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Lectura y crítica

Félix Martínez Bonati

Publicado en Revista Canadiense de Estudios Hispánicos Vol. 1, No. 2 (Invierno 1977)



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¿Tienen los estudios literarios un objeto definido? ¿Existe la obra literaria —cada una de ellas — como un algo determinado, independientemente del método con que se la estudia? La obra literaria (o sea, el poema) ¿es el texto? Estas cuestiones se agudizan ante las formas más recientes de la crítica literaria. Para contribuir con unas observaciones a su discusión, voy a sostener —de manera, por breve, forzosamente dogmática— que la obra es algo radicalmente distinto del texto; que existe como objeto determinado con anterioridad a toda manipulación metódica, en virtud de lo que podemos llamar la lectura recta, normal o llana de literatura; y que hay una forma primordial de la crítica: la que se subordina a la experiencia de la lectura recta y da a la obra en ésta producida (a la visión imaginaria que allí se despliega) una validez "teórica" definitiva.

1 La lectura ingenua o normal, no profesional, de obras literarias, no es meramente una aventura subjetiva de la intuición o de la imaginación individual, a la que sólo darían objetividad el texto determinado y la lengua pertinente (lo que, por cierto, no sería poca objetividad). Como todo acto comunicativo, sea emisor o receptor, la lectura es una conducta estructurada por una compleja forma tradicional, es decir, es una institución. Esta institución se hace efectiva sin formularse para la conciencia del lector —como las reglas fonológicas o sintácticas para la del hablante—, pero, ello no obstante, de una manera exacta. Las normas de lo que Juan Ferraté llamó "la operación de leer", pueden ser, poco a poco e imperfectamente, traídas a la conciencia y (en un acto remotamente análogo a la reminiscencia platónica) reconocidas.

2 La institución del leer literario, como todas, es histórica, y presenta, por tanto, la cuestión de cuáles de sus reglas son fundamentales para todo lo que llamamos literatura, y cuáles corresponden sólo a esta o aquella época de la imaginación. No es mucho todavía lo que sabemos acerca de la estructura del acto de leer obras literarias, pero trataré de formular unas breves indicaciones. Regla universal del leer literario es proyectar imaginativamente el texto de la obra como un discurso ficticio, esto es, como un discurso que no está vinculado a su autor (su productor original y primero) como una declaración suya real y seria, como un mensaje lingüístico que habría que entender relacionándolo estrechamente a su circunstancia individual. Por el contrario, el discurso literario despliega su propia circunstancia comunicativa intrínseca (narrador, oyente, mundo), que es igualmente ficticia y, por eso, es algo del todo presente y actual en nuestra experiencia imaginativa de lectores. (Del autor real podemos, ocasionalmente, hacernos una imagen más o menos precisa, pero, aun en tales casos, no diríamos que él está del todo presente, y de modo actual, en nuestra experiencia de lectores.)

Otra regla, acaso universal, de la lectura literaria, es el privilegio epistemológico que se otorga a las afirmaciones narrativo-descriptivas del narrador, las cuales aceptamos como irrestrictamente verdaderas y traducimos inmediatamente en imagen del mundo, así creado. Otras afirmaciones suyas, o las de los personajes, no son tratadas por el lector, en tanto lee literariamente, de esa manera.

Hay otras normas constitutivas universales y un presumible variado conjunto de normas de época operando en el leer adecuado a la literatura como disposiciones nuestras irreflexivas o subconscientes. Estas reglas, al constreñir nuestro operar de lectores, lo orientan productivamente. Gracias a ellas surge la imagen consistente y significativa de la obra —sea esta imagen-objeto un breve hablar lírico, un mundo épicamente invocado, etc.

3 Cada obra literaria es creada por su autor en el contexto de esta institución y corresponde estructuralmente a ella. Su texto es creado para ser leído de esa manera. La obra literaria es lo que se da al lector en la lectura normal, o, dicho de otro modo, lo que el lector crea para sí mismo siguiendo el texto y las reglas inexpresas de la lectura. (Por cierto que bajo el concepto de lectura normal o recta, incluimos toda relectura que posea el mismo carácter, esto es, que no introduzca reglas deliberadas de aprehensión del objeto, sino que lo vuelva a recibir llanamente.) La obra literaria es la producción-recepción del lector que sigue las reglas tradicionales pertinentes de modo subconsciente, es decir, en aparente espontaneidad intuitiva. Hay, pues, una lectura príncipe o fundamental del texto literario. Esta obra dada en la lectura fundamental —es razonable presumirlo— debe de corresponder a la obra vivida por el autor en su acto de creación, la obra que éste fijó en su texto, pues la escribió dentro del marco de esa misma institución tradicional. Digo "debe de corresponder", pues no hay otro y más cierto modo de determinar qué vivió realmente el autor al escribir, ni qué quiso dar a leer. Pero si le suponemos, como es necesario, conocimiento operatorio de la lengua en que escribe y de las reglas constitutivas de la lectura literaria, es claro que al firmar y aceptar su propio texto, sabe qué obra da con él a la publicidad. La obra realizada por el lector variará en riqueza y fuerza, según su vitalidad espiritual y el grado de su familiaridad con la lengua y las reglas de la época pertinente. Pero, si el lector sabe operatoriamente qué es literatura (vale decir, si la goza habitualmente) su lectura será no idéntica, pero siempre conciliable con toda otra de iguales supuestos y con una postulable lectura ideal del mismo texto.

La obra literaria no es el texto, sino el producto de una determinada lectura del texto. La literatura no es la suma de los textos de novelas, poemas, etc., sino la suma ideal de los objetos imaginarios dados en la lectura recta de esos textos.

4 El texto de una obra literaria puede ser leído, además de rectamente, de ilimitadas maneras diversas, sea obedeciendo a un designio metodológico determinado, sea por capricho o voluntad de crear nuevos juegos. (Acaso sea entretenido leer una novela desconocida invirtiendo el orden de los capítulos o tomándola como relato real de hechos efectivamente ocurridos. Un texto literario diferenciado y superior no da mucho fruto bajo tales usos, y llega a frustrados: ¿se podrá leer como relato fidedigno de hechos reales un texto que obliga a proyectar un "narrador omnisciente" o un "testigo invisible"?) Pero esta diversidad de posibles manipulaciones del texto corresponde a un uso deliberado y consciente de nuevas reglas de lectura. Estas "lecturas" pueden ser de mucho o de ningún interés, pero no son producciones-recepciones de la obra literaria cuyo texto se usa. Los estudios críticos de la obra literaria propiamente tal, no son lecturas primarias: son relecturas metodológicamente deliberadas —es decir, no se proyectan directamente sobre el texto, sino sobre la obra, sobre el producto de la previa lectura recta.

5 Los valores que asociamos con la experiencia de la literatura (visión simbólica de la vida, plenitud imaginaria del lenguaje, efectos emotivos de exaltación o de catarsis) son aquellos que se dan dentro del marco de la lectura fundamental. Evidentemente, cada obra admite, dentro de cierto campo muy limitado, diversas lecturas fundamentales ("readings"), ya que las reglas tradicionales del leer no determinan totalmente la constitución del objeto, y dan lugar a, y exigen, la creación, en cada caso, de formas sui generis y ad hoc, en el esfuerzo imaginativo personal del lector (p. ej. don Quijote en la cueva de Montesinos: ¿leo su relato como una mentira, como una revelación suprema y cifrada, como un sueño, como una locura caprichosa?). Pero esta variedad es otra que la variedad deliberada que se substrae al marco de la institución tradicional.

6 Demás está decir que todo estudio —fúndese en lectura o relectura deliberadas— del texto de una obra literaria o de la obra misma, que produzca "resultados", conocimiento, ha de ser bienvenido y no necesita otra justificación. (La cuestión de la "relevancia" de los conocimientos no es una preocupación inválida, pero debe conciliarse con la norma recientemente recodada por W.V.O. Quine : "anyone who contrives to make a substantial theoretical contribution, simply deserves acclaim, and does not thereby incur some obligation". The Owl of Minerva: Philosophers ore Philosophy.) La necesidad de discriminaciones teóricas en relación a la variedad de las lecturas y relecturas posibles, surge, sin embargo, de modo intenso con ciertos tipos de estudios de literatura que llevan, como parte constitutiva de su sentido, la intención de degradar o relativizar la experiencia consciente de la lectura fundamental. Tales interpretaciones proponen otro objeto (otra obra, en verdad) como "verdadero". o superior, o más profundo sentido del texto o de la obra. A esta clase corresponden. por ejemplo, las interpretaciones freudianas de literatura, la explicación del mito edípico por Lévi-Strauss, lecturas como la que Roland Barthes da de Sarrasine (5/Z), y, por otra parte, la interpretación alegórica de la antigüedad clásica, así como la medieval de los cuatro niveles del sentido. Se trata en todos estos casos de lecturas o relecturas regidas por normas deliberadas, cuyo resultado contradice o priva de su posición central y privilegiada a la obra literaria producida-recibida en la lectura normal. No queremos calificar aquí el mérito teórico que puede pertenecer a tales formas de interpretación, sino simplemente diferenciarlas radicalmente de la lectura fundamental y de aquellas formas de la crítica que aceptan como definitivo el objeto producido por esta lectura fundamental.

7 Las "interpretaciones" que pretenden dar al texto o a la obra, como superior o más profundo, un sentido diverso del dado en la lectura normal, se originan obviamente en una subestimación de la experiencia literaria pertinente (y a veces en una abierta hostilidad contra la literatura). En el citado estudio de Barthes, se manifiesta su explícito menosprecio por la literatura que él denomina meramente "lisible" y no "scripsible". En la exégesis alegórica que hacen las teologías, del totalitarismo espiritual de la religión ideologizada, que no admite el carácter absoluto y final, irreductible a racionalizaciones doctrinales, de la visión poética. Sería fácil citar críticos psicoanalistas para verificar en sus explicaciones una reducción de la poesía a oscuro barrunto de lo que su disciplina pretende ver claramente, o críticos marxistas que desenmascaran a la literatura como parte del más o menos inconsciente instrumentario del poder clasista. Que quede en claro: estas relativizaciones de la literatura no son, desde mi punto de vista, necesariamente falsas o perversas. Simplemente, son teorías de la vida que niegan a la visión literaria una validez última. A la estimación de la literatura como un poder espiritual autónomo y definitivo —ni más ni menos autónomo y definitivo que las otras manifestaciones institucionalizadas de la actividad teórica o contemplativa— corresponde el mantener la primacía de la lectura fundamental sobre toda otra lectura o relectura del texto, y sobre toda interpretación de la obra. Esta actitud gnoseológica y axiológica da lugar a un tipo de crítica, de relectura metodológicamente deliberada, que se subordina, en su orientación, sistema de relevancias y objeto de estudio, a la lectura fundamental tradicional. Porque se obliga a la reiterada recepción, esta vez reflexivo-descriptiva, del objeto producido en la lectura recta, objeto que se da a la intuición imaginaria, esta crítica es fenomenológica. Porque considera y esclarece las significaciones vitales que emanan de dicho objeto, es existencial. Como interpretación descriptiva de la significación vital de una experiencia consciente egregia, podemos considerar a esta crítica como parte de la hermenéutica filosófica de la existencia humana.

8 Todo saber acerca del texto de una obra literaria o acerca de la obra misma (inclusive el obtenido por las reducciones que degradan la experiencia ingenua y consciente) puede llegar a ser relevante para la descripción hermenéutica de la obra. La tarea que se presenta a nuestra crítica es el ensanchamiento del campo de la visión consciente del lector, vale decir, el enriquecimiento y la profundización consecuentes del objeto imaginario. La crítica, como la literatura misma, está así al servicio de la lucha del individuo por establecer y expandir su ser espiritual, su interioridad transcendente de sujeto puesto con consciencia de si en una circunstancia o mundo —eso que, en la filosofía de nuestro siglo ha sido llamado la "vida" (Ortega) o "el ser del ente que somos", la "existencia" (Heidegger). Paul Ricoeur señala que, después de la crítica de Heidegger al "cogito, sum" cartesiano y de las críticas freudiana y estructuralista de la consciencia, el "quién" del yo surge ya no como certeza inmediata, sino como tarea de la cultura. Creaciones objetivas del espíritu, como la literatura, serían el medio de una realización dialéctica y ideológica del sujeto (véase Le Conflit des interprétations, especialmente la sección III). No puedo, sin embargo, compartir la concepción de Ricoeur de que interpretar es siempre descubrir un sentido oculto ("caché") bajo un sentido aparente, y su correspondiente comprensión del "doble sentido" del símbolo como la dualidad de sentido primario y sentido oculto. El "símbolo" onírico de la teoría freudiana tiene, en efecto, un significado oculto; tanto es así que su propio ser de símbolo está oculto para el que sueña cándidamente, y su desciframiento no procede de un esfuerzo de percepción más acabada de lo dado en la imagen onírica, sino de una construcción teórica externa. En el contexto estricto del sueño, no hay símbolos. El símbolo poético, en cambio, es abiertamente símbolo para todo el que tiene familiaridad con el arte aunque no llame "simbólica" ni se haga explícita la calidad doblemente referencia] de su experiencia —, y su significado no está oculto, aunque sea ambiguo (irracionalizable en una fórmula inequívoca). Todo el alcance del símbolo poético en tanto tal es en principio accesible a una más esforzada percepción artística. Es una magnificación de la lectura normal, y no una operación ajena a ella, lo que esclarece e "interpreta" el contenido de la obra. (Esta magnificación se logra metódicamente mediante el rodeo de un análisis formal de la obra en su carácter de representación: se agudiza la percepción de la obra, al ser objetivadas las estructuras constitutivas que la hacen representación del objeto ficticio dado en la lectura normal.)

La contemplación artística no tendría su característica plenitud, su carácter de experiencia conclusa y satisfactoria, si el mayor bien teórico involucrado en la obra quedase fuera de la recta contemplación y sólo fuese accesible a otras formas de acercamiento —desconocidas a lo largo de la mayor parte de la historia de la literatura y del arte. Por eso, creo que en las interpretaciones recientes, por ejemplo, del Edipo de Sófocles, el tradicional punto de vista de la estética clásica— que lleva, en una racionalización empobrecedora, pero no impertinente al mundo de la obra, a percibir en la historia edípica, como líneas de un acontecer que se da en la plena luz de la conciencia imaginativa, un conflicto de destino y libertad, o, digamos, de una demasía de la fuerza individual, que precipita a sucumbir bajo el orden cósmico— es desplazado sin cabal justificación por las substituciones de una simbología presuntamente oculta hasta ahora y ahora descifrada. ¿Podemos asumir que Aristóteles o Hegel no entendieron bien la obra o no la captaron en su plenitud?

9 En qué consiste, pues, la doble referencialidad, la naturaleza simbólica de la obra? ¿Qué hay que interpretar, si no hay nada oculto, y cómo interpretar, si el significado simbólico es irracionalizable?

La doble referencialidad de la obra literaria no es otra cosa que el hecho de que el discurso imaginario significa su circunstancia ficticia (hablante, oyente y personas, lugares y hechos a que se hace referencia) y ésta, a su vez, se da como imagen o aspecto fantaseado del mundo real. Primero, dicho simplemente, se tiene la referencia (lingüística, si bien imaginaria) a una historia ficticia, y, luego, se desprende de ésta una visión del mundo en que vivimos, esto es, una referencia simbólica, no lingüística. a la vida humana. Ambas referencias están dadas en la obra, no quedan ocultas para la lectura recta; antes bien, puede definirse como otra regla constitutiva y sub-consciente del leer literario, el que proyectamos los hechos que sabemos ficticios como si fuesen un aspecto (secluso) del mundo real, y entendiendo que conforman una "tesis" intuitiva, imaginativa y concreta, de lo que es. Pero precisamente porque esta tesis "es muda como una estatua" (N. Frye), conceptualmente in formulada, hay que interpretarla; y porque es conceptualmente informulable o inagotable, hay que interpretarla mediante una magnificación de la imagen, y no mediante una traducción directa de la imagen a términos racionales. La magnificación de la obra puede lograrse mediante su descripción formal (la descripción formal de la obra, bien entendido, no del texto). La forma de la imagen es conceptualizable. La forma de los objetos es lo de ellos conceptualizable. Si hay formas "indescriptibles". al menos pueden ser identificadas inequívocamente. Idealmente, el instrumentado conceptual de esta descripción hermenéutica procede de una ontología de la imaginación literaria.

Las descripciones formales, sometidas al sentido, previamente vivido, de la lectura fundamental, deben hacer más visible el símbolo y su callada, pero inoculta, radiante "tesis", hacernos sentir con más fuerza. en la obra, la presencia, agudamente subjetivizada y perfilada, de nuestro mundo, de nuestro ser. La tesis de la obra consiste en que la condición de estar en el mundo (idéntica aquí con el depósito de nuestra experiencia y en parte fundamental, con nuestra "lengua") es puesta en imagen (en un discurso imaginario), como imagen, vale decir, convocada y circunscrita en una unidad de imaginación "subjetiva", cuantitativa (por breve, finita) y selectivamente (estilísticamente) limitada. El mundo aparece dado en un tono nítido (y no en la confusa multiplicidad de sus tonalidades) y en la abstracción de un diseño consecuente (y no en la indiscernible complejidad de sus formas). En consecuencia: el mundo es altamente falsificado en la imagen artística, para que sea posible darlo, mostrarlo en una aparente totalidad, a la visión limitada que nos es posible. Sólo la falsificación estilizadora (la forma) hace posible la apertura del mundo en la imaginación, es decir, la entrada de la verdad en la obra (la mimesis). Esta es la falsedad genuina de la obra literaria, la que le es tan inherente como su verdad. Podrá recordarse aquí algún motivo de la concepción heideggeriana del arte y de la verdad: el gesto que revela, oculta al mismo tiempo. Pero este ocultar, agreguemos, es la sombra del símbolo, no la luz de su significación. Esta está a la vista del lector cándido — a nuestra vista, sólo cuando leemos llanamente.

10 No excluyen necesariamente mis afirmaciones la posible legitimidad de la suposición de que muchas o todas las obras literarias procuran una visión ilusoria y falsa de la vida — reproche tan antiguo como continuado en la tradición occidental —, que sean el instrumento de una abierta o subrepticia indoctrinación o conformación ideológicas, de una compensación imaginaria de conflictos vitales insuperables, de una inmovilización escapista, de una involución fantasiosa, etc. Pero, al sostener tales cosas, con o sin razón, se sale del ámbito temático de la visión poética y se abandona su interpretación estricta. La tarea de la crítica metaliteraria (psicológica, antropológica, sociológica, etc.), de la "crítica crítica", es "interpretativa" en un sentido diferente del primordial: lo que hace es poner la visión de la obra, reducida a un esquema formulable, en un contexto conceptual, no literario, en el que aparecerá en parte o del todo contradicha y desvirtuada. Para hacer esto, como para hacer lo contrario: probar conceptualmente la "verdad" de una obra poética, es necesario obviamente, disponer de un marco teórico no literario (psicológico, sociológico, antropológico) cuya validez se presume asegurada y en el cual tendrá que ponerse, para ser medida en su verdad o falsedad, la conceptualizada visión poética. La verdad y falsedad propias de la literatura, que su interpretación primordial debe mostrar y desplegar, son otra cosa, no reductible a marcos conceptuales extraliterarios: es la visión dada en la experiencia de la lectura recta, algo definitivo y concluso. que es verdad en la medida en que abre y enriquece nuestra vida y nuestro mundo en la imaginación, y falsedad en la medida en que los debilita. La medida de la verdad poética, pues, está dada sin dilación en el interior de la experiencia inmediata de la lectura recta (y así la viven diariamente los lectores), y es ajena a la aplicación de verificaciones conceptuales — aunque éstas puedan, peor que mejor, racionalizar posteriormente, gracias, como acabo de indicar, a un marco conceptual metapoetológico, la vivencia reveladora.

La experiencia de la contemplación del arte (sea dicho contra la concepción hegeliana de una función del arte históricamente superada por el advenimiento de la filosofía) es una de las experiencias finales, si las hay, de la vida humana, no un instrumento para otros provechos, ni una etapa superable en un camino de conocimiento. Es tan definitiva y final como la vida de cada uno. Una interpretación de la literatura como literatura tiene que reconocer el carácter absoluto de esta puesta de nuestro mundo en imagen, y contribuir a su magnificación. Con ello cumple la función fundamental de la reflexión sobre la experiencia del poema, y no excluye, pero pone en su lugar a las relativizaciones de la literatura, que nos explican y determinan el éxtasis y la revelación desde sus múltiples raíces biológicas y sociales. El lugar epistemológico en que son válidas las nociones — equívocas, por lo demás — de la autonomía de la obra de arte y de su interpretación inmanente, es otro que aquél en que ellas pueden ser sometidas a la "crítica de las ideologías". Podríamos decir que se trata de dos actividades intelectuales radicalmente diversas, cuyo aparente conflicto surge de un malentendido acerca de su naturaleza y finalidad. Ambas operaciones caben, coherentemente, en nuestra vida y, lejos de confundirla con su divergencia, la aclaran.

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