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Nigromancia del territorio
Reseña de Tránsito Ciego de Valentina Marchant. Santiago: Libros del Pez Espiral, 2013.

Por Felipe Kong Aránguiz.


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La poesía lleva en su propio nombre una prerrogativa creadora que la sitúa en una posición especial respecto al resto de las artes. Pero lo creado por la poesía no es la obra propiamente tal –el poema– sino un mundo, un pequeño cosmos incompleto y esbozado que tiene sus propias leyes y sus maneras peculiares de transgredirse a sí mismo. La poesía crea lo que dice, lo lleva a vivir a una zona previa al tiempo y al espacio para que celebre su propia eventual desaparición. De este modo lo que queda tiene la forma de un territorio omitido, fantasmagoría cósmica que se contonea entre la pura enunciación y la pretensión mitopoética y constructiva.

El libro de Marchant se sitúa en el centro de este drama, como una vivienda que se autodestruye y reconstruye, una herida que cicatriza para volver a abrirse con la injerencia de un dedo. Sin embargo esta fatalidad no es circular, sino caótica: no hay una regularidad, la serpiente no se muerde la cola sino hasta el final, a modo de clausura, de descanso. Pero durante toda la ruta se mantiene confusa, chocando consigo misma y esquivándose, como la boa de aquel antiguo videojuego. Hago aquí referencia a las ilustraciones de Carolina Domínguez que complementan la obra con delicadeza: simplemente tres serpientes, una en la portada, otra en la contratapa y otra antes del último poema, deambulando ciegas entre las palabras, custodiándolas.

Todo comienza con un epígrafe de Rosamel del Valle: “Quiero para mí la única soledad por cuya mirada / pasa la leve destrucción cotidiana de las cosas”. Son las palabras del conjuro que Marchant realiza para adentrarse en el territorio innominado de su escritura. Luego una visión, un hecho que funciona como llave para abrir una puerta maldita: “había muchas mariposas blancas. así. Literalmente. / en la escritura apiñada de los árboles. / había fantasmas que trepaban alrededor de las hogueras. / literalmente una embestida que se abría. / una grieta incurable.”

Las mariposas, seres que son más vuelo y fugacidad que materia, se comportan aquí como servidoras del lenguaje, abriendo la posibilidad de su movimiento a la vez que generando una herida. La boca como llaga, como corte en medio de la cara que deja salir estos insectos espirituales. La hablante va “enhebrando una causa en lo oscuro. / tendiendo puentes hacia algo que no tiene forma de palabra.”. A lo largo de todo el libro este camino a ciegas va acompañado de una puntuación obsesiva, que marca el pulso de un tanteo, como marcando con un bastón los pasos en la oscuridad. El único poema que está libre del corte de los puntos es el tercero, que aparece como una caída, el instante de no retorno al zambullirse en una memoria rota. Y justamente ahí, cayendo, aparece un destello de visión para la ciega: “el camino se ilumina / huellas / la Madre sonríe vestida de negro / arrastrar la lengua sobre la tierra / abandonada hace siglos / una pluma cae / del sueño a la tierra”. La serpiente emplumada olvida como volar y se precipita, iniciando su gran vagabundeo en territorio incierto. “la única muerte es la que habita en los espejos”: al final de la caída, la vida se suspende en una muerte que se autocontempla encerrada.

Hay un cuento de Hans Christian Andersen que se llama La reina de las nieves. Lo protagoniza un niño a quien se le mete un pedazo de espejo diabólico en el ojo, lo que hace que sólo se interese por el mal y lo vea como bien. De ese modo se deja seducir por la reina bruja. Un maleficio semejante cruza todo este tránsito ciego, con un trozo del espejo de la muerte que no puede extraerse y que hace que lo vivo se vea como muerto, y viceversa. Pero para resistir esta maldición sólo es posible un nuevo pacto con las fuerzas oscuras, convirtiendo este viaje en una larga bitácora de una iniciación involuntaria a la nigromancia. “una leve esperanza me ha inducido a la hechicería. / entierro un cuerno de unicornio en el patio. / invoco a la reina del reverso del cielo. // ya no hay vuelta atrás.” Y un poco más adelante: “de qué sirve invocar a la muerte entonces. / si próximo se haya el último artilugio. la posibilidad / de una magia negra / e inaudita. // somos el devenir. / la extinción. / y el maleficio.”

Como una medida de protección desesperada, la hablante se cubre con lo mismo que la daña, hiriéndose para salvarse, dando su sangre a cambio de continuar el camino. Este viaje por los elementos reúne una parte de aire (no sólo las mariposas blancas, sino también los pájaros, que “dejan caer el envoltorio de mi nostalgia” y “desollaban sonetos tristes”), una parte de fuego (la luz que da indicios efímeros en la oscuridad, pero que también lo incendia todo), una parte de agua (“los mares ebrios se sublevan”) y una parte de tierra (“un hombre juega con tierra. / cubre su cara, sus manos sucias de tierra. / intenta esconderse.”). Materia indeterminada y mutable en la que se encarna el carácter destructivo de la poesía, cuyo mundo se crea en base a heridas abiertas en un velo infinito. El aire no facilita el vuelo, sino que desploma; el fuego no cobija, sino que incendia; el agua no limpia, sino que violenta; la tierra no nutre, sino que esconde. Travesía que, sin embargo, es asumida con entereza, puesto que ya se sabe que “no hay consuelo en los vientos de la memoria” y que “la memoria no es ningún refugio”.

Una figura importante en la obra es la del molino: “molinos de viento para el hambre. // molinos de viento para el hambre. // molinos de viento para el hambre.”, repite Marchant como una forma de azuzar la realidad en vistas a que se haga más tangible. “el incendio redujo el molino a cenizas”, había dicho un par de poemas antes. El molino aparece como una imagen traumática y recurrente, proveedora de una comida en la cual no se puede confiar. El hambre insaciable, para la cual ninguna comida tiene sentido, se relaciona también con el ingerimiento de un veneno: “hoy recuerdo la asfixia redentora de tus manos. / que manipulaban formas convirtiéndolas en pesadillas comestibles. / un líquido denso me contaminó de a poco.”. El molino, que en nuestra lengua castellana permanecerá eternamente ligado a los monstruos engendrados por los sueños de la razón, va moliendo el tiempo y triturando los recuerdos en su eterno giro, difuminando todo lo que se pensaba valioso para ser rescatado. Es por ello tal vez que se cruza con el espejo mortal, en un verso en el que la autora se decide a rebelarse contra esta maquinaria: “voltear al espejo que corona al molino”.

Este volteo tiene lugar en el último poema, que está dispuesto al revés que el orden total del libro y precedido por el dibujo de la serpiente mordiéndose la cola. El eterno retorno hace que el viaje pueda cerrarse, reconciliando el final con el principio mediante la magia negra. En esta última habla los puntos se distribuyen con más decisión y firmeza, como si la ciega hubiera aprendido a ver por ecolocalización, sintiendo cómo reverberan sus propios versos en los paisajes que crea y descrea a su alrededor: “hasta el hartazgo. la luz de nadie en el silencio. / partida en dos. una avalancha. como si fuera el primer día. / el ciego detecta pliegues. fotografías de ojos perdidos. / justo al borde de la náusea y la belleza. / un territorio omitido.”

Loreto Contreras, en un texto leído durante el lanzamiento del libro de Marchant, recordaba un verso de César Vallejo en que éste decía “Os digo, pues, que la vida está en el espejo, y que vosotros sois el original, la muerte”. Tal vez la reconciliación de la muerte con la vida consista en asumir este vaivén, sacarse los ojos con los dedos, detectando los pliegues y las heridas mediante el tanteo y anular así el poder de los espejos para encontrarnos con la parte no lumínica de nuestro ser.       El texto se invierte, el espejo se invierte, los ojos se dirigen al centro del corazón: “voy hacia un adentro que es afuera”. El recorrido nigromántico del omitido territorio poético ha dado frutos, reuniéndonos con la sabiduría hostil de nuestra siempreviva mortandad.







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