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A LA VANGUARDIA DE LA INCERTIDUMBRE
«El niño alcalde» de Marcelo Mellado, Editorial Hueders, 2019

Por Felipe Moncada
 Leído en “Casa Plan” de Valparaíso, el 29 de agosto de 2019.



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El satírico es pasado de rollo, ¿de dónde provendrá este caballero?
Yo ni lo trago ni lo vomito. A lo mejor entre la infinidad de cosas que dice
el satírico, debe haber alguna verdad? (…) El satírico es carepalo,
choro de cana e incluso antisistema.

Víctor Hugo Saldívar


Distinguida dama, señor alcalde de la Ilustre Municipalidad de Catapilco, queridos macheteros de barrio Puerto, miembros de la bohemia, desocupados lectores de La Estrella, casi ciudadanos ilustres, pasajeros del carro de la victoria, conciudadanes todes:

Comparezco en esta silla para declarar que en sus Apuntes para una historia de la sátira, Joaquín Rubió y Ors —un olvidado conferencista español de finales del siglo XIX— dudaba de la capacidad de la burla como corrector moral de la sociedad, su razonamiento, según recuerdo, era más o menos así: en caso de que los destinatarios de la burla lean el texto, o no se sentirán aludidos, o reaccionarán con indignación, o reducirán moralmente al sátiro para invalidar su elocuencia, por ejemplo buscando fisuras en su tejado de vidrio, pero en ningún caso surgirá una duda sobre su propia conducta. Entonces, uno se podría preguntar ¿para qué invertir creatividad, tiempo e imaginación, en darle palos a quien nunca se cuestionará su proceder?, y bueno, responder eso sería explicar la poética del discurso, o desconsiderar la literatura como ajuste de cuentas, o desconocer el placer del humor cuando es la única herramienta para bajar a los dioses del Olimpo, o al menos de la punta del cerro. 

El libro que hoy se presenta nos habla de una ciudad patrimonial que se pudre, se quema, o ambas cosas, habla de la construcción de un discurso ciudadanístico y participativo, de una democracia asambleísta que apela a emergentes organizaciones sociales. Además caricaturiza a un grupo de afuerinos oportunistas que urden un plan retórico y publicitario para instalarse en una alcaldía, y a partir de eso, proyectar una escalada política de poder a nivel nacional, ¿les suena familiar esta historia?, cualquier similitud con la realidad es más que obvia. Como invitado a presentar esta obra, me excuso de ponerme del lado del caricaturista o la caricatura, tampoco es relevante creo, pues sucede que cualquier política local mirada desde fuera de los muros de la ciudad, puede parecer tan lejana como la trama de un ajeno conventillo olvidado al interior de una novela social. 

Creo que este niño alcalde se instala en la tradición de los discursos incorrectos o extravagantes, cerquita de la sofística del Elogio de la mosca de Luciano de Samóstata, o del Elogio de la locura de Erasmo. El hablante lírico, llamémosle así, de este delirante monólogo, se presenta como un ex dirigente social que quedó colgando de algunas hilachas de discursos apaleados, y que ha derivado en una especie de predicador independiente que se gana la vida limpiando pescados, a la vez que jura a cada rato estar saliendo del hoyo en el cual se hunde más y más a medida que avanzan las páginas. El único momento en que se autodenomina, lo hace sindicándose como el payaso rabotril, asignándose así la categoría de ansioso y carente de seriedad, en una especie de medieval máscara de la locura, ¿cuál es la ventaja de usarla? quien se la ponga puede decir lo que se le venga a la mente de manera impune, claro, a costa de su patada en la raja de la polis, más no de su plaza de prédica. El payaso se excluye del poder al exhibir descaradamente su nariz absurda y su lengua disparatada, pero entre broma y broma la verdad asoma, al menos la verdad particular del hablante, que ve en todo intento político un ansia de instalación en el tablero, cito: desde este púlpito humilde y callejero, cabrito, yo solo te pido una peguita poca, solo para la sobrevivencia, dame algunas funciones transitorias más que sea, por último algo así como asesor político cultural y que me pague alguna corporación municipal o un departamento edilicio

Algo me advirtió el autor sobre este libro y una hipotética relación con la poesía, así que exploraré superficialmente por ahí. Si nos vamos a las definiciones clásicas, antes que todo se decontruya y volvamos a los átomos primordiales, la sátira y la poesía parecen provenir de la misma tribu. El latino Lucilo afirmaba que la sátira es un poema de ritmo narrativo, de desarrollo a menudo dramático, incluso de vivos contrastes. (…) la unión de la burla mordaz y la lección moral. Otra definición de la sátira, más reciente pero no por ello menos clásica, proviene de Gilbert Highet: y dice que “la sátira poética es un género brutalmente realista, que usa un vocabulario amplio, con muchos elementos coloquiales, vulgares e incluso groseros, que cubre una temática amplia, pero centrada en los vicios y defectos del hombre y la sociedad, por medio de la irrisión. Que se trata de un género violento y cruel en su expresión, que usa parodias, chistes obscenos, expresiones vulgares, entre otros recursos, para zaherir a los necios y bribones, pero diciendo las cosas de manera ambigua, irónica, para evitar las restricciones de la censura. Hasta ahí esa definición, pero ¿quiénes son los necios y bribones?, eso queda al gusto del consumidor.

Al leer el niño alcalde, recordé la prosa, o poesía, o ritmo, o vaya a saber qué, del fallecido escritor vagabundo santiaguino, conocido como el Divino Anticristo, ustedes lo recordarán quizás por el uso y abuso de su imagen por parte del The Clinic. Aquel delirante escritor recorría la ciudad de Santiago con un carrito de supermercado, mientras vendía sus obras en formato hoja de oficio corcheteada, fotocopias de sus manuscritos y portadas tipografiadas a lápiz pasta, aún conservo algunas de sus obras con alucinadas teorías de catástrofe global, lamentablemente cada vez menos alucinadas. Pienso un poco en su venta como ícono freak, en este hipercapitalismo que todo lo asimila y me pregunto ¿qué hubiera pasado si hubiera manejado las leyes del lobby y la sociabilidad literaria?, capaz hubiera sido nuestro Aristófanes pos utópico, o pre apocalíptico, quién sabe. ¿En qué considero que coincide con el hablante del niño alcalde?, en los “neologisísimos” insistentes, en la chuchada justa y espontánea, en las diatribas contra el enemigo omnipresente, en la formación de un lenguaje propio producto de su encierro y obstinado convencimiento. Esos elementos también se hacen presentes en el discurso de este profeta porteño, que cual mesías autodidacta, pretende encausar a un pueblo que no se lo ha pedido. Por ahí anda también el Cristo de Elqui, con su mesianismo naturalista y marginal y sus recomendaciones a los demás a partir de sí mismo, algo hay de aquel hablante parriano que despotrica contra fulano y zutano por ir contra el recto camino, y que terminará macheteando una moneda para comprarse los remedios. Y si seguimos escarbando un poco en la poesía chilena, hacia la lírica ya no impostada por el recurso dramático, podemos asociar este modo de escritura a la lírica torrencial de Pablo de Rokha cuando se pone rojo al hueso y canta barítonamente sobre multitudes obreras en el papel roneo, con la seguridad de un patriarca surrealista y recién salido de los volcanes. Me perdonará el “padre violento” por sacarlo a bailar aquí, pero ese ritmo desenfrenado producto de la convicción y la habilidad retórica, también se hace presente en el profeta que construye Mellado, en esas reiteraciones que son la opción estética de virtuosismo verbal por parte de nuestro barroco furioso, y que en este payaso exiliado del carro de la victoria, es su ritmo de pelar cable. Volvamos al niño alcalde, especulaciones de estilo cada cual librará según su norte. 

La política es sin duda el punto cardinal que la lleva en este libro, o más bien la imposibilidad de la política, el fracaso de la política, o la política como encubrimiento beatico de aspiraciones personales de bienestar, mientras los supuestos interpretados, el pueblo de antaño, las organizaciones ciudadanas del ahora, son el trampolín en el que saltan los operadores políticos para caer parados en sus cargos públicos, de los cuales solo saldrán con espátula o con cargos de corrupción en contra. Esa podría ser una síntesis de los discursos que giran reiterándose y buscando variantes expresivas y estéticas, sacando carcajadas en el camino, so peligro de no parar de reírse, desbocarse y quedar con la mandíbula paralizada pidiendo asistencia médica. La incomodidad que pueda causar esta literatura en quienes creen en lo participativo puede ser el precio de quien deconstruye un discurso en formación y devela sus fatigas prematuras, si un escritor hace esto se le tildará de sabotaje, si lo hace un ingeniero se prevendría probablemente la caída de un puente. El lenguaje cuestionado aquí pasa por sospechar de las fórmulas, como la de echar a la olla palabras como territorio, patrimonio, ciudadanía, participación, políticas públicas, organizaciones comunitarias, entre otros conceptos, y repetir, repetir, hasta que duela, hasta que la masa retórica se vuelva inocua e incuestionablemente correcta, para así llegar al cargo deseado.

Hace tiempo Mellado nos tiene acostumbrado a sus batallas satíricas, sus molinos de viento han sido ciertos poetas etílicos, las instituciones de la pequeña provincia, las micropolíticas culturales, entre otros blancos, y mientras algunos ven ahí actos de resistencia, otros pueden ver impostura o prepotencia. Parece funcionar como reloj la ley de la moneda: dónde uno ve cara otro ve sello, donde uno ve un puerto podrido otro ve una ciudad fantástica, dónde uno ve intenciones de articulación social, otro ve instrumentalización, dónde uno ve liderazgos para mejorar la calidad de vida, otro ve cacicajes rancios; y parece no haber una mirada, ni la tierna, ni la sarcástica, ni la engrupida, a la que le corresponda imponerse y en esa tensión transcurren kilómetros de palabras enredadas en retórica, gastamos saliva, argumentos e ironías, definimos y des definimos lo que es la literatura, y todo queda igual, el señor en su castillo y el zarrapastroso en su mediagua. Y si cualquier obra o acto tiene su retórica que le apalea, el llamado parece ser seguir transmitiendo cada cual en su frecuencia, total (Parra dixit) “aquí no se respeta ni la ley de la selva”.

Para finalizar haré un pequeño zapping por quienes causan la ira de este hablante, cito textual de distintas páginas del libro: 

“la política (que) llega a destruir lo que la comunidad ha creado sin los límites ideológicos”, “el maraqueo de la expectativa laboral y su respectivo lobby o lameculismo”, “los putos de la política que lo hacen todo como si estuvieran en situación de negociación”, “tanto aparecido de último minuto, igual que pinocho que se subió al final al vagón de los golpistas y terminó de protagonista”, “los ingenuamente estúpidos somos los que definimos las grandes rutas de la emancipación”, “ese espíritu de horda tribal con vocación de winer”, “esa cantinela progre al pedo de la diversidad que justifica el mariconeo y el carrete madrugador, y el meadero municipal carnavalesco”, “los modos aguatonados del poder”, “los operadores rancios de la puta provincia”, “esta generación que lo tuvo todo, que rentaron de la lucha que dieron otros”, “el pendejismo mesiánico que tiene una inmensa vocación de insaciabilidad institucional”.

Esa es parte de la galería que desfila en estas breves pero filosas páginas, impera la convicción de que el poder es en gran parte un asunto de retórica y manipulación, y a la retórica del poder se contesta con la retórica del payaso, que se declara “a la vanguardia de la incertidumbre”. 

Si busca una lectura políticamente correcta, si no quiere meterse en camisa de once varas, aléjese inmediatamente de este libro, pues contiene una alta dosis de acidez y humor negro, algo poco conveniente si quiere quedar bien con moros y cristianos.



 

 

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