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El mundo no es un beso: melancolía e inmensidad en “El Poliedro y el Mar”
de Eduardo Anguita

Por Felipe Kong Aránguiz
En Andrade, Megumi; Martínez, Luz Ángela; Salomone, Alicia; Wallace, David (editores). Poesía y diversidades. Lecturas críticas del Bicentenario. Santiago: Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile, 2012.


 


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El presente trabajo surge de una serie de notas y silencios que ha ido produciendo en mí durante algún tiempo el poema “El poliedro y el mar” (1952) de don Eduardo Anguita Cuéllar. La exposición va recorriendo las cuatro secciones del poema, intentando plantear ciertas líneas para su lectura y convidando a un posterior estudio filosófico y conceptual de la obra de este vasto poeta linarense.


I

Alberto Durero confeccionó en 1514 un grabado titulado Melancolía I, en el cual aparecen dos ángeles entristecidos, rodeados por instrumentos técnicos de medida (reloj, compás, balanza) y de producción (sierras, estacas). A sus pies hay, además, una esfera perfecta y un perro, y en un segundo plano un poliedro gigantesco que obstruye el paso al mar, el sol y el arcoíris en lontananza. A partir de esta imagen, seguramente, surgió la idea de escribir El poliedro y el mar. Aunque el poema no esté plenamente basado en el grabado, sino sólo motivado por el inusual encuentro de estos dos elementos, claramente la melancolía de Durero se traspasa de cierta forma a la obra. En ella, el hablante no se enfrenta al cuadrado mágico, las alas de los ángeles, el arcoíris ni la misteriosa campana, ya que sólo le ha sido dado el poliedro frente al mar, como si en esta relación dual residiera toda la historia de la melancolía.

Al inicio del poema existe una exploración gozosa del poliedro, táctil y cuidadosa, con una devoción similar a la del protogeómetra husserliano cuando se ve inmerso en un trato aparentemente íntimo con la idealidad:

            Era dulce dejarse ir por sus aristas
            más veloz que la mirada vuelve al sol,
            ciego volar sobre la línea pura hacia un encuentro :
            cuando quise pensar en dónde estaba, tuve un vértigo :
            ¡la arista, la línea, no era nada! (Anguitología 95)

Este primer vértigo, que interrumpe la dulzura veloz de este idilio del hombre con el poliedro, será el primer indicio de lo que nos espera. De la línea se escapa a la superficie y de ésta al volumen, sintiéndose poco a poco atrapado en un laberinto geométrico cuya simpleza y perfección le provocan náuseas. Detrás de este orden puro tendría que haber algo, una sustancia o sucedáneo de sustancia que le den consistencia al cuarzo fantasmal del poliedro, una materia que le otorgue lugar a la forma: pero no la hay. Anguita no piensa según la física aristotélica, sino según la metafísica platónica, aunque dándole un vuelco radical. En Platón nuestro mundo material es de una existencia inferior en calidad al mundo de las ideas geométricas, según las cuales éste tendría que regirse para que vivamos en la justicia, la belleza y el bien. En Nietzsche, que proponía una inversión del platonismo, lo que se da más bien es un desmontaje de este escenario superior y su contraimiento a la superficie, revelando las bases materiales, vivenciales e inmanentes de toda construcción ideal. Lo que propone Anguita, en cambio, no es una inversión destructiva, sino irónica: el mundo de las ideas se identifica con nuestro mundo cotidiano, trasladando lo material y concreto a un más allá inaccesible. La utopía platónica realizada sólo nos puede llevar a la melancolía, a un gobierno totalitario de la geometría que aniquila todo sustrato. El espacio que debería corresponder a la materia está ocupado sólo por el vacío. Y sin embargo, nuestra relación con este vacío podría tener una forma activa:

            ¡donde un volumen iba a nacer, otro cesaba!
            En ese silencio cortante,
            en ese filo más exiguo que entre beso y boca,
            ¿Había yo creído tocar la substancia?
            Sólo era volumen contra volumen despojándose :
            ¡y eso que era la nada, inasible y fugaz,
            con cuánto amor ausente me atraía! (Anguitología 95)

La nada atrae con un amor ausente, lo que nos deja, tal vez, un atisbo de esperanza ante el dominio del poliedro. Pero Anguita, desesperado, arroja el poliedro al mar, lo que tal vez le hubiese gustado haber hecho en el funeral de Vicente Huidobro, realizado en un cerro de Cartagena con el océano bramante como telón de fondo. En él, según relata el poeta, había un ambiente profundamente incómodo, con muchos sufrimientos aislados entre sí que no lograban formar un respiro común y dejaban a cada uno en soledad ante la amenaza de una muerte seca y banal. La simplicidad del féretro, que “no estaba asistido de cruz alguna, ni de cirios, ni de flores” (La belleza 221) lo hacía muy similar a un poliedro, lo que complementa el testimonio de Díaz Arrieta: "¿Qué hacer, que decir? Nada ocurría de extraño; todo sucedía dentro de la lógica; y era el caos, se estaba delante de fragmentos antagónicos, partículas demasiado distantes de un total destrozado" (La belleza 221). El mar aparece aquí como una estival infinitud, que circunda con su continuidad informe la poliédrica y melancólica vivencia de individuos sin comunicación. Según palabras de Anguita, “lo más lejano parecía próximo, y lo más cercano, remoto” (La belleza 221),  extrañamiento muy afín al grito “¡todo no es más que lejanía!” con el que se acompaña el arrojo de la figura geométrica por el acantilado.

II
 
La segunda fase de este platonismo melancólico, luego de la represión del problema mediante su supuesta expulsión, es la presencia de éste de un modo fantasmal. El hablante recorre diversas intuiciones sensibles en búsqueda de la sustancia, ahora que ya está liberado del poliedro; pero la geometría ya está dentro de él, asediándolo a tiempo completo, impidiéndole encontrar el vino debajo del “sabor, color, olor y cuántas cosas más”, el agua detrás de lo húmedo y lo fresco o la columna misma que sostiene

            […] un sitio y un momento adonde han vuelto
            volumen, tiempo, pesantez, forma y distancia. (Anguitología 97)

Sólo vemos cualidades, la sustancia está ausente. El espacio, el tiempo y las distintas magnitudes o cualidades físicas (lo que Wittgenstein llamaba “cromaticidad”, es decir, toda cualidad derivable a partir de una ordenación cuantitativa[1]) se confabulan entre sí para hacer aparecer los diferentes objetos, sin que pueda hallarse algo que se resista a esta caracterización, hecha rigurosamente sobre el vacío: toda supuesta materia es también reductible a una intensidad calculable. Por esto aquí vuelve a surgir la esperanza en el vacío, lo único que no puede someterse a este sistema totalizante. Este pensamiento está muy ligado al de Simone Weil, para la cual en toda operación respecto al vacío se corre sin embargo el riesgo de caer mucho más fuerte, por compensación, en la gravedad, la ley melancólica y estricta del automatismo social. Por ello la relación que se ha de tener con este vacío es de entrega absoluta, sin concesiones a cualquier búsqueda de equilibrio que permitiría el reingreso de este vacío en el círculo económico.

El vacío en el poema de Anguita tiene una importancia crucial: es lo que permite que cada ente sea un espacio disponible, un intervalo, un hacer-lugar que llama a un tener-lugar, lo que se resume en el concepto griego de khôra. “El rostro del sol […] sólo es el sitio donde estará el sol”, “y esta agua que yo bebo / ¡no es sino un hueco reservado al agua!” (Anguitología 97). El extraño mesianismo anguitiano involucra una operación del espíritu, entendido éste como una fuerza sobrenatural que devolvería la materia verdadera a cada ente, despojado de su esencia por el poliedro. Pero esta justa repartición de lotes no tiene cabida en el presente, en ningún presente, por lo cual tenemos que acostumbrarnos a vivir en la tensión que se genera en el vacío por la promesa de redención. Es interesante en este contexto lo que sucede con la música, la cual logra escapar a ratos, como con una libertad condicional, de la situación común a todos los entes. La música no espera a una materia que la complete, y sin embargo su vacío se articula como khôra, un espaciamiento que en este caso es universalmente hospitalario:

            [N]o creas tú que es la relación de nota a nota lo que vale.
            ¡Es el timbre capitoso del fagot o el oboe,
            y es la negra brillantez de la tuba!
            ¡Viola, tus vinos sustanciales acogen al sol en tu ramaje humano,
            ángel caliente en el oído de la miel, venas frutales,
            la sangre del estío y la abeja de oro que corona
            la cuerda de la vida dichosa que he de oír!
            Eso es lo que te espera. No es la línea del agua. ¡Es el agua! (Anguitología 97)

El sol no puede aún acoger al sol, pero sí puede hacerlo la música, en la cual la ausencia del doblez entre significado y significante le otorga una potencialidad desde la que es posible prefigurar el paraíso. Anguita se apropia del relato bíblico del paraíso perdido para comprender la poesía en general y en particular la de Rimbaud y Rilke, dos poetas que adoptan posturas antagónicas respecto a la expulsión. El motivo de ésta, para nuestro poeta, está en el deseo de Adán por conocer cuál era su contribución en la creación, hacerse consciente de qué lugar ocupaba. Para ello tuvo que retirarse de la comodidad y chocar, de vuelta, con el desempeño de su tarea. El problema de este proceso, simbolizado en el episodio del árbol del conocimiento, es que después no se puede volver atrás, a un estado festivo e inocente. Rimbaud lo que emprendería, según Anguita, es una purificación a través del mal, tomando la perversión como un emblema en contra de quienes han clausurado el Jardín del Edén. Para vivir como antes de la expulsión, busca un estado anterior a la separación entre bien y mal, para lo cual debe “olvidarse” de esta dicotomía, hacerla desaparecer mediante actos soberanos. Por otro lado, Rilke intenta recuperar el paraíso perdido no mediante la negación del conocimiento sino mediante su recorrido cuidadoso, intentando explicarse mediante el pensamiento nuestra condición  de caídos: “para el que lo ha perdido, la explicación se vuelve imprescindible. El porqué, el cómo, el dónde y el cuándo de aquella desvanecida felicidad semejan recobrar para nosotros aunque sea una sombra del misterio gozoso.” (La belleza 231). Sin embargo, ambos poetas tienen en común esta añoranza de lo inalcanzable que produce en nuestra vida incompleta la necesidad de vivencias vicarias, “como si” estuviésemos en el paraíso: son estos momentos los que Rilke y Rimbaud intentan retratar en sus poemas, y lo que Anguita entiende por “prefiguración”. La música nos acerca esta posibilidad mediante su poder de convocatoria, que aunque nunca se realice en concreto nos permite, mediante la tensión generada, intuir la plenitud paradisíaca.


III

La melancolía platónica, que expande como una plaga el dominio del poliedro, consigue en esta tercera parte a la vez su legitimación por la voz de la autoridad y su contención por la fuerza que genera la promesa de redención. Quien habla es un sacerdote y taumaturgo, que instituye la realidad al momento que la pronuncia. Su discurso tiene tres fases: la desvaloración de la vida terrena en nombre de un ultramundo; la revaloración de esta misma vida incompleta en nombre de la diversidad, de las múltiples formas de apertura y cerradura a las que da lugar; y finalmente una suerte de “ejercicio espiritual” para lograr contemplar la superioridad ontológica del espíritu respecto a la materia. Es interesante ver aquí cómo se refuerza el poder de la promesa, surgida a partir del vacío y la khôra que éste genera, llegando a ser la condición de resistencia moral ante la oquedad del mundo eidético:

            En toda voz hay un gran hueco.
            ¿Qué las reviste? ¿Qué las dora?
            Una promesa mantiene la situación :
            El espacio no es más que una reserva.
            ¡Oh! el mundo es dos labios distantes.
            ¡Oh, hermanos míos : el mundo no es un beso! (Anguitología 98)

Esta promesa como tensión que subsiste en medio del vacío puede entenderse también a partir de la relación ausente entre los “dos labios distantes” que configuran al mundo. Lo que se da no es un beso, sino una activa e incansable imposibilidad de besarse que distribuye a lo largo del intermedio un estremecimiento afectivo que no puede reducirse a la explicación poliédrica. Anguita, en un texto muy extraño por su forma, propone explicar este poema suyo para casi inmediatamente abortar la misión y decir: “No me es posible extenderme más. Sólo agregaré: la explicación de la poesía nunca la sustituye. Por otra parte, no es la función "cognoscitiva" lo que más importa, sino la voluptuosidad de la formulación verbal que muestra en carne viva el temblor afectivo de un poema”. (La belleza 199)

La misma voz sacerdotal, en el momento en que justifica la incompletud del mundo como la única forma de que éste pueda existir, para que no se aplaste en una pura cerradura ni se disuelva en una pura apertura, da la siguiente orden: “Asómbrate con lo que hay y con lo que no hay”. Aunque el mundo esté totalmente cruzado por la calculabilidad, siempre podrá existir este exceso afectivo que se maravilla no ante lo que atrae a la vista o ante lo que escapa de las leyes, sino simplemente de que algo sea y algo no sea. Bastante tiene que ver el espíritu con este temblor afectivo, como podemos ver en las expresiones para la meditación con las que finaliza el exordio del sacerdote. Lo que Anguita intenta mostrar es cómo las relaciones son previas a las sustancias, por lo cual se consuela en parte nuestra absoluta ineptitud para llegar a estas últimas. La mirada, el beso, el llanto y la caricia son todas relaciones afectivas cuyotemblorlas pone en directo vínculo con la voluptuosidad de la prefiguración paradisíaca, frente a los pseudosustratos etéreos como el ojo, el labio, la lágrima, la mano. Algo más complejo sucede con el verbo y el nombre, que no son relaciones afectivas sino relaciones lingüísticas, aunque en último términos estén muy relacionadas. Ya hay una voluptuosidad en la formulación verbal al servicio del temblor afectivo, así como también en el solo nombrar se vinculan nombrador y nombrado en una red de significaciones comunes posibles. 

Pero estas disposiciones relacionales, “espirituales”, no se nos dan plenamente: el mundo es dos labios distantes, nunca nadie ha besado. Pensando poliédricamente, tendemos a comprender que el beso es una relación entre dos labios, permaneciendo aún en la ilusión; hay que pensar el beso como previo al labio para que el beso realmente exista. Esta experiencia sería una prefiguración mística de lo imposible: la solidez del beso se cría en el lapso de su espera, en la tensa atención prestada desde un vacío hacia una posible plenitud mediante la gracia del Espíritu, que bien podría nunca llegar.


IV

Finalmente, el melancólico vuelve al mar. Ya no hay poliedro; las olas lo violentaron y destruyeron, pasando ellas mismas a contaminarse con la perfección geométrica diseminada en el espacio. El  punto de inflexión en este momento no está, simplemente, en la desactivación del mito del mar como elemento autónomo e independiente de todo orden, sino en cómo el  pathos anguitiano se relaciona con el mar de frente a frente, como si éste fuese un igual. El tono afectivo, relacionado especialmente al elemento acuático, sigue presente en el mar ya como puro estremecimiento, fuera de sus determinaciones materiales. Así mismo, vemos cómo la melancolía, ligada al elemento tierra, tiende a secar el ánimo en vistas a suprimir las emociones (ya sea a la fuerza, mediante el electroshock, o por una vivencia acontecida, o por una vivencia voluntaria). Pero ante todo, el estremecimiento permanecerá:

            La campana instantánea bate en la soledad,
            y cuando sobre la arista efímera de las olas
            ruedan tus multitudes de agua ausente,
            ya nada existe sino estremecimiento
            vasto, de pavor azulado por la inasible infinitud. (Anguitología 100)

Es interesante en este caso el uso de la palabra “vasto”. Gastón Bachelard, al estudiar la imagen de la inmensidad en el pensamiento poético, choca con el problema de la palabra vast en Baudelaire. Lo inmenso es el sentimiento de movilidad del hombre inmóvil, quien se siente identificado con una infinitud proyectada en un ámbito circundante (bosque, mar, valle, desierto; pero también la inmensidad pura, que no necesita referente y se proyecta en abstracto sobre cualquier ámbito). “Cuando vive verdaderamente la palabra inmenso, el soñador se ve liberado de sus preocupaciones, de sus pensamientos, liberado de sus sueños. Ya no está encerrado en su peso” (Bachelard 233). Así, vemos que la íntima afinidad que existe entre el hablante poético y el mar puede fácilmente explicarse como inmensidad. El melancólico necesita liberarse de su encierro en sí mismo, alrededor de todas sus herramientas que casi no le dejan moverse, pero tiene que conservar también para sí una esfera de profundidad. Lo vasto tiene que ver con las relaciones de correspondencia que pueden existir entre una entidad pequeña y limitada y otra más amplia y lejana, según Bachelard, quien dice de esta palabra: “nos enseña a respirar con el aire que reposa en el horizonte, y lejos de los muros de las prisiones quiméricas que nos angustian […] con la letra a ante los ojos, la voz ya quiere cantar” (235). El estremecimiento del mar es vasto porque comparte con el hablante la incompletud, la misma relación con el vacío, la cavidad de la khôra; en resumen, la búsqueda del beso más allá de la distancia de los labios. Anguita convida al mar a acompañarlo a la muerte, enunciando las discapacidades y carencias mutuas con un tono celebratorio y casi romántico:
 
            ¡Oh, mar inacabado!
            Contigo quiero cruzar el Aqueronte
            (¡tú, mar, llevado
            sobre otras aguas! )
            ¡Rostro sin rostro, vamos!

            Soy como tú: lugar inhabitado
            Soy como tú: lesión horrible.
            Tú, como yo, qué loca lejanía.
            Tú como yo, con la mitad al otro lado,
            y en tu pauta vacía, la música posible. (Anguitología 100-101)

El mar, tú y yo y nosotros, el vino, la columna, el sol y hasta el grabado de Durero estamos cruzados por abismos y vacíos que la perfección del poliedro intenta soslayar. ¿Podremos volver a deslizarnos con dulzura por sus aristas y sus caras? Así sea, te lo prometo; sin ya temerle a los vastos vacíos.

 

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Bibliografía

- Anguita, Eduardo. Anguitología. Santiago: Universitaria, 1998. Impreso.

- - -. La belleza de Pensar. Santiago: Universitaria, 1987. Impreso.

- Bachelard, Gaston. La Poética del Espacio. México: Fondo de Cultura Económica, 1965. Impreso.

- Wittgenstein, Ludwig. Tractatus Logico-Philosophicus. Www.philosophia.cl (Escuela de Filosofía Universidad Arcis). Web. 2 may.

 

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[1]     Cf. Wittgenstein, Ludwig, Tractatus Logico-Philosophicus, 2.0251: “Espacio, tiempo y color (cromaticidad) son formas de los objetos.” (Wittgenstein 21) 2011.



 




 

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