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La ciudad vacía

Por Francisco Ide Wolleter
Publicado en La Segunda, 18 de Febrero de 2017



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La gente que tiene vacaciones abandona (afortunadamente) la ciudad y el país, y se dedican a dar cuenta de ello en sus redes sociales: fotos en Europa, Latinoamérica, lugares remotos de Chile o playas, vastas playas. Es un gesto sumamente vulgar andar exhibiendo tus viajes a tiempo real. Provoca envidia y ese sentimiento es odioso. Los helados de chirimoya alegre saben a ceniza después de ver esas fotos con tucanes o en tal torre o puente. Pero es afortunada la diáspora masiva de individuos en la capital al menos, a pesar, digamos, de estar acá padeciendo los horarios del trabajo mientras te bombardean con sus crónicas sobre Miami, Chiloé u otros supuestos paraísos (otros probables y ciertos paraísos). Con mis amigos hablamos de esto, con una rabia y un resentimiento tal que terminamos en una medianía entre la carcajada y la autocompasión.

Me acuerdo de un verso de Aníbal Saratoga, poeta de Punta Arenas: "El río Las Minas llora de autocompasión cuando piensa en el Sena". Todos los días, de camino al trabajo, cruzo el puente Loreto y pienso que me debería tomar una selfie en el río putrefacto, por el simple placer del contraste. Ese verso de Saratoga es la síntesis del quedarse y el espíritu de los que viajan. En el fondo, te llevas a ti mismo —con toda la neurosis que eso implica— a donde vayas. No puedes huir de eso. Somos el río que quiere ser otro río, al menos por un rato. Irse a otro lugar es ganancia, claramente. Pero también es pérdida. Es la esquizofrenia del viaje. Lo voy a poner así: ¿has sentido la angustia de un televisor que abandona la pieza? Hay un campo magnético que vuelve a los objetos eléctricos similares a las personas o a los miembros mutilados. Presencias fantasmas, miembros fantasmas. Cuando un televisor o una persona abandonan la pieza se siente el vértigo claro de su ausencia. Los que se van se pierden el vértigo de la ciudad vacía.

La ciudad vacía es especial en varios sentidos. En primer lugar, obviamente, se torna caminable y plácida, la histeria se reduce y uno puede abrir un libro en el metro o incluso respirar, como si se fuera un ser humano. En segundo lugar, se vuelve fascinante: una ciudad semivacía es igual a una casa ajena sobre la que tienes acceso total, sin sus dueños o arrendatarios acechando. Los lugares que están siempre a la vista, pero ocultos por la mirada baja que impone el ajetreo, se iluminan. Todo bar, café o plaza, toda sucursal de cualquier tipo, se vuelve accesible. Trámites varios como cobrar, ir al banco, llegar puntual a alguna parte, hacer cola, ir al cine: cosa fácil. Además pasan las cosas más raras.

Lo más raro que me pasó en la vida es recibir una beca de una fundación japonesa, en 2013, para escribir mi libro de poemas sobre la mafia nipona. Duró un año. Cada mes me llegaba una cifra en dólares que no pasaba del "estímulo", pero que me hizo más alegre y llevadera la escritura del libro. Cuando se estaba cumpliendo la fecha límite en que debía dar cuenta de mi avance y en lo posible enviar el libro publicado, vi a dos yakuzas (así se denominan los mafiosos japoneses) tomando fotos en el puente Pío Nono. Los reconocí porque es imposible no reconocerlos: hacían 30 grados y tenían las mangas de la camisa recogidas, dejando ver sus característicos tatuajes que usualmente ocultan. Según yo, venían a constatar, pero lo más probable es que los miembros de la mafia efectivamente tienen vacaciones y se los puede ver a veces como turistas. Eso pasó en febrero de 2014. Durante estas semanas he visto a un yakuza que deambula por Recoleta. No sé si es uno de los que vi dos años antes, lo dudo, pero me invade una brutal paranoia cada vez que lo veo. Como fuere, es un inmigrante, debe trabajar en algo, se quedó por algo. Quizás tuvo que quedarse. Viajar es ganancia. Se puede partir de cero. Independiente de todo eso, los inmigrantes son la familia con la que vivimos en la casa habitada o deshabitada. Estamos juntos en esto. Yo trabajo en Recoleta y escucho todo tipo de idiomas: coreano, creole, árabe y varios acentos del español. Así viajamos los que nos quedamos: escuchando cómo hablamos entre todos y conviviendo, pasando el calor con cerveza y con helados después del trabajo.

Tras el placer de la ciudad desierta llegan todos con sus bronceados culinarios, descascarados, deprimidos por volver al trabajo. Y uno, uno está como una espada templada, como "una flecha que tensa en el arco reúne el impulso que la hará superior a sí misma", como dice el poema de Rilke. Hay gente que huye del invierno y va a la caza del verano donde quiera que esté, como vampiros suicidas adictos al sol. Otros huyen del verano como focas o pingüinos. Nosotros nos quedamos siempre. A veces, en momentos impredecibles, cuando el tiempo y el espacio se tornan mera superstición, ahí, solo ahí, tenemos vacaciones. Nos verás deambular por tus ciudades con la frescura de una fruta surgida para el goce de una estación equivocada, una fruta de invernadero.


 

 

 

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La ciudad vacía
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Publicado en La Segunda, 18 de Febrero de 2017