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AGONÍA DEL CRITICOPITHECUS

Por Felipe Moncada

 


 

 

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Cada cierto tiempo aparece algún humorista que proclama la decadencia de la poesía, su ausencia, o al menos, su radical distancia con los clásicos. Ahora el fenómeno es un eclipse de la poesía y el turno es del cura Valente, quien desde su misa dominical de El Mercurio, mira con nostalgia a las generaciones pasadas y el hecho de que el rol moralizante del crítico único -su proyección junguiana-, ya no sea tomada como brújula estética, o algún tipo de medida que sirva para que el lector no tenga su propio criterio, ¿para qué?, si para eso el censor cultural puede producir un juicio por encargo; su labor de comisario en la industria cultural le permite transar las escrituras en el ranking de las librerías y la burocracia de los premios.

Valente divide la crítica actual entre académicos que mascullan su lenguaje de especialistas, gacetilleros que disparan desde periódicos (¿incluirá a El Mercurio?, ese tradicional panfleto ilustrado de la derecha chilena), y poetas que “improvisan” de pensadores, todos ellos, cometiendo el tribal pecado de sacar al crítico-pithecus de su trono de papel imprenta.

En su cuartilla para el desayuno dominical, añora quizás esa época dorada de la barbarie nacional en que los pocos libros que pasaban el filtro de la DINACOS, llegaban a la redacción de su periódico para pesar la elegancia de las formas, la exactitud de la rima, la provocación de las imágenes, la profundidad de la experiencia, la penetración de las ideas, el alcance de la ironía, el colorido de la metonimia, el sabor de la redundancia, la audacia del encabalgamiento, la agilidad de la metáfora, la originalidad del adjetivo. ¡Oh, aquéllos tiempos! en que la cultura era el canto de las valquirias entre los nimbos, y en que el diálogo entre los intelectuales era un partido de ajedrez jugado por caballeros medievales, mientras en los calabozos de castillo se estiraba a los villanos en el lecho de Procusto. Pareciera que el taxativo religioso vive en una esfera en que la cultura vista como adorno de salón municipal, borra la responsabilidad política, o al menos le hace invisible el hecho de que su posición en el panorama de la crítica de los últimos 30 años, está íntimamente ligada con la ubicación de su silla a la sombra de la derecha autoritaria, para la cual la cultura es una clase de violín dictada por una profesora alemana, o una coreografía de poetas iluminados, siempre y cuando le pidan al peonaje poner la otra mejilla.

Con la exactitud digna de un cirujano ebrio, habla de una decadencia “más o menos general en los últimos años”, y dice no citar nombres para no herir susceptibilidades, argumentando que en Chile no se escriben versos como en los años `50 o `60. ¿Se escribirán hoy en Palestina, versos como en Judea bajo el gobierno de Pilatos?, ¿Se escribirá el siglo venidero, en el desierto de Atacama, como en Punta Arenas la semana pasada? Las comparaciones son tan vagas, que sólo me las explico por la confianza y patudez que da la cercanía con el poder y los medios de confusión masiva. Afirmar cualquier cosa pero sin precisar “para no herir susceptibilidades”, total, los lectores están dibujados en el imaginario, como esos niños en sepia de los silabarios populares. Afirma que Zurita es una de la últimas “figuras crepusculares de relieve”. ¡Oh, sincronía de los ángeles!, justamente a Valente le tocó darle el varillazo mágico del reconocimiento en plena dictadura, con lo cual se transforma en el crítico-pithecus crepuscular del borde de la historia del lenguaje. La soberbia del poder tiene colores bíblicos.

Indudablemente, ahora el panorama es distinto: se multiplican las editoriales, los escritores presentan a sus pares y ensayan sobre sus obras, las revistas digitales permiten conocer libros publicados en las más remotas provincias y ponerlos en diálogo con otros lugares geográficos, Internet permite acceder a textos teóricos antes confiscados sólo para una élite que los reproducía, en fin; la idea de centro se desvanece en el aire, el concepto de capital cultural se relativiza, la iglesia se queda vacía y el pontífice ya no tiene qué decirle a las ovejas que rehúsan entrar al matadero. Es inevitable, la pirámide cultural se desmorona en su jerarquía, Anubis ya no sabe donde encontrar corazones para su balanza, por que los libros están en otra parte, son la maleza persistente de los potreros, son una suma lenta pero continua, y para estar al tanto, no basta estar sentado en una redacción ni esperar la llamada del agente literario. Es la ley natural; los alumnos se terminan burlando del profesor autoritario, la peluca del juez es comida por las polillas.

Pero antes de retirarse hay que prender fuego a la aldea, decir que la poesía se acaba, que está enferma, que no tiene “cura”, que le cortaron la luz. No señor, la poesía no se acaba, el pensamiento no se detiene, ocurre otra cosa: la sumisión es la que se acaba, ya no se necesita de la aprobación de un dealer literario para jugar al “mapa de la poesía chilena”, esa cartografía para señoras y seminaristas, que de ser repetida como un mantra, se ha llegado a pensar que es real.



 

 

 

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Agonía del Criticopithecus.
A propósito de la columna, "Eclipse de la poesía", de Ignacio Valente.
Por Felipe Moncada