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«La agonía del pensamiento romántico.
Cuatro ensayos sobre nuestra situación intelectual»
Félix Martínez Bonati. Santiago de Chile: Editorial Universitaria. 2004, 170 pp

P
or Oscar Galindo V.
ogalindo@uach.cl
Universidad Austral de Chile, Instituto de Lingüística y Literatura



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Félix Martínez Bonati es uno de los académicos chilenos que ha sido capaz de aportar a la producción cultural del siglo XX una serie de trabajos caracterizados por el rigor teórico, la sistematicidad analítica y la solvencia cultural. En su amplia producción ha transitado por la estética, la teoría literaria, la reflexión pedagógica universitaria y el análisis literario. El título, La agonía del pensamiento romántico, posee una poética ambivalencia. Por un lado, apunta al conocido debate sobre la crisis de la modernidad (del que el Romanticismo es su principal sello); por otro, nos dice que el Romanticismo sigue luchando por estar vivo. Y parece ser ésta última la opción intelectual de Martínez Bonati. El consistente “Prólogo” alude al viejo dilema de la modernidad hispanoamericana: su conflictiva y compleja relación con la tradición cultural europea. “Esa conciencia de exterioridad o marginalidad (relativas a Europa) es tan vieja como Hispanoamérica. Es inherente a la instalación de la civilización española en el continente (y no será otra en la América lusitana)” (p. 9), afirma el autor. Extrañeza hoy compartida por el intelectual europeo, por lo que estamos en una “común situación intelectual” (p. 12). Pero hay otro dilema que importa a Martínez Bonati, y ése es el eje de los fenómenos culturales de que tratará en el texto, y es que, pese a sus discontinuidades, “el espíritu europeo posee una unidad de sentido (según la hipótesis que seguiré: una unidad íntimamente dividida, contradictoria), y ese sentido se revela –idealmente hablando– en el conjunto de la tradición” (p. 13). Pero ¿dónde radica esta unidad contradictoria? Por una parte, en la reiteración y revisión permanentemente cíclica de sus temas y pasiones fundamentales; por otra, en la disociación entre razón y pasión, entre ciencia y mito. La vieja polémica platónica entre poesía y filosofía se encontraría en el origen mismo de esta dualidad. El propósito de estos ensayos, entonces, es mostrar cómo ha ido reaccionando la fuerza religiosa (en su sentido lato) a los avances de la razón científica. Así el espíritu romántico no se limitaría al movimiento que le da nombre, sino al incesante proceso de reconstrucción intelectual del mundo “humano”: versión moderna de una tensión inmemorial (cf. p. 16) y, en cierto modo inevitable, pues, la vida en la Modernidad “sería, en muchos aspectos, imposible sin la obra creadora de mundo del pensamiento y la imaginación románticos” (p. 18). Y no es que Martínez Bonati se muestre en estas páginas como un romántico tardío militante, sino que la valoración de esta vertiente subterránea de la cultura occidental supone también un reconocimiento a la creación poética de múltiples artistas y pensadores que conscientemente o no alimentan esta fuerza primigenia.

La primera de las lecciones (pues se trata de lecciones y no propiamente de capítulos) se titula “El sentido histórico de algunas transformaciones del arte narrativo” y tiene como propósito analizar las notables mutaciones estructurales que muestra la novela moderna como género, desde su consolidación en el siglo XVIII hasta el postmodernismo de fines del siglo XX: la reducción y anulación de la figura del narrador, el abandono de parámetros consensuales caracterológicos y morales, el desplazamiento del ámbito temático hacia la esfera de la subjetividad y la creciente eminencia de lo trivial y del detalle perceptual (cf. p. 21), en un tránsito que culmina en el “nouveau roman” y en un renacimiento del género a fines de siglo. En opinión de Martínez Bonati este proceso de mutaciones se encuentra en íntima relación con el desarrollo del saber científico y las tensiones de la conciencia religioso-existencial moderna que, en un gesto audaz, denomina “teología antiplatónica”. Muy interesante resulta en este contexto la discusión entre las usuales categorías historiográficas Modernidad y Postmodernidad vs. Modernismo y Postmodernismo, acepción esta última que prefiere pues, en su opinión, no podría hablarse en rigor de una “era postmoderna” (p. 23); Postmodernismo aludiría en el campo de la narrativa a una escritura caracterizada por la reflexividad –paródica, irónica o metanarrativa– y al abandono de las normas realistas que definirían el Modernismo. Sobre esta discusión vuelve en distintos momentos del volumen, pues en su opinión el fin de la Modernidad no es más que un signo tópico del siglo XX. Si la Modernidad es coextensiva con una imagen del mundo construida desde la ciencia moderna (en el pensar del ciudadano común ilustrado), estamos “cabalmente dentro de este período” y “no es posible ver signos convincentes de que se acerque a su fin” (p. 61).

Con estas últimas reflexiones inicia la lección “La poesía de Gonzalo Rojas y la agonía de la modernidad”. Y no es casual, sino causal. Porque lo que propone es leer a Rojas en la articulación que tiene con el pensamiento moderno y, en especial, con la crisis de la convicción en el destino sobrenatural del ser humano. Naturalizada la especie a un mero organismo por la ciencia y la razón, al ser humano le queda la retirada a la identidad personal y, por ende, al consecuente rechazo del racionalismo ilustrado y del cientificismo moderno (cf. p. 69). Rojas, en su convertir la sensualidad en sujeto y objeto de la escritura ha dado buena cuenta de esta agonía y de la persistencia del simbolismo romántico como eje consustancial a su poesía. Tal vez, en mi función de reseñador, excedo los alcances de la interpretación de Martínez o, con toda seguridad, la esquematizo, pero es que esta conflictiva relación entre razón y pasión en la poesía de Rojas es en buena medida el conflicto de la poesía moderna en Hispanoamérica, siempre en estados ambivalentes frente a los argumentos de la razón.

“La retirada de la razón” se titula la cuarta lección del volumen, que aborda uno de los problemas más acuciantes de los tiempos actuales, herencia de “la influencia dogmático-ideológica del romanticismo político” (p. 86). Para Martínez Bonati la autocrítica relativizadora del conocimiento científico y de los principios de la razón han favorecido la idea de que no es posible intervenir y establecer una jerarquía de las culturas y de las religiones, base conceptual en la que se sustenta la corriente conocida como multiculturalismo, perspectiva que, se adelanta a afirmar el autor, refleja erróneamente una voluntad histórica debilitada. De allí la comprensible crítica al resurgimiento, aun en medios universitarios y académicos, de ciertos discursos políticamente correctos de aceptación de creencias religiosas que en otros momentos habrían resultado simplemente inimaginables. Ciertamente su propuesta no parece ser políticamente correcta, al menos para los medios académicos. No se trata, dice, de no promover y aspirar a los ideales expresados por el multiculturalismo pero “¿Es razonable, a la luz de la experiencia histórica pasada y presente, esperar su realización en el plazo, aun el más largo, de lo previsible”? (p. 96). En otras palabras, si se aspira a promover los ideales de la diversidad y la tolerancia es necesario sacudirlos del aparato conceptual con que el multiculturalismo cree favorecerlos (cf. p. 97). Uno de los argumentos expuestos por el autor se sintetiza en una de las afirmaciones a debatir del texto: “El multiculturalismo, pues, la dogmática igualación de las culturas (por lo general, unida, contradictoriamente, a la degradación de la nuestra), es un movimiento antiemancipatorio de restricción del ejercicio del raciocinio” (p. 107). Existe ciertamente un elemento irrefutable en el alegato de nuestro autor y es que la racionalidad occidental impele a no aceptar prácticas contrarias a sus valores más entrañables, entre los que ciertamente se encuentra la libertad ilimitada de pensamiento y expresión, aunque ellos provengan de los valores más sagrados de otros (cf. p. 107). La segunda conclusión que plantea es justamente el eje del debate contemporáneo sobre el multiculturalismo, esto es que una genuina tolerancia mutua no puede obtenerse acentuando las diferencias culturales en un espacio social común, “sino, por el contrario, mediante su (muy improbable, pero no imposible) superación, vale decir, asimilación sobre el fundamento de una cultura libertaria compartida” (p. 107). Esta mirada supone pensar que lo mejor de occidente, vale decir, su defensa de la libertad individual, es precisamente el valor que ha prevalecido en el ejercicio histórico de sus valores culturales ante otras comunidades. En todo caso, bien afirma el autor que el cultivo y promoción de los principios libertarios de la civilización occidental moderna (la mejor parte de ella habrá que aceptar) implica reconocer como parte fundamental “las libertades ilimitadas de investigación, razonamiento, crítica y diálogo” (p. 113). Del volumen será posiblemente ésta la lección menos comprendida por los lectores, pero indiscutiblemente una señal de convicción en tiempos de la retirada de la razón.

“El concepto de la obra de arte de Heidegger y la historia de las formas novelísticas” se titula la lección final. Nuevamente vuelve a uno de sus terrenos de reflexión privilegiados: las relaciones entre filosofía y literatura. Pero, curiosamente, lo que ahora le ocupa no es el tratamiento artístico de las grandes ideas, sino “el detalle trivial”, esto es, “la presencia inmediata de las cosas que nos rodean cotidianamente, de los actos mínimos, de lo fugaz insignificante” que, finalmente, algo parecen tener que ver con las “sublimes tesis del Idealismo” (p. 122). Si para Heidegger la obra de arte sería “el ponerse en obra de la verdad del ente” (heredera de la tradición platónica y de las ideas del romanticismo alemán), del análisis de esta tradición se desprende un llamado a la transformación radical de nuestra percepción de las cosas, que Martínez Bonati no sólo ve en Heidegger, sino también en Ortega (Meditaciones del Quijote, 1914) y hasta en el propio Neruda (“Sobre una poesía sin pureza”, 1935), por citar dos ejemplos hispánicos que demostrarían este aserto. La novela realista, a la luz de lo expuesto, se encontraría también tras la búsqueda de la verdad. En la transición de la novela desde el concepto abarcador al detalle concreto se expresaría la evolución del género durante el siglo XX, y en el tratamiento de los caracteres humanos particulares por sobre los arquetipos generales se expresaría una cierta identidad con los avances de la ciencia en el conocimiento de la naturaleza humana. Esta lógica de evolución hacia lo próximo encuentra en la novela contemporánea notables ejemplos y se expresa en un tratamiento no realista del mundo vivido. Es lo que ocurre en los monólogos de Faulkner, en la inclinación histórica de la novela a lo “diario-vulgar” de Joyce y culmina posiblemente en la descripción de lo circunstancial mínimo de Robbe-Grillet. Con ellas “termina mi esquemática historia formal de la novela, así como con la Filosofía de la Existencia y sus derivados (filosofía “hermenéutica” y “reconstrucción”) mi esbozo del pensamiento romántico” (p. 151).

Como se sabe, los textos no se orientan hacia el final, sino hacia el principio; los últimos párrafos del texto de Martínez Bonati nos recuerdan indirectamente que se trata de responder a la pregunta:” “¿Quiénes somos aquí nosotros? Se pueden compartir o discutir muchas de las ideas de las expuestas, pero de lo que no hay duda es de que estamos frente a un texto que reflexiona sobre nuestra situación intelectual.



 



 

 

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