la etiqueta “Amor” invita a replantearse y cuestionarse los lugares comunes en torno a este concepto, lo que no deja de ser un ejercicio destacado y necesario para un lector crítico.
“Me pesaba tu nombre” es el poema que abre esta primera parte, y el amor que articula su construcción es más bien tortuoso y contradictorio: “Ya no tengo su amor, su dignidad, su odio,/ y… ¡me pesa!/ (…) Ya no tengo sus celos, su sospecha, su injuria, / y ¡Dios mío, me pesa… (23)”. Aquí la sujeto expresa cierta dependencia y una necesidad de sentir que viene atada al odio, la queja y el deseo.
Pasión, sospecha, delirio, dolor y ternura son constantes en su poesía, como si ninguno pudiese despegarse del otro, como si todos estos sentimientos estuviesen ineluctablemente ligados por la misma cadena y no fuese posible sentir uno sin experimentar el otro. De este modo, existe en la poética de Monvel una concepción compleja del significante, que arrastra consigo significados muchas veces opuestos o incluso contradictorios.
La propuesta escritural de Monvel apunta a cierta imposibilidad de concretar un buen amor, lo trágico es que la pasión es siempre efímera, o es un recuerdo de algo que pudo haber sido, una experiencia que traslada a la sujeto hacia un tiempo pretérito, una juventud que es también una constante en sus poemas: “No me entendió… Partimos/ por sendas diferentes/ y… ¡ni adiós nos dijimos!” (25). En el fondo, el amor no es otra cosa que una fatalidad, un sufrir permanente y la imposibilidad de plenitud; es quizá también una experimentación que necesariamente implica dolor.
La sujeto no se da por satisfecha, algo la inquieta, el amor es un concepto demasiado sospechoso y eso queda manifiesto en los versos de “A pesar”:
Hay algo en tu mano al estrechar la mía
un no sé qué de dulce y de leal
que es como una caricia y un amparo;
algo de amor con algo de piedad…
pero a pesar de todo, aquí en el pecho,
mi corazón inquieto está (28).
El amor la elude, es como un fantasma que aparece, se siente pero es imposible de atrapar; se escurre y su huella apunta más bien al desamor, apenas un rastro que deja. Como los versos del texto “El último amor”, cuando enuncia: “El roce invisible de mi amor perdido/ (…) Cien amores pasan en mi desventura/ cien amores para dudar del amor” (29).
El poema titulado “En el frío amor de tu sonrisa” traslada a la sujeto hacia su adolescencia, hacia una mujer dispuesta a buscar, a sentir, a experimentar y equivocarse; habla de su amor sin experiencia por un sujeto ya mayor. Ella se describe como “mariposa loca” y el juego de contrastes es permanente, partiendo desde la fragilidad de la muchacha opuesta a la tozudez del hombre: “Tú eras crepúsculo sombrío/ ¡y yo era un claro amanecer!”; “¿Con quién hiciste pacto, para/ que nunca te olvidara bien/ y aún soñara, aún soñara/ en tu infierno, desde mi Edén?” (30-1). Y si bien hay reproche de este amor nefasto – “¡Cómo odio con amor inmenso/ el recuerdo que vive en mí, / y sobre todo cuando pienso/ en la juventud que te di!” (31)–, irremediablemente ese desamor viene acompañado de otra faz, de un sentir/pesar que la ata: “¡pero aún la carne se me eriza cuando pienso en aquel amor!” (30), exclama la sujeto al comenzar el poema..
Otros poemas que destacan en la antología, se reúnen en la sección titulada “Maternidad”, que apela más bien hacia un espacio crítico. El contraste es estos textos está dado por la oposición maternidad/muerte, en donde la dulzura y el candor vienen asociados al miedo, los recelos y la tragedia. Lejos de sacralizar la maternidad, lo que hace Monvel es develar los recovecos grises presentes en el lazo madre/hijo.
El poema “Llanto” es el anuncio de una tragedia –la muerte del hijo–, que, si bien no la nombra, está siempre latente en el desarrollo del texto. Por otra parte, el poema “Miedo” pareciera retratar el espejeo mortuorio entre una madre y su pequeña criatura:
Llegó hasta el fondo mismo lívido de la muerte
y cuando abrió los ojos a la vida de nuevo,
a su lado dormía, ¡milagro de milagros!
su vidita de flor entre nevados lienzos.
Las entrañas exhaustas, la madre estaba blanca,
como la cera blanca, mas la miró sonriendo
con un enorme asombro que era dicha en los ojos,
y en los pálidos labios un temblor que era miedo… (64).
Destaca también un poema en donde la madre opta por mimar a un muñeco en vez de a sus propios hijos, u otro en donde se muestran los recelos que siente la sujeto hacia la relación no consanguínea entre una mujer y su hijo adoptivo: “Dios me perdone, “madre”, mi pensamiento ingrato:/ cuando vas con “tu hijo”, siento angustia y rubor,/ el rubor y la angustia de la mentira cierta” (66).
La antología elaborada por R. Llera cierra con la inclusión de una carta escrita por Gabriela Mistral desde España a María Monvel y su esposo. Lamentablemente, al ser la versión escaneada de la original reducida a las dimensiones del libro, es nada lo que se puede leer de ella, y solo se puede acceder en parte mediante los comentarios presentes en la biografía de la autora elaborada por las editoras del libro.
Finalmente, lo destacable de esta publicación viene a ser el ejercicio de reposicionamiento escritural de una autora un tanto relegada, y quizá el título escogido para la antología viene a complementar también el juego de contrastes propuesto por la poeta: no deja de ser curioso que Los lirios muertos de la faz vuelvan, de cierto modo, a florecer gracias al proyecto editorial “Desenterradas” llevado a cabo por Ediciones Liz.