Presencia del territorio en la poesía del Maule y Aconcagua
Exposición para el Encuentro de Escritores “Pedro Sienna”
San Fernando, 24-25-26 de mayo del 2012
Felipe Moncada Mijic
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¿Como vincular un territorio con una escritura?, esa quizás sea la pregunta de esta conversación. ¿Por qué elijo Aconcagua y Maule?, principalmente, por ser lugares con los que me vinculo vitalmente: he vivido en ambas regiones, he escrito gran parte de mis libros vinculado a sus paisajes, sus modos de subsistir y de hablar, y conozco poetas de ambos lugares, lo que me permite abordar de distintas maneras los motivos que nos convocan. Entonces esta conversación no aspira a ser académica, en el sentido de llevar a cabo una investigación erudita, sé que van a faltar autores o se van a escapar aristas en el análisis, pero quiero aprovechar los que voy a mencionar, para elaborar algunas conclusiones, y sobretodo, mostrar distintas maneras de relacionarse con un territorio.
Primer acercamiento
La idea de evocar la presencia del territorio en la poesía, nace de la lectura de una antología de poetas bolivianos de la región del Beni, región de pantanos, flamencos, garzas y campos arados por bueyes de poderosos cuernos, todo aquello lo sé por la lectura, pues no conozco el lugar, ni siquiera por fotografías, así, me pareció que la poesía cumplía cabalmente con una de sus posibilidades: evocar, crear imágenes de lo desconocido a través de las palabras, plantearse en un momento propio, más allá de representaciones o reproducciones gráficas, para dibujar a través de descripciones, percepciones subjetivas e imágenes poéticas. En la nombrada antología se reunían poemas con cien años de diferencia, lo que hacía patente el cambio en la mirada sobre el territorio, como desde un escenario básicamente postal, descriptivo, torna presencia un campesinado manso, para hacerse paulatinamente consciente de sus derechos sociales, dentro de una conciencia latinoamericana, capaz de enriquecer el paisaje rural, concebido solamente como una decoración de los salones.
El Maule
Si se hiciera una historia de las representaciones maulinas, descubriríamos un imaginario, que como fenómeno natural aspiran a “superar” las actuales generaciones, pero que requirió de un vigor fundacional para consolidarse. El Maule, tierra agrícola por excelencia, abonado por sus milenarios volcanes, con una población indígena rápidamente diezmada e incorporada a las labores de la hacienda, a la servidumbre del terrateniente, debía tener una importante componente de temáticas agrícolas y sociales.
Es así como nos encontramos con un Jorge González Bastías, que nació en la aldea de Nirivilo, estudió en el Liceo de Hombres de Talca, ejerció en Santiago como periodista, conoció la bohemia de principios del siglo XX, y finalmente eligió radicarse en la aldea de Infiernillo donde se dedicó a la política comunal, la agricultura y a cantar los oficios de sus habitantes y la naturaleza, en una opción de aislamiento con respecto al progreso, el que bajo la ilusión de bienestar y desarrollo se encargó de desforestar las riberas del río Maule y enriquecer a los inversionistas, que obviamente se retiraron a las mejores tierras, en una fábula ya demasiado conocida como para discutirla en esta conversación. De esa manera González Bastías evoca a los navegantes del Maule, los guanayes, con un dejo de melancolía de los trabajos hechos a escala humana frente al ferrocarril, símbolo de la industria, la velocidad, el deslumbramiento que precede a la pobreza. En su poesía hay retratos de gente apartada de la idea de éxito económico e individual, nos remite a una época de valores humanos, donde los protagonistas son las estaciones del año, la tierra, y un observador consciente que camina a paso lento, silbando, por algún sendero de las riberas. Así en su libro El Poema de las Tierras Pobres, publicado en Santiago el año 1924, ya nos narra un Maule amenazado por la gula de la sobreexplotación:
Una miseria nueva/ prendió en las hondonadas y en los cerros,/ arrasó los sembrados/ y los rebaños y los huertos.// El pobre se hizo miserable/ y el miserable, bandolero!// Hay espanto en los ojos/ de los niños labriegos/ que oyen a media noche/ clamores homicidas en el viento.// Hay espanto en los ojos de las madres/ que ya no arrullan con su canto el sueño/ del hijo, atormentadas/ por la vida sin término.// Hay espanto en los árboles/ que ya no sienten el afecto/ de aquellas manos buenas que les daban/ el agua en cántaros morenos.
Entonces si bien, por una parte hay una celebración de la naturaleza, por otro hay un lamento profundo por el destino de los campesinos frente a los intereses del progreso.
Una pulsión más apasionada encontramos en Pablo de Rokha, licantenino, criado a orillas del Mataquito, conoció la ruralidad desde la infancia, la vida de los arrieros acompañando a la cuadrilla de su padre a la cordillera de Los Andes, y es en esos viajes donde reúne la matriz de imágenes, que luego combinadas mediante las técnicas vanguardistas, darán sustrato a su poesía. El rechazo social lo siente en el seminario de Talca, donde se encuentra frente a una sociedad tradicional y clasista, abocada a mantener sus privilegios y diferencias mediante la apatía y la burla, de ese tiempo rememora Pablo de Rokha algunos fragmentos en su autobiografía en prosa poética El Amigo Piedra, mientras estudiaba en la Escuela Pública Nº3 de Talca, en el barrio norte de esa ciudad:
Entiendo amurallada a Talca, acorralada y polvorienta, entre sus grandes muros de piedra y ladrillo que se deshacen como adobes y sé que no hay murallas.// Su rigidez civil de armadura polvorosa, estupenda y de cota de mallas me impresiona terriblemente, pues la aldea, más blanda, más familiar, más linda, con los abuelos en su corazón, me modeló a la ribera del río con sentido fluvial de dioses con ojos verdes de agua. Talca es imperial, Talca es invernal, Talca es patronal y feudal para mi alma de niño de aldea.// Cuando yo paso, a caballo, por debajo de los puentes volados del ferrocarril o cuando el carretón de la panadería Barberis golpea la puerta del pasadizo en la mañana, comprendo mi rol urbano y me aterrorizo de sentirme, ante el portalón local de Talca, como un viajero que olvidó la posada, sí, la posada de sus antepasados...
La posterior relación de de Rokha con el territorio es bastante conocida, baste leer algunos fragmentos de la Epopeya de las Comidas y Bebidas de Chile, o de su Rotología del Poroto, extensos poemas donde describe costumbres e injusticias, para darse cuenta como crea un territorio propio, fundado más en el aroma y el paladar que por las fronteras espaciales o políticas, una especie de asociación libre basada en las similitudes y coincidencias de distintos pueblos, ciudades y aldeas, que Pablo de Rokha recorría a escala humana, vendiendo sus libros de puerta en puerta, trasladándose en viejos ferrocarriles de tercera, a pie, en lo que podríamos ver un viaje hacia el alma popular, más que hacia un determinado punto en el mapa. Así de Rokha se sale del espacio maulino, su punto de partida, y funda un territorio propio que se desplaza por sus particulares leyes, hacia una cazuela nogada en San Felipe, unas prietas con vino en Cobquecura, o unos chicharrones comidos en Catemu adentro, en una mediagua remecida por los vientos de la sierra.
Otro maulino donde la presencia del territorio es importante es Efraín Barquero, nacido en la localidad de Piedra Blanca en las cercanías de Curicó, y crecido en Constitución y Talca, tomó del río de las nieblas, su primera matriz de imágenes y su seudónimo. En Barquero los elementos genésicos forman un amasijo en que se pierde una territorialidad clara, pues a partir de elementos primordiales y ceremonias, aspira a crear una universalidad de símbolos, una atmósfera arquetípica en que se funden distintas razas, como lo son la herencia castiza y lo indígena, en sus particulares maneras de relacionarse con la naturaleza, pero que sin embargo poseen elementos comunes. A lo largo de la trayectoria de Barquero, y a pesar de haber transitado en países como Colombia, Cuba, México, China y Francia, encontró una manera de estar conectado siempre a las imágenes primitivas, mediante un simbolismo arquetípico de los elementos, es decir, su vínculo con un territorio mítico universaliza sus imágenes.
Menos conocido que los anteriormente nombrados es Alejandro Lavín. Nace en Nueva Imperial, recorre durante su infancia Carahue, Puerto Saavedra, las playas del furioso pacífico frente a Nehuentén, así se va llenando de imágenes silvestres y pluviales en una época donde los oficios se practicaban a la intemperie, en tierra de colonos y mapuches, la mítica frontera de límites siempre imprecisos. Luego viaja a Talca donde termina su educación escolar. Trabaja largos años de nochero en ferrocarriles, acompañado de nieblas, interminables lluvias, lecturas, escarcha y sol matutino, antes de dedicarse plenamente a la alfarería, en esa labor, buscando tierras para realizar sus aleaciones cerámicas, conoce el rulo costero, Purapel con su río de cuarzos, Cauquenes, Parral, Corinto, Toconey, así va desentrañando el territorio en su búsqueda de materias. Más tarde, cuando comienza a tallar y pulir la piedra, se pierde en las riberas silvestres del río Claro buscando sus materiales, entre garzas y colas de zorro, o arriba en el estero de Vilches o el río Maule con sus coloridas llanuras de granito. Y hacia el final de su vida, mientras camina entre los robles otoñales o por las sombrías copihueras, funde todos esos elementos en una poesía sorprendente, una extensión rítmica de su habla, culterana y rústica a la vez, donde la naturaleza, la música, la filosofía, son protagonistas de un monologo sembrado durante años de duro oficio, agregando al imaginario maulino una frescura de elementos que estuvieron siempre ahí, pero no se habían conjugado. Por ejemplo, en su poema Última Lectura en la Cantera, compara un paisaje rocoso impregnado de guano con una composición pictórica, que recorre desde las cavernas a Picasso:
¿Habéis cachado/ esos bloques de piedra/ parecidos a viejos libracos/ de ciencias ocultas?/ Apiladas perfílanse/ sus severas cubiertas/ de minuciosa/ maestría gótica/ Ni el Ingres mismo/ habría dibujado/ unas filigranas/ más hermosas/ en torno a sus desnudos/ ¡Pero pongan/ ojo muchachos!/ ¿Podrían ser/ esos lomos destrozados/ un nuevo mural/ de Guérnica/ en este sitio?/ Tal vez/ una distante estampida/ de rupestres cornúpetos/ que ha tratado/ de apaciguar el sol/ sin resultado alguno/ Yo/ por mi parte opino/ que en grabados líticos/ lo más lindo/ han sido/ las sugerentes sombras/ de unas manos posadas/ sobre los mamotretos/ del cuaternario
En otras oportunidades el poeta Lavín nombra lugares, y los mezcla con su oficio de alfarero, en su poema El Hacedor y su Terracota le habla a un caballo de barro cocido, bautizado por el fuego del horno, el que lleva todo el territorio de la provincia en la arcilla de su cuerpo:
Bermejo potro/ hijo de mi cochura/ olvida el puteo/ de tu pasado romántico/ Forjado estás/ con oropeles/ del río Purapel/ Glorioso te saqué/ del las fauces/ del chino dragón/ de mi horno cerámico/ No es justo/ que te maneje/ el tonto Morales/ Las piritas/ y el fuego te pintan/ rebelde y troyano/ metedor de pecho/ Con tus narices/de terrón pencahuino/ olisquea de nuevo/ el diente de león/ Tu relincho volcánico/ le da julepe a los quiques/ que se zampan los pollos/ Encumbra tu lomo/ de mondo cerro cauquenino/ Airea tu crin/ de cuarzo de Curanipe/ Levántate y lúcete/ en la parentela/de los ladrillos/ más duros de Pilén/ Tiñe con tu óxido/ estas palmas/ de viejo alfarero
Al sur del Maule se genera el grupo Ancoa, donde es el pintor Pedro Olmos uno de los más influyentes gestores, pues aporta al imaginario regional el tema de la abundancia campesina, las labores de cosecha, sus retratos de hombres y mujeres fuertes de manejar el arado, la trilla, o los temas históricos donde incorpora las figuras de los fundadores del territorio político. Dentro de ese grupo son Manuel Francisco Mesa Seco y Ema Jauch, quienes desarrollan una poesía ligada al Maule, y particularmente es Ema Jauch, quien a pesar de realizar largos viajes por Europa, Asia o la polinesia, retorna a sus paisajes de rulo costero pintado en la memoria, pues a pesar de su cosmopolitismo, apuesta a un arraigo, a crear un territorio humano hecho de vínculos basados en la creatividad, retornando a la figura del huerto, del patio, como pequeños lugares de comunión entre tanto tránsito.
No se podría dejar de mencionar brevemente otra tradición nacida en la región, el grupo La Mandrágora, estrechamente ligado a los ismos de principios del siglo XX, principalmente al surrealismo, y es que Talca, siendo una ciudad con aspiraciones aristocráticas, generalmente ha visto con buenos ojos lo que sucede en Europa, una extensión de la elite económica, para quienes lo propio es cosa de indios, mientras que el arte es siempre lo que sucede afuera. Además siempre serán oportunos los efluvios franceses para mirar hacia otro lado, penetrar la niebla metafísica y levitar sobre castillos de espejos, mientras el inquilinaje cultiva un pedazo de tierra prestado. Enrique Gómez Correa, Braulio Arenas, Teófilo Cid, Jorge Cáceres, y otros mandragóricos, nos ofrecieron ventanas hacia territorios estéticos, utilizando recursos importados de Francia, elaboraron miniaturas de sopor psicológico, paisajes mentales: cambiar el mundo y cambiar la vida, fue uno de los principios de la Poesía Negra, prodiga en manifiestos y teorizaciones, con vínculos al esoterismo, la cábala y alusiones al mundo de la locura y los mitos. Si bien se supieron mantener en un nimbo apolítico (a excepción de Braulio Arenas y su tardía admiración por el régimen de Pinochet), fueron un buen ejemplo de la asimilación de la vanguardia europea y su transformación en elemento decorativo, pues suprimieron el compromiso político con la revolución, como lo hiciera de distintos modos el movimiento de André Breton, ya sea militando, o en el contenido de los manifiestos.
Quedarán muchos poetas maulinos cuya relación con el territorio es notoria y se efectúa de distintas maneras: Manuel Francisco Mesa Seco, Matías Rafide, Naín Nómez, Bernardo González Koppmann, Alberto Navero, Mario Meléndez, Mario Verdugo, entre otros. Sobre este último me gustaría hacer algunas anotaciones.
Verdugo es periodista y doctor (c) en literatura, nacido en Talca. Participa de algunos proyectos en su ciudad de origen como la revista Río Arriba, en que trabaja junto al colectivo Puerto Crea, sobre la figura de varios escritores de la región: Juan Marín, Joaquín Cifuentes, Augusto Santelices, Hugo Correa, Lonko Kilapán, etc., quizás como una manera de escapar del lugar común de las citas sobre la maulinidad. Luego, en colaboración con el fotógrafo Héctor Labarca crean el libro Maula, en que intentan actualizar la mirada sobre el territorio a través de citas al criollista Mariano Latorre, leídas con el sarcasmo que pueden dar muchas décadas de distancia, y es que sobre Latorre pesa el estigma de ser un académico que se acerca al mundo campesino con un afán de entomólogo, realizando una mirada externa con un afán compositivo, más cercana a lo que ahora clasificaríamos como antropología cultural, pues retrata el habla, las costumbres, los paisajes de un mundo sobre el cual cuelga un enorme signo de interrogación, una especie de luna que alumbra la duda sobre un supuesto Maule profundo, sugiriendo la posibilidad de un montaje. Como señala Verdugo en el prólogo, uno de los objetivos de ese trabajo es “proponer lecturas situadas que problematicen la constante reafirmación pintoresca y majadera de una identidad concebida como esencial”, señala así su rechazo al estereotipo de territorio maulino, como una manipulación geopolítica y es ese espíritu el que gobierna también su Novela Terrígena, libro de poesía publicado por Ediciones Pequeño Dios, el año 2011. En él, a través de fragmentos numerados, que quizás se podrían entender como resúmenes o argumentos de posibles relatos, y que siempre hacen referencia a una acción imprecisa y muchas veces absurda, donde los nombres propios de lugares como almacenes, revistas agrícolas, localidades, variedades de hortalizas, animales, entre otros, sugieren contradicciones o paradojas con los objetos nombrados. Así se va amasando un paisaje en el que conviven claras anacronías y descontextos, donde citas a la cosmonáutica conviven con detalles sobre el ganado, o con siglas de instituciones o imaginarios grupos estéticos, así va bosquejando situaciones que podrían ser, como dice el autor:
5 Bocetos de la nueva objetividad/ como el gesto de acomodarse el/ sombrero ante las mampáras del/ almacén Las Golfas.
El territorio vuelve a aparecer en distintas situaciones:
38 Hacia la logia teosófica de/ don ignacio herrera sotomayor, silbando/ algo así como villancicos, por las calles/ del pueblo redactado//…48 Las hectáreas autoadhesivas donde/ planeaba construir un hangar para el/ mantenimiento de sondas no tripuladas//…65 Futurianos hirsutos que arrancaban en/ puntillas, dando muchísimo susto, por/ una especie de quinta prerrafaelista//…87 Su esplín mundonovista, desde El/ Galpón hasta las pléyades, desde Conti/ hasta indochina e intermedios
Así se combinan lugares como: un pueblo redactado, hectáreas autoadhesivas, una quinta prerrafaelista, localidades llamadas El Galpón, Conti, países lejanos como Indochina, en fin, una colección de lugares que funcionan como retazos habitables o lugares de paso, que podrían existir en un relato pendiente, pues los versos funcionan como apuntes de historias, los que muchas veces son cortados con violencia ya que la exposición de los hechos es lineal, descriptiva, pero sus componentes son extravagantes, exhibiendo muchas veces la caducidad de la visión criollista, pero construyendo a partir de fragmentos perdidos de esa visión, en un espacio con interferencias, como un escenario que se quiebra y se rearma aparentemente al azar. Es curioso hacer notar por último, que tanto Latorre como Verdugo, guardando la obvia distancia temporal, tienen una formación académica y conocimiento de sus respectivas corrientes literarias contemporáneas, pero mientras Latorre se aboca a construir escenarios con una “vocación de realidad”, Verdugo también utiliza el territorio, pero abandona la posibilidad de una imagen sólida de la maulinidad, optando por la evocación de posibilidades, escarbando entre los restos de la literatura y observando detalles extraños del entorno para componer sus escenas.
Aconcagua
En el caso del Valle de Aconcagua, principalmente en San Felipe y alrededores, los últimos años ha visto aparecer una serie de autores que no establecen relaciones muy claras con la escritura de los antecesores, léase Hermelo Arabena Wiliams, Carlos Ruiz Zaldívar, Bernardo Cruz, narradores como Ernesto Montenegro, o un historiador como Carlos Keller, entre otros, que si bien incorporan lo histórico y el paisaje, no ejercen influencia directa en los escritores venideros, en una especie de tradición truncada. Quizás la excepción sea Ruiz Zaldívar, que evoca el mundo de los bandoleros en cerros y quebradas de la precordillera, o bien en sus sonetos, como en el Romancero Heroico del Aconcagua, funda de alguna manera un territorio poético, aunque no ha sido continuado con similitud de forma.
El valle de Aconcagua es una franja fértil que bordea el río del mismo nombre, nacido de las quebradas del monte más alto de América, es un lugar rodeado de montañas, lleno de rinconadas y vallecitos laterales, fue apodado por los primeros españoles como “valle de Chile”, y desde antes, desde la cultura Aconcagua Salmón y el dominio incásico, fue importante por la extracción de minerales y el cultivo del maíz. Célebre por caciques como Michimalonco quien incendiara Santiago en 1512. Este lugar fue un enclave colonial tradicional, donde la presencia indígena se manifiesta en el ordenamiento de algunas aldeas como Putaendo o Calle Larga. Durante siglos ha sido motivo de distintos experimentos agrícolas, desde el originario maíz, pasando por el cáñamo que tuvo su final en la década de los 70, los parronales y frutales de exportación en el alborada del neoliberalismo, hasta las actuales paltas en terrenos no agrícolas como laderas de cerros, los que se mantienen a fuerza de forzar el regadío con el desastre natural que ello genera. A ese paisaje hay que agregar las largas jornadas laborales en los veranos y la peste de los pesticidas. De la flora y fauna original queda poco, grandes extensiones de espinos y algarrobos se convirtieron en leña, siguiendo el calco de la sobreexplotación de otras regiones, pero dejando una presencia inmaterial que aparecerá en muchos de los poetas actuales, como veremos a continuación.
El año 1997 aparece la antología Clepsidra en la ciudad de San Felipe, con el vínculo generacional de Azucena Caballero, en ella, un grupo de escritores jóvenes plantean un cambio de paradigma en la poesía local, ampliando la temática y conectándose con la escritura de otras regiones. La producción se hace más intensa desde el año 2000 en adelante, y la mayoría de los poetas antologados publican sus libros individuales, en ellos se encuentran vínculos a la poesía nacional (Teillier, Linh, Barquero, de Rokha), más que de la tradición local, el paisaje se hace protagonista de poéticas como la de Camilo Muró, Cristian Cruz, Patricio Serey, Víctor Hugo Saldívar y Carlos Hernández. Mientras en los dos primeros hay una estética de comarca, de isla en el mundo, que los relaciona con construcciones míticas, profundamente ligadas con la geografía y las estaciones; en los últimos la aldea es intervenida por elementos de la modernidad, y derechamente por elementos del neoliberalismo y el hecho que la belleza idílica se enturbia por fenómenos como el lenguaje irónico, la cultura chatarra, y los modos de vida que suceden con la agricultura en estos tiempos, preocupada de la optimización criminal de la tierra y luciendo una desprotección laboral, como en los mejores tiempo de la hacienda.
Me voy a detener, en Camilo Muró quien a la fecha tiene dos libros publicados: Álamo (2002) y Mi Preterir (2005), ambos por Ediciones Casa de Barro. Si bien sus poemas antologados en Clepsidra, bajo el título de El Poema se Levanta, mostraban una preocupación por temas históricos, enfocados en la figura del héroe romántico de la independencia, hace un rápido viraje hacia un estado nostálgico de la experiencia y un uso del paisaje que nos recuerda a veces la estética de lo sublime, pero con elementos naturales del valle de Aconcagua. En sus libros el paisaje de aldea es fundamental, pero con sus correspondientes actualizaciones, por ejemplo se habla de un hombre de campo sin amor al campo, como ocurre, sin ir más lejos, en las erradicaciones de los campamentos, que trasladan al habitante de una población periférica de una ciudad cualquiera a una ruralidad forzada y muchas veces al descampado, en un páramo solar, al golpe de los vientos, en una intemperie a la que el sujeto traslada su cultura citadina, alimentada por los mass media y ahí se ve obligado a relacionarse y sobrevivir en un choque natural parecido al de todos los desplazados del mundo. Cuando conocí a Camilo, vivía en una población de esas, en la localidad de Calle Larga, aldea de Almendral: una ramificación urbanística logró construir una población en medio del valle, de manera que la montaña entraba por la ventana de la casa con sus infinitos cambios de luces, mientras los gansos se bañaban en una pileta bajo un duraznero y los vecinos escuchaban en la radio la música del momento. Así, fiel a la experiencia, el paisaje y su componente de choque social son elementos importantes en la poesía de Camilo Muró, por ejemplo en su poema Ritual de los Sueños, del libro Álamo, nos habla de sacrificios ancestrales o cuatreros en un ambiente onírico:
Dejemos que la bestia se desangre sola/ en el corral oculto entre los espinos;/ no seremos más cómplices que los poemas/ alumbrados por el invierno de la aldea.// Nos detendremos en el sendero/ a esperar el mensajero del norte;/ una señal en el monte, un fuego quizás/ nos lo traerá veloz por los campos de almendros;// la bestia agonizante a nadie le indicará/ el poema que cargamos en el pecho;// el mensajero no se detiene por nadie, el poema debe seguirlo entonces;// caemos al corral del cual huimos tras el ritual/ nos repetimos que nuestra alma sigue pura,/ que de nada somos cómplices.
Es el pasado con la presencia incaica o la actualidad clandestina la que revive en los territorios, más allá de las panderetas de las islas urbanas, así se crea un lar atravesado siempre por la melancolía de la belleza en su estado de amenaza por el progreso:
Bebo el vino untado en charqui,/ esto se convierte en un sueño conocido y necesario/ en el país honesto y real que me he formado;// me despido del valle.
En su libro Mi Preterir aumenta el clima trágico y el lenguaje se hace brusco, menos narrativo, utiliza elementos del habla local, arcaísmos, se vuelve una atmósfera mucho más densa en el relato visceral y turbio, pero siempre con la visión de la belleza como una alucinación o visión de los paisajes que desaparecen. El párrafo que transcribo comienza con una cita a la única novela de Iván Teillier y es una especie de despedida de la aldea, de todas las aldeas, de la idea de habitar una aldea con su naturaleza agreste de animales en el patio, para ello Camilo utiliza un lenguaje que se torna violento ante la expulsión de ese segundo paraíso que es el lar:
Como un decaído son de piano silvestre/ se me va la naturaleza que tanto amo,/ se apaga de hambre la voz de los gansos en el patio/ la sangría poderosa de la hierba en el patio,/ la voluntad perra del hombre en sus destrucciones;/ de todo esto el canto agoniza,/ el canto como palabrón verdadero hasta sacarme las uñas,/ el canto como único remedio para no desahuciarme en la misma voluntad,/ todo mal hecho en el epílogo de las palabras/ que sin ser diminutivas jamás en mis años/ alcanzaron a decirme algo/ con la claridad de las montañas que prevalecerán / por encima nuestro/ como para olvidar que moriré y en mi/ y en los años la mal parida ruca en la que te alojas/ sucumbirá ante los grandes troncos vencedores.
Se trata de un canto de agonía, del avance de las destrucción sobre la villa rural, sobre el tiempo manso de ver luz en los callejones de quinchos, en esa congoja se lamenta de la pérdida que persigue al sujeto por haber extraviado su lenguaje, su pequeña patria de remanso, por ser cada prójimo un habitante de la Babel tercermundista y apocalíptico en su ignorancia de rechazar el terruño, el que ya no es mítico, pues se ha vendido en oscuras transacciones, el paisaje se hizo leña y el poeta derrama su copa con un gesto de asco. Así Camilo deja un registro de la pérdida.
Punto aparte merece Marco López, quien ha publicado dos libros de narrativa y uno de poesía, pero en todos ellos mantiene y desarrolla la presencia de elementos fantásticos a partir del territorio cotidiano, en su caso Petorca y Putaendo. Lejos de poner límites físicos a su mundo, se esfuerza en incorporar lo sobrenatural, lo incomprensible y con ello escapar de los márgenes racionales y lograr la fuga mental, pero siempre fiel a los elementos cotidianos, la taza de café en las noches, la lluvia que espera tras los vidrios, los viajes en micro. Para llegar a lo inesperado teje una atmósfera de elementos comunes, solamente así es efectiva la sorpresa.
Todos los autores mencionados tuvieron una infancia en pequeñas comunidades del Aconcagua, diáfano por dejar ver sus lejanías nevadas, fértil en sus valles inclinados, todos han visto una rápida modificación del entorno, un desaparecer de modos de vida en función de una producción agrícola y minera. Las raíces indígenas se mantienen vivas, a diferencia del Maule, por ejemplo en las cofradías de bailes chinos de toda la quinta región, lo que permite un intercambio cultural dentro de los márgenes de la fe cristiana y su hibridación con rituales precolombinos. De esto último da cuenta Lautaro Condell en su novela La Virgen del Cáñamo, en la cual transfigura el sentido de lo sagrado y lo pagano, en un monte imaginado boca abajo, pero con una fuerte metáfora al pasado cañamero del Aconcagua. Cada uno de estos autores daría para un largo análisis sobre la importancia de la geografía física y humana en sus escrituras.
Cerrando el círculo
Hemos revisado autores que se relacionan de distinta manera con el territorio, ya sea a través de la experiencia del paisaje, del territorio hablado, e inclusive de la imaginación y la ficción. Ni siquiera nos hemos asomado a la gran densidad que nos ofrece en la actualidad la poesía mapuche, o los poetas que se sitúan desde el norte chileno, el desierto, o aquellos para los cuales el territorio es la ciudad, el barrio o el encierro de la cárcel, las poéticas en que el territorio trata de equipararse en su tamaño con la obra, como es el caso de Canto General en Neruda, o la obra de Zurita. Podríamos indagar en la poesía de Magallanes con su aislamiento trágico de vientos y matanzas, ahí están Rolando Cárdenas, Juan Pablo Riveros, Aristóteles España, Christian Formoso. ¿Y qué hay de los poetas de Valparaíso en su eterno tránsito?, Gonzalo Rojas de Miseria del Hombre, Ennio Moltedo, Juan Cameron, o el larismo de los colonos en la Araucanía. Creo que sería interminable el tema del territorio en la poesía chilena, pues está presente desde su fundación. Sirva este breve apunte de esbozo, para que alguien con más conocimiento y tiempo, desentrañe esa larga cordillera de libros que a veces parecieran haber nacido en país de ciegos y sordos, con el perdón de ambos, por el silencio que los rodea.