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El Mensajero
David Rosenmann-Taub.
LOM. Santiago, 2015
Por Francisco Leal
http://www.revistaintemperie.cl
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David Rosenmann-Taub ha escrito algunos de los poemas más asombrosos de la poesía chilena. Cortejo y Epinicio, su primera obra madura, publicada en 1948, despertó y sigue despertando la admiración de figuras tan variadas como Vicente Alexander, Naín Nómez, Alone, Carmen Foxley, Jaime Concha o Rafael Rubio. Armando Uribe lo ha resaltado como el “mayor poeta”, pese a que su poesía no ha recibido la atención que merece: “Poemas más estremecedores no conoce la poesía chilena. Ni la Mistral, ni otro alguno, llega a la abominación de la pena patética a la que alcanza plenamente David Rosenmann-Taub” afirma Uribe. Pero Rosenmann-Taub es también un espectro mayor, aunque la poesía chilena se compone de muchos fantasmas, de poetas que merodean casi sin cuerpo, sin alardes, espectrales, pero que cargan una obra rotunda. Es el caso de Rosenmann-Taub, que además parece estar alerta de su carácter fantasmal, pues ya en Cortejo y Epinicio precisaba en su poema “Genetrix”: “Acabo de morir: para la tierra/ soy un recién nacido”; o en El mensajero, en uno de sus poemas destacados: “Cómo me gustaría rodar por el vacío/ libre de lo de ayer, rodar por el vacío” (“LXIII”).
El mensajero es Cortejo y Epinicio II, y forma parte de la tetralogía de Cortejo y Epinicio, compuesta por El Zócalo, El Mensajero, La Opción, La Noche Antes. Cada sección se puede leer como un volumen independiente, aunque el conjunto global indica un dato importante: Rosenmann-Taub es un poeta dedicado a un solo libro, incluso a un solo poema, al poema inalcanzable. La perfección, la sutileza, la radicalidad de sus composiciones y la extenuante tarea de exprimir el lenguaje hasta que diga lo que tiene que decir o que silencie lo que tiene que callar, son tareas principales de su exclusivo proyecto vital y poético. En el umbral de El Mensajero, a modo de dedicatoria, aparece una confesión significativa, que es una promesa pero también una de las pocas claves del libro: “Papá, tres días antes de marcharte, me pediste que te prometiera que revisaría El Mensajero hasta crear el más hermoso –real—libro. Cumplir la promesa me ha exigido cumplir tu edad”. La promesa se cumple: El Mensajero intenta ser el libro hermoso y real, pero sin descuidar la exigencia de someterlo a las sombras, al escrutinio, a la erosión, al trabajoso paso del tiempo: a la vida y a la muerte. Puede que por esta razón la poesía de Rosenmann-Taub sea una que, luminosa, se percibe mejor en silencio, en la oscuridad del desierto, donde a veces, como en un conjuro, nieva una “blanca tiniebla de fijeza viva” (“Conjuro”).
Los poemas de esta colección, aunque de apariencia críptica, no son oscuros. Pese a su título, El Mensajero no acarrea ningún mensaje o al menos ninguno en forma periodística. Pero sí acarrea una noticia que merece le prestemos atención, y esta noticia es la poesía misma: su misterio, su hermosura, su terror. Una poesía sin transacciones sobre la muerte, la vida, lo cotidiano, los sueños, el erotismo, las cavilaciones de la fe y una experimentación con el lenguaje que no tiene parangón en la poesía actual. Los temas y la forma de escritura de Rosenmann-Taub son también su preciosa dificultad: “Me incrustaré en las vértebras/ —pinzas— de Dios: poema”, declara en “Inalcanzable”. Con especial destreza, entre la iluminación y la importancia de la oscuridad, oscila El Mensajero: “El duelo de la luz: la luz del sueño: / el sueño de la luz: la luz del duelo/ —la luz de la luz del sueño, luz del ritmo—”, indica en “Ficción”. Entre el silencio de la muerte y el estallido de la vida, entre lo que declara y lo que deja suspendido y enmudece: “El rocío te alumbra”, afirma con delicadeza y revelación en “Jávele”. Por eso, poemas como “Gleba” están compuesto enteramente sin ningún verbo: la fuerza de El Mensajero es acentuadamente sustantiva. Su riqueza léxica, gongorina, barroca y conceptualista al mismo tiempo, con aires de la lucidez que le dieron los modernistas a la poesía, se refleja en palabras como “bajel” “Alambreorgullo”, “pertigal”, “nenúfar”, “bráctea”, “andurriales” etc.. Este léxico puebla y define el poemario, ejemplificando la radical atención a las fuerza de las palabras, a su resplandor, a sus sombras o a su musicalidad: “La codicia” es un claro ejemplo de sonoridad poética, que también reluce lo sinfónico y rítmico de la poesía de Rosenmann-Taub, que además de poeta es músico y compositor. Pero la poesía de Rosenmann-Taub además posee humor, ironía, coloquialismos, y se sabe detener en escenas cotidianas, como lo muestran sus excelentes y apetitosos poemas sobre el teatro de las comidas donde aparecen almendras, duraznos, manzanas, frambuesas como un “Mustio pezón gigante” (“LVI”), o limones, en el colorido poema “Acuarela”. “Mi desayuno: sangre. / Un cuajarón de sangre: la jalea”, dice el poema “Veraefigies”. En “Las once” detalla: “Ese queso perturba su cadáver/ en la alcachofa, cárdeno, a la izquierda”. La poesía de Rosenmann-Taub es una que exalta todos los sentidos.
El Mensajero está escrito como si la antipoesía no hubiera puesto de cabeza a la poesía, con todos los estragos y frescura que implicó ese desmantelamiento. Pero este desapego no es ignorancia, sino una de sus principales cualidades, y le brinda a El Mensajero una atmósfera atemporal, distante de la historia que aparece en los noticieros, pero la muerte, el erotismo, las ceremonias cotidianas, el potencial de las palabras, que sus temas principales, tampoco tienen temporalidad, aunque siempre son actuales. Rebosante de joyas poéticas, de visiones, de versos asombrosos, El Mensajero es un libro a la altura de la poesía de Rosenmann-Taub y de la promesa con que abre la colección: es un poemario hermoso y real. Con El Mensajero, por lo tanto, llega una noticia importante: la poesía de Rosenmann-Taub no ha muerto, sino que para la tierra recién ha nacido.