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RELATOS (DES)DE LA LOCURA
Ramón Ángel Acevedo (Rakar) Lolita Ediciones, 2016, 208 páginas

Por Felipe Moncada Mijic


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Quiero agradecer a Rakar la invitación a presentar este libro, pues es una invitación a leer, observar y establecer relaciones que puedan ser un puente, o proponer un punto de fuga, entre la obra en cuestión y sus potenciales lectores. Me invita en mi calidad de escritor, lo que me halaga y me hace sentido, en cuanto Ramón Ángel Acevedo ha usado la intertextualidad entre la fotografía y la literatura como una manera de trabajo a lo largo del tiempo, en la edición de sus libros y montajes fotográficos. También quiero felicitar a la organización de FILVA 2017 por consolidarse como una instancia de encuentro y difusión de obras literarias y temas relacionados con la edición.

Permítaseme asumir un aire de crónica en esta presentación, recordando situaciones y fechas como ayuda de la memoria y sirviendo de testigo de algunos hechos.


Primera escena.
Conocí personalmente a Rakar el año 2004 en la ciudad de San Felipe. Por ese entonces editábamos junto a amigos y amigas del valle del Aconcagua una revista llamada La Piedra de la Locura, engendro que se autodenominaba “de creación visual y literaria”. Pues bien, allí nos colaboró Rakar con crudas fotografías de campesinos de la V Región, en lo que era parte de su libro “Travesía por 67 pueblos olvidados de la V Región”. Ese libro registra mediante retratos realizados en entornos de vida y trabajo cotidianos, a los habitantes de caseríos y aldeas alejadas de la mano del poder central y de las políticas públicas. En ese libro, las fotografías van dialogando con textos de Baudelaire, quien traslada el concepto de sujeto heroico del mundo clásico, de individuo virtuoso y fuerte, a aquellos seres que no tienen cabida en el sueño de la modernidad. De esa manera van dialogando los versos de Las Flores del Mal con rostros de aldeanas y aldeanos, en lugares con nombre como Chincolco, Cariño Malo, Colliguay, Palquico, Rabuco, Bartolillo, Chalaco, El Sobrante, El Tambo, en una extensa melopea fonética rural del abandono y lejos de la epifanía de una ruralidad idílica. En las páginas de ese libro desfilan vagabundos, personajes de circo pobre, travestis, predicadores, mecánicos, niños, inquilinos, seres desplazados por la posmodernidad ahora, sobrevivientes un mundo de casas de quinchos de barro agrietado por las sequías, a quienes el tardío capitalismo no tiene nada que ofrecerles, si no hay riqueza sobre o bajo el suelo donde viven y envejecen. Pero el oxígeno de ese libro es la idea y práctica del viaje como un modo liberador, un ejemplo es la fotografía de portada, un perro asilvestrado, negro, sin dueño, convertido en la imagen icónica de la libertad, donde lo desconocido es más prometedor que el abandono o que la comodidad.


Segunda escena.
Pasan los años y otra vez a San Felipe de Aconcagua llega Rakar, pero ahora a montar una gran exposición en la galería del Centro Almendral, el tema: La Locura; la fecha: agosto del 2010; el nexo: una invitación a poetas a leer textos relacionados con la muestra fotográfica. Recuerdo haber tenido la difícil misión de leer luego de la gran Elvira Hernández y la extraordinaria Sátira del Loco, interpretada teatralmente por el poeta Víctor Hugo Saldívar, la que arrancaba carcajadas en el público asistente. Creo haber salido tibiamente del paso recitando unos textos algo abstractos sobre fotografía, provincianamente vanguardistas en el patio asoleado de una antigua casona franciscana, con la contradicción que ello implica. Fue la primera vez que me enfrenté a este documental, o crónica, o instalación, o ensayo fotográfico, titulado en aquella época “La Locura de Artaud-van Gogh (o el Desquite de la Locura)”. El montaje de la exposición incluía fotografías en tamaño natural, textos de Artaud y de van Gogh y en la pieza más oscura del claustro franciscano, una cama de hierro de manicomio antiguo, junto a una rudimentaria máquina de electroshock y correas de contención, algo así como instrumentos de tortura o una imagen amarga de la desolación. La instalación incluía también una reseña del Art Brut y un misterioso objeto metálico, me refiero al Contenedor con Libros del Artista, una caja de aluminio con estrías y cruces, que a primera vista me dio la impresión de una bomba de hidrógeno, de esas que llevan los agentes secretos en sus transacciones. Ese contenedor, como una memoria de imágenes clausuradas, deambula por el mundo cual caja de Pandora. Así lo pude comprobar años después, verano del 2014 quizás, cuando con el poeta Bernardo González pasamos a visitar al fotógrafo que vivía por entonces cerca de Olmué. Para llegar a su casa había que atravesar un callejón estrecho y luego un patio con muchos perros que nos ladraron a morir de ida y vuelta.  Allí visitamos al ensayista-fotógrafo y allí estaba nuevamente el Contenedor con Libros del Artista, junto con restos de anteriores montajes en estado de hibernación, mientras Rakar preparaba un viaje a México. Pronto partiría a la Sierra madre Tarahumara, donde conviviría con tribus y realizaría registros y retratos, en esa huella ya trazada por Antonin Artaud a mediados del siglo pasado.

Volviendo a aquella instalación fotográfica del Centro Almendral, constato que con el tiempo se convirtió en el libro que presentamos hoy, y las imágenes, retratos de internos de los cuatro hospitales públicos siquiátricos chilenos, dialogan esta vez con poemas y fragmentos de prosas y cartas de Antonin Artaud y del pintor van Gogh a su hermano Theo. A mi modo de ver, lo que nos muestra Rakar con ese montaje de intertextualidad, es que tanto el poeta como el pintor, en sus alucinantes viajes internos, pueden tener un mundo íntimo tan lleno de esplendores y abismos, como cualquiera de esos seres anónimos que fotografía en su libro, rechazados al extremo de ser encerrados y sometidos a ejercicios de normalización, o más bien de sobrevivencia básica en un recinto amurallado y bajo vigilancia de doctores y auxiliares. En las aristas de la siquiatría, o de la sociología de la locura, existen textos clásicos como los de Foucault, y más cerca, textos profundos como los prólogos de este libro, o los propios textos de Rakar en el catálogo de la exposición antes mencionada. De estos últimos, cito un fragmento que me parece resume el enfoque de Rakar con respecto al tema:

“En su definición moderna, el loco designa al hombre que –anonadado por los signos del inconsciente− ha rehusado vivir en el mecanismo de la norma y en el principio de la realidad. El artista en tanto huirá igualmente de la realidad del mundo circundante para encontrar asilo en su inconsciente y en su imaginación.”

“…cualquiera que se digne a cultivar sus desacuerdos con los demás, o manifieste un comportamiento suficientemente individual o antisocial, podrá ser estigmatizado como loco. Y es que la locura, en rigor, es un concepto que fija los límites respecto a que a los hombres está permitido”

Es decir, la analogía que plantea Rakar es entre el artista, que rehúsa vivir en la norma, y el loco, pero es el artista quien cruza la barrera del lenguaje desde la enajenación y lo lleva a las palabras o la pintura, pues no todos salen de ese viaje extremo a la interioridad con el deseo de comunicar su distancia con la norma, o no todos tienen desarrolladas las herramientas suficientes.

Tercera escena.
Erase la Feria del Libro de Quilpué, febrero del 2013, en pleno verano, compartimos con Rakar un techo de toldo plástico en esa plaza que hierve a mediodía, él llevaba ejemplares de “Travesía por 67 Pueblos Abandonados de la V Región” y algunos catálogos, por nuestra parte, íbamos con Rodrigo Arroyo representando a Ediciones Inubicalistas de Valparaíso, con nuestro cargamento de poetas jóvenes y narradores provincianos, que sufrían de la indiferencia local, frente a las Isabeles Allendes y los Paulos Cohelos que dominaban la escena. Allí fuimos testigos de cómo la fotografía puede llegar, “literalmente” al pueblo, pues la gente que circulaba por esa feria quedaba magnetizada en aquellas imágenes fotográficas que podrían haber sido las de sus antepasados, pues provenían de pueblos que eran de sus padres, abuelos o bisabuelos en esa migración interna que ha ido despoblando los campos en los último 100 años. Recuerdo que en el sofocante mediodía nos turnábamos para dormir una pequeña siesta en el único banco con sombra de la plaza, el que permanecía añorado bajo un gran magnolio de reminiscencias láricas, mientras los dos vendedores restantes en estado de vigilia, hablaban animadamente sobre imagen y palabra, sobre capitalismo y cultura, sobre trabajos y becas, sobre cervezas soñadas a temperaturas polares en los 45 grados celsius de esa carpa veraniega. La única sombra de esa plaza albergaba nuestros sueños, así de cursi como suena, pero así de real. Y aquí, a propósito de sombras, volvamos abruptamente a este libro.

Debo confesar que el tercer capítulo, titulado “La epifanía de las sombras” me causó un gran impacto. En él las fotografías se centran, más que en los pacientes, en las sombras que proyectan ellos en el suelo o en los muros de los recintos, y es que el simbolismo de la sombra, profundamente desarrollado por Jung, guarda relación con la parte inconsciente del ser humano, con ese otro yo monstruoso que se mantiene oculto en el contrato social. Las sombras de estas fotografías parecen tener vida propia, agigantándose y adquiriendo una realidad a veces más nítida que los propios pacientes, y que parecen acechar en tortuosas figuras quebradas la frágil percepción de lo real, en un desfile de desconocidas siluetas que salen del propio interior y se tornan seres abstractos.

Cuarta escena y final.
Me escribe Rakar hace un par de semanas y me cuenta que está en Chile, que acaba de publicar su libro de retratos de pacientes de hospitales mentales chilenos, que lo presentará en FILVA 2017. Durante su estadía en México seguí sus fotografías de tribus de las Sierra madre Tarahumara y las crónicas de sus viajes al sur de Oaxaca en búsqueda de los pueblos perdidos de Rulfo. Me invita a presentar su libro y me motiva a retomar lecturas pertinentes, pues debo reconocer que no soy un gran conocedor de Artaud. Considerando además las casi infinitas aristas del tema de la locura, y sabiendo  que hay tratadistas muchos más capacitados que yo, me lleva a preguntarme: ¿cómo se lee una fotografía desde la poesía?, un ejercicio personal, por ejemplo,  como las écfrasis literaria, ignorando los cientos de tratados alquímicos y teorías al respecto, y me deja como única salida este trabajo de memoria acerca de Rakar, los encuentros fortuitos y la profundidad de su fotografía. Creo haber hecho el prólogo de un prólogo de lo que podría ser una apreciación de este libro. Si bien Artaud problematizó como nadie el conflicto social del enajenado con el orden de su época, en sus “cartas a los poderes”, ya sean psiquiátricos, políticos o religiosos, solo logra bosquejar la posibilidad de elementos que habitan ese infinito pozo de percepciones que hay en cada individuo. Buscando pistas, encuentro en un apéndice final de la Historia de la Locura de Foucault, el siguiente párrafo:

“Quizá llegue un día en que no se sepa ya bien lo que ha podido ser la locura. Su figura se habrá cerrado sobre sí misma no permitiendo ya descifrar los rastros que haya dejado. Esos trazos mismos, ¿serán otra cosa, para una mirada ignorante, que simples marcas negras? Cuando mucho formarán parte de configuraciones que nosotros, el día de hoy, no sabríamos designar, pero que en el porvenir serán las rejas indispensables para hacer que resulten legibles nosotros y nuestra cultura. Artaud pertenecerá al suelo de nuestro idioma, y no a su ruptura (…) Y aquello que para nosotros hoy designa al Exterior un día acaso llegue a designarnos a nosotros.”

Es decir, luego de estudiar Foucault las múltiples definiciones de locura a lo largo de la historia, se da cuenta que es un concepto que va cambiando según lo normal a la época, ¿qué será lo normal mañana para la especie, entonces? Y parece que en esa pregunta está implícito un posible arrepentimiento de las coerciones pasadas. Para finalizar, citaré un poema que incluyó Rakar en el catálogo de la exposición que terminó originando este libro, el poema se ilustra por la imagen de la superposición de un viejo árbol, un morero del hospital psiquiátrico de Putaendo, con su tronco retorcido, como esas sombras captadas en los muros de los pacientes, con la imagen de un anciano paciente semi desvanecido en la imagen. Cito un fragmento:

“Enfrente de una fábrica / A la orilla de una calle recién asfaltada / Por donde transitan relucientes automóviles / Y obreros embutidos en sus personal-estéreos / Ha crecido este fruto impío del averno / Sin amparo y desterrado / De una mano jardinera, / A hurtadillas regado / Por una vieja compasiva / O algún esquivo aguacero / Por la indolencia abonado / Como orinal de los perros / Y solo acariciado por los gases / Inmundos del entorno / Que han ennoblecido / De otra manera su corteza.”

Quizás esa manera de ennoblecer, tiene que ver con la manera en que Rakar asume la fotografía, ya lo dice en el catálogo citado, en el sentido que espera que sus imágenes no sean tomadas como exhibición morbosa de sensacionalismo y espectacularidad, sino para penetrar en la dignidad de aquellos seres apartados en un silencioso acuerdo con la comunidad a la que no pudieron pertenecer. Otra manera de nobleza, la de quienes viajan sin retorno a las profundidades de la individualidad y no esperan recompensa más que la tolerancia.

 

Durante la presentación


 

 

 

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