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SI MAÑANA LLUEVE. OBRA ESCOGIDA DE HURÓN MAGMA
Ediciones Bogavantes, Valparaíso, 2018. Selección y Prólogo de Ricardo Herrera Alarcón
Por Felipe Moncada
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Si mañana llueve, reúne una selección de textos de los libros publicados hasta ahora por el poeta residente en Cunco (región de la Araucanía) Hurón Magma, e incluye además una sección con poemas inéditos. Los libros compilados son Palomas de lluvia (1985), El árbol de los sueños (1998), Los cuentos de Ariadna y otros poemas (2009), además de una serie de poemas inéditos.
Hay en su primera poesía una lucha asfixiada, un grito social de época, que en los años 80 de nuestro país, son sinónimo de oscuridad y terror político. En esa lluvia cerrada de ese tiempo se vislumbran algunos símbolos de libertad, la unidad, el pan, el amor a pesar de la prisión o la tortura, la soledad en los pueblos apartados. Su actitud por entonces es sinónimo de respirar un aire fresco en la época donde se consumó la venta del país y en la cual nuestro poeta comenzó a escribir y a declamar públicamente. Cito un fragmento de su primer libro: ¡Oh dólar, dios todopoderoso! / tú que todo lo puedes, / ¿por qué nos has traicionado? / ¿Dónde están los hombres del norte? / ¿Dónde están los hombres del sur? Ese poema finaliza con un impulso que invoca a un renacimiento colectivo, a construir una alternativa a ese tiempo de verdugos. Hay esperanza allí en una palabra nueva, en una semilla que no sea de aniquilamiento mutuo y total.
En su segundo libro, de 1998, hay ya un apaciguamiento del contexto político y comienzan a aparecer con mayor naturalidad los símbolos queridos, hay un volcamiento hacia la intimidad, hacia la relación de pareja, escenifica en los cuerpos un territorio de ríos, de cascadas, hay un erotismo en que el cuerpo del sur de Chile respira y es capaz de amar, es el regreso a un tiempo propio, estetizado en las simples cosas y que se resume en pequeñas situaciones que bordean lo mágico, o lo fantástico. Y es que lo cotidiano asume un aire de irrealidad, en que el viento y la soledad adquieren más relevancia que lo histórico o lo personal. Aparecen ahí también las “hojas de homenaje” que son poemas-diálogos, con personas importantes para el autor, escritores, amigos, familiares, que van cuajando su núcleo afectivo, estético, hacia su genealogía y su terruño de origen.
Sobre el libro que continúa en la lista de este brevísimo recuento: Los cuentos de Ariadna y otros poemas, hace algunos años escribí un ensayo, que derivó en una investigación de la presencia del bosque en la poesía chilena, o en parte de ella. Pienso que algo similar se podría hacer a partir de la lluvia como elemento, como escenario: podríamos mencionar las monedas frías en la camisa de Teillier; o la lluvia de los desamparados vista por Pezoa Véliz desde un hospital; o la lluvia que ojala no terminara nunca de Pablo de Rokha, o la tristeza sin objeto que siempre llega con la lluvia de Luis Riffo. Da para perderse en infinitas representaciones. El bosque y la lluvia, son dos, de los muchos elementos arquetípicos que se van transformando en los símbolos queridos del poeta, así uno entra en esta obra reunida y entra a patios de cerezos, manzanos, cocinas a leña, siente el viento, la humedad, ve el trigo maduro, los potreros, los trenes, las carretas con carbón, siente el olor de la leña húmeda y de las ciruelas maduras, recuerda la infancia, añora la tibieza de la compañera, recuerda la omniprescencia de la muerte, siente el peso del vino. Quizás, son simplemente los lugares queridos —esos que permanecen sin vociferar durante el paso del tiempo, pero que sin embargo ofrecen un refugio—, los que finalmente se repiten como un mantra frente a la pérdida de una imagen primigenia del mundo.
Vuelvo a leer en la actualidad el poema Los cuentos de Ariadna y predomina la sensación de que no envejece, de que es el guion perfecto para una cantata, o quién sabe; una ópera-rock, una animación, un cortometraje, una pieza de danza; pues tiene un ritmo, una continuidad que es una cortina de lluvia en una infinita tarde del sur. Persiste su velocidad, su ritmo de imágenes a veces vanguardistas, y —lamentablemente— persiste también vigente su tema fundamental, que según mi modo de ver, es la ruptura del género humano con la naturaleza, como bien lo sintetiza al final del extenso poema, cito: … el viento del oriente alzó su voz / y mientras el viento hablaba / nosotros temblábamos: / habíamos talado el primer / árbol del bosque azul / y estábamos condenados / a buscar a Ariadna para siempre. Y aquí Ariadna simboliza —también— la inocencia, la vida en la cabalidad de sus sentidos.
En la sección “otros poemas” de ese libro, así como en los poemas inéditos, hay una descripción de la cotidianeidad que se va llenando de pequeños detalles, que conectan lo mundano con otros planos de la realidad, así, por ejemplo, en el poema “Cenicero” puede decir el poeta con naturalidad: Los caballos se guarecen en el bosque / mientras nosotros / buscamos estrellas en el fondo de nuestros vasos, / el espejo repite tu rostro en el mío / y mi memoria se abre como una herida. / El cenicero es un montón de árboles mutilados.
Imagino que debe haber una lectura de Hurón desde la ecología, la ecocrítica y deslizo una pregunta (a mí mismo): ¿leen poesía los activistas ambientales, la necesitan, la consideran? O al revés, ¿se interesan los poetas por el estado de la naturaleza, más allá de ser una reserva de bellas imágenes? No lo sé. Ideología y poesía nunca se han llevado sin fricciones, por algo el lenguaje libre de la poesía —abierto aún a la imaginación, a lo subjetivo, a los sentidos— no es traducible a los postulados —sean razonables o no— de una teoría, y de ahí que los intentos de llevar un cuerpo teórico formal, a la literatura, produzca tantos desastres expresivos. Más allá de eso, escritura impregnada de esta sensibilidad se hace cada día más urgente, creo, según el apetito de aguas, tierras y los mal llamados “recursos”. En Chile, esta poesía escrita con los sentidos abiertos al entorno, es deudora entre tantos, del imperialino Juvencio Valle, quien lleno de líquenes se conserva en el corazón de cierta poesía vegetal y sureña, en esa línea considero fundamentales a autores como Nicanor Parra, Elicura Chihuailaf, Leonel Lienlaf y un largo etcétera muy disímil en estilo pero cercano en contenido. Voces que claman por no sacrificar nuestro entorno real por la abstracción del dinero y lo virtual. A propósito, cito algunas ideas del investigador Niall Binns [1] : “el trastorno ecológico no deja de ser un trastorno lingüístico y literario más profundo. Grandes símbolos aparentemente intemporales (el mar, el río, la lluvia, el aire, el bosque, la tierra) se están contaminando y agotando, como discursos difícilmente renovables, al ritmo de la depredación planetaria”. Leo en la poesía de Hurón una fina urdiembre de estos símbolos, pero también una denuncia, y a la vez la aceptación del castigo del bosque, por nuestra brutalidad como especie que depreda, que utiliza lo que le sirve y luego lo bota en ese “sitio”, que a falta de un nombre geográfico, se le denomina pobreza.
Si mañana llueve, se titula esta antología. Y cuando comienzo a anotar estas impresiones, llega la lluvia a Valparaíso, y lo que veo es la bahía con agua enrojecida, turbia de tierra arrastrada al mar, laderas húmedas a punto de desprenderse de las quebradas, una sinfonía cubista de techos de zinc, cascadas sin peces, eriazos de maleza seca donde parece respirar al fin el cansancio del otoño. Muy distinto quizás, a los símbolos que Hurón transmite en su poética. Abro al azar el libro y leo: La lluvia galopa sobre el techo de la casa, / la niña tira sus muñecas sobre la alfombra, / la locura del puelche se cuela por las rendijas, / la mesa está preparada para la once del sábado, / el pan sale del horno / mientras tu mirada me pide un momento, / la lluvia se pierde en el sendero / y nosotros contemplamos a través de la ventana / que da al patio lleno de cerezos. Hay una contemplación desde ese espacio protegido que es el hogar, pues el contraste grande entre a furia del viento puelche y las muñecas sobre la alfombra, hacen frágil y resistente a la vez esa armonía entre niñez protegida e intemperie.
Quizás cultivar un jardín de símbolos y caminar por ahí, por el propio laberinto, es una tarea que demora toda la vida de un escritor, ya esté construido por sus miserias o logros personales, por su origen social, por su territorio, por sus ancestros, por sus filias o fobias. A propósito, me gustaría citar un fragmento de Teillier del artículo “Juvencio Valle o el gran teatro del bosque”, ante las críticas de los contemporáneos ante su estética, cuando este recibe el Premio Nacional en 1966: “Pero el que haya escritores que viven alienados por la sociedad industrial y reflejen esta alienación en su obra, no significa necesariamente que un poeta deba renunciar a la creación de su propio espacio libre, de una obra que permita a muchos respirar y vivir mejor, no como en un juego gratuito de evasión, sino como penetración en un mundo otro.”
La presencia de la familia también es notoria en esta reunión de textos, este “mundo otro” de Hurón. Los poemas dedicados a su hija o a su padre, dan cuenta de un modo de continuidad en el tiempo. Me permito recordar una anécdota al respecto: Conversando en Chiloé con un comunero huilliche, tuve la oportunidad de oír su visión de la familia para su cultura, el hombre se enorgullecía de que sus hijos no se habían tentado con la vida en la ciudad, y comparaba a la familia con un bosque, en que los árboles viejos van cayendo para dar espacio a los renovales, para nutrirlos, con la muerte como parte de esa continuidad, pues hay protección del dintel para los brotes, pero luego son estos los que crecen y reemplazan a los adultos, pero lo que sobrevive finalmente, si es que sobrevive, es la especie, la familia, no el individuo, y mucho de eso veo en la poesía terrestre de Hurón, lejana del vacío posmoque se entretiene con variaciones huecas de estereotipos, o con reproducir doctrinas al uso y sin aroma. Hurón, a su manera, a esa persistencia de la sangre le llama “rotación”, cito el poema con ese nombre: Gira, gira sobre el carbón ardiendo, / se cortan las cadenas de los mostos / y estamos libres de penas y de encierros. / Mi padre Tito Añazco me cuenta historias / mientras alzamos la alegría del verano. / Aquí estamos mi padre y yo / mientras gira y gira el mundo sobre el carbón ardiendo.
Termino acá esta presentación, con la sensación de quedar a medio camino, con ganas de volver a releer estos textos y de haber servido de puente a que otros los lean y se trasladen a estas atmósferas cargadas, tanto de tensión como de epifanía.
Valparaíso, 31 de mayo 2018
[1] Citado a su vez en NOTAS SOBRE ECOCRÍTICA Y POESÍA CHILENA, Mauricio Ostria.