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UNA POLIFONÍA DE LA MEMORIA
LA PAVA, NOVELA DE MANDY GUTMANN
Por
Felipe Moncada Mijic
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Es frecuente oír en el ámbito literario, que en Chile ha faltado la “gran” novela de la dictadura, reiterándose un poco la esperanza en hallar un relato totalizante y clarificador, pero por otra parte está la visión de que el desarrollo y consecuencias de ese período histórico, está diseminado en un sin número de obras narrativas y testimoniales que abordan el tema, pero de una manera oblicua, desarrollando los matices más que el retrato frontal de la historia; y es en ese segundo ámbito, donde creo que La Pava toca fibras que estaban pendientes, como lo son las consecuencias del período autoritario en la infancia, o más precisamente, el hecho de crecer en un mundo de adultos fragmentados, que han perdido la memoria, que usan eufemismos para referirse a hechos históricos, o que la urgencia de resolver la sobrevivencia cotidiana, no les deja fuerzas para resolver el pasado.
En el plano formal, se trata de una novela escrita en polifonía de voces; tres niños de una localidad rural, una mujer de la tercera edad, una joven santiaguina en pleno vértigo de la resistencia a Pinochet, y una sexta voz —masculina— que se desliza mediante postales y que otorga una mirada extranjera a la situación narrada, la fuga del viajero romántico que pone distancia a la estática realidad de las normas sociales. Este formato de distintos hablantes es un pie forzado que requiere despersonalizarse y proyectar la idea de un otro con gran penetración sicológica para poder funcionar con naturalidad. Si bien la mayoría de estas voces surgen dentro del modo de vida pueblerino, niños de aldea rural marcados por la sombra de la historia, la excepción, el contraste que otorga profundidad al relato, es la voz de una mujer de la metrópoli, situada en el pasado, ya que en ella se concentra la tensión, como un fantasma clave dentro de la historia.
A medida que avanzan los capítulos, avanzan paralelamente muchas historias que son como fugas del tronco central: la obsesión de la protagonista por su madre desaparecida, una adolescente que cae frecuentemente en estados oníricos, con una visión muy particular de la realidad; la amistad de dos niños, mezclada con el inicio del deseo sexual y todas las alteraciones de ello; la resistencia contra la dictadura, su vértigo y su desastre en la vida familiar; la violencia intrafamiliar en el mundo rural, la presencia y ausencia de vidas rotas, fragmentadas, con zonas oscuras; pero ante todas estas ramificaciones empuja la persistencia de la vida, su corriente caótica de turbulencia en movimiento.
Como es frecuente en Chile, un terremoto ha modificado la vida de la aldea, y gracias a eso han llegado forasteros, entre ellos un perito forense encargado de reordenar los restos del cementerio, y con estos forasteros una fisura se instala en las costumbres y aspiraciones de los antiguos habitantes. Es fuerte esa imagen de reconstruir un cementerio devastado por un terremoto, pues funciona por proyección como imagen de un país edificado sobre muertos sin tumbas, esos huesos confundidos por un desastre natural, pero que evocan de manera casi directa a los detenidos desaparecidos de la dictadura.
En el documental “Nostalgia de la luz”, de Patricio Guzmán, se contrapone el trabajo de astrónomos que buscan información en estrellas y galaxias lejanas lejanas, desde el Desierto de Atacama; con mujeres que buscan restos de familiares asesinados por militares, bajo de la misma arena que sostiene los observatorios, poniendo en evidencia la distancia astronómica, valga la redundancia, entre las realidades de personas que se cruzan a diario en una carretera. En una de las escenas finales de la novela, la Pava, llega hasta el desierto —acompañada de una pareja— en búsqueda de su madre, y se encuentran con algunas de estas personas que persisten en buscar a sus parientes sin ninguna certeza, casi como un acto ritual de respeto por sus muertos, un simbolismo quizás, que permite soportar un luto indefinido. Entonces, la niña y sus acompañantes se acercan a una mujer y le preguntan si ha visto a cierta persona, lo que provoca la escena de confusión que reproduzco a continuación:
“Nos acercamos a la primera mujer. Tendrá unos sesenta años. En su sombrero brilla una flor plástica azul. Cuando nos ve, sigue escarbando sin decir una palabra. Seguro que piensa que somos curiosos que vienen a distraerla o a reírse de ella. Lleva puestos bototos y una falda de un amarillo desteñido.
—Hola, cómo le va señora— le dice María José.
La mujer nos dice hola y sigue escarbando. —Aquí estamos— dice.
—Perdone por molestarla— dice María José. —¿Pero nos puede dar un minutito? Estamos buscando a alguien—.
La señora se levanta del suelo, con la mano en la espalda. Años de buscar en la tierra la han encorvado. —Ay, m’hija— dice. —Todas estamos buscando a alguien. No creo que te pueda ayudar. ¿Qué quieres: una mandíbula, un pedazo de chaleco endurecido como palo, un diente? He encontrado pedacitos de huesos aquí por allá, pero es difícil saber a quién pertenecen.”
En la escena, María José, la persona que acompaña a la Pava, pregunta por una persona viva, pero esa pregunta no cabe en quien la muerte es su moneda cotidiana, por ausencia de un cuerpo a quien prestarle luto, y quizás en ello, en ese desencuentro, en esos mundos paralelos se resume una violencia cotidiana que persiste en nuestro país.
Otro tópico a destacar en la novela, es el tratamiento de la sexualidad, o más derechamente, el despertar de la homosexualidad como un proceso de deseos, tentaciones y contradicciones, ello está finamente tratado en uno de los personajes, y es que es un tema que aún es incómodo en gran parte de nuestra sociedad, a pesar de las aperturas mediáticas de los últimos años. Y son esas dificultades de aceptación, tanto a nivel interno como externo, las que se desarrollan como un conflicto paralelo a la historia central, si se puede hablar en esos términos.
Otro aspecto que quisiera mencionar, para terminar, es lo vívido de las sensaciones de infancia que se reproducen en los tres hablantes principales, y aquí me gustaría referirme a la biografía de Mandy, pues si bien nace en Santiago, pasa parte de su infancia en zonas rurales del Ñuble y el Maule, para luego estudiar de joven en Estados Unidos, donde en la actualidad ejerce docencia en universidades, en el área de la literatura creativa. Dos cosas al respecto: para quienes tuvimos la suerte alguna vez en la infancia, de experimentar la epifanía del mundo natural, aunque fuera en los márgenes poblacionales de la urbe, de perder la noción del tiempo a la orillas de un río, en un bosque, o en esos partidos de fútbol interminables que se acababan cuando la noche ya no permitía ver la pelota; encontramos en muchas situaciones de la novela, lo vívido de las percepciones de la infancia, ya que los personajes de esta novela permiten reconstruir sensaciones, y me refiero al olfato, la piel, el cansancio, el sueño, la nitidez del primer mundo que se percibe mediante la desnudez de los sentidos. Y la segunda cosa, es la idea de aldea que se desarrolla, mediante el dibujo de Kutral, el pueblo donde ocurre la mayor parte de la novela. Pienso, por ejemplo, en el escritor aconcagüino Ernesto Montenegro, quien luego de salir a correr el mundo, llega a Nueva York donde trabaja durante años como periodista, y cuando regresa a Chile y funda la escuela de periodismo de la Universidad de Chile, elige para su narrativa escribir sobre aldeas del Aconcagua, reconociendo que en ese mundo popular estaban los relatos, que a la manera de las Mil y Una Noches, son universales, pero en la mirada de quien se ha alejado, entonces este Kutral, podría estar en algún punto del valle central o el norte chico, y la verdad no importa mucho, pues nadie querría saber con exactitud dónde está Macondo o Comala, o esos pueblos que Bradbury coloca en algún lugar del territorio norteamericano, y qué inclusive no duda en colocarlos fuera del planeta por efectos de un espejismo mental. Nos basta con saber que la vida en estos pueblos sigue siendo algo nuevo en cada generación, y que de esa aldea universal venimos todos, pues vienen nuestros antepasados con su carga de fábulas que repiten una y otra vez el drama del ser, bajo el viejo sol de los primeros habitantes.
Quiero celebrar la aparición de esta novela, e invitar a los lectores a subir por su tronco central y vagar por sus distintas ramas, pues todo su cuerpo es un árbol frondoso que rebosa de salud cada vez que el viento lo estremece con su carga de lenguaje y humanidad.
Valparaíso, diciembre 2016