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SOBRE
TRISTURA DE FLORIDOR PÉREZ:
LA CONFIRMACIÓN DE UNA TRAYECTORIA
Por
Rafael Rubio
Universidad Católica de Chile.
Revista
Taller de Letras N°37, 2005
La
lectura de Tristura, de Floridor Pérez, me ha sido una experiencia
gozosa y dolorosa. Estas palabras que a continuación hilvanaré son
un exorcismo de ese dolor gozoso —o de ese gozo doloroso— y, a la vez, una invitación
al lector a gozar y padecer los poemas de este libro.
Como es imposible
dar cuenta de un hecho —literario o no— sin inocular una mirada crítica
—por más imparcial y objetivo que se pretenda ser— no prescindiré
de mis preferencias ni de cierto grado de entusiasmo acrítico, lo que,
sin embargo, no obstaculizará mi intención —irrealizable— de dar
cuenta de este texto como un artefacto verbal que amerita —en una primera instancia—
ser descrito lo más distanciadamente (im) posible.
Tristura
es el octavo poemario de Floridor Pérez. Después de un hermoso y
tempranero primer libro titulado Para saber y cantar (1965), los libros
se suceden con cierta (ir) regularidad: Cielografía
de Chile (1973), Cartas de prisionero (1984), Chilenas y chilenos
(1986), Memorias de un condenado a amarte (1993), Obra completamente
incompleta (1997) y Navegancias (2000). El poeta pertenece a una generación
—promoción, si se quiere— que nos debería dar una lección,
en esta época de los individualismos, de generosidad y compromiso fecundo,
llámese éste político, social, cultural o lo que fuese. Poetas
como Gonzalo Millán, Jaime Quezada y Manuel Silva Acevedo compartían
—comparten— con él cierta preferencia por el poema breve, la utilización
de un lenguaje transparente —en la medida en que la poesía puede serlo—
que no oculta su referencia ideológica: un discurso situado, contingente.
Floridor
ha construido a lo largo de ¡sin cuenta (50) años de escritura! un
lenguaje híbrido —o sincrético, si me apuran— que recoge el legado
de ciertos hitos de nuestra tradición poética chilena. Se ve en
él el aprendizaje aplicado de las lecciones que nos ha dado Nicanor Parra:
el trabajo con la oralidad, el lenguaje fáctico de "todos los días",
el uso de la narratividad, la sospecha frente al lirismo tradicional, una poesía
hecha no de imágenes literarias — metáforas, principalmente — sino
construida a partir de hechos. Pero aún más clara es su deuda con
uno de los fundadores de nuestra poesía chilenísima: nuestro querido
abuelo Carlos Pezoa Véliz, que de no haber interrumpido abruptamente su
vida y su escritura, se habría adelantado — ¡y con éxito!
— a Parra en su proyecto de la antipoesía. La filiación de Floridor
con Teillier es bastante estrecha, no sólo por su constante referencia
al agro chileno (Chilenos y Chilenas, Cielografía de Chile, Para saber
y cantar) sino también y sobre todo, por su rescate de la memoria desde
el lugar de la pérdida sin fondo del origen, del lar y la niñez.
Lo interesante de esta hibridez es que el larismo de esta poesía utiliza
como medios de expresión ciertos recursos heredados de la antipoesía
parriana: el sentido del humor, la ironía, la utilización posmoderna
de otros idiolectos tradicionalmente excluidos del discurso propiamente poético,
provenientes del lenguaje de masas: referentes de la cultura pop (Con lágrimas
en los anteojos). Así en textos anteriores a Tristura es posible
encontrar referencias a John Lennon, los Rolling Stones, boxeadores de culto,
canciones populares, Brenda Lee, títulos de periódicos como en Cartas
de prisionero. Su uso de la narratividad y de cierta mirada exteriorista que
tan bien practicara Ernesto Cardenal, delata otra de sus influencias — y aquí
justifico mi argumento de la hibridez de este lenguaje — : los norteamericanos
William Carlos Williams, y cierto Ezra Pound.
Tristura — desde el
título — articula un gesto de desgarro. Tristura —un vocablo castizo en
completo desuso hoy en día —nos suena a neologismo mistraliano y también
un guiño a un poemario de uno de sus compañeros de generación:
Jaime Quezada y sus Huérfanos. La palabra "tristura" nos
suena más triste que "tristeza", tal vez por la presencia acentuada
de la letra "u", vocal grave que connota —cuando está estratégicamente
situada — gravedad, tristeza, melancolía (recordar la "infame tUrba
de noctUrnas aves" de Góngora o la "Úrsula punza la boyuna
yunta" de Herrera y Reissig). "Tristura" también —aventuro—
es una unión de dos palabras: TRISteza y sepulTURA, confirmada por la grafía
de la letra "T" escrita en forma de cruz, en el título de la
portada. Tristura —si nos abstraemos de su referencialidad— por la sugestión
de su sonoridad nos suena triste: casi una onomatopeya de la tristeza, pero de
una tristeza vallejiana, una pena de cholo, de mestizo de Santiago de Chuco, de
burro triste del Perú. La relación entre el título del libro
y la poesía de Vallejo es escondidamente notoria, si pensamos en su desgarrado
Trilce (¿matrimonio entre TRlste y duLCE?) feliz (¿feliz?),
neologismo que da cuenta de una de las experiencias poéticas más
radicales de la poesía hispanoamericana de todos los tiempos.
Luego
de la lectura de este micropoema que es el título del poemario nos encontramos
con un prólogo encabezado por una cita del Libro de Job. Este prólogo
enuncia lo que será el tono dominante de todo el conjunto: el tono confesional:
"Este no es un libro que se me ocurrió. Este es un libro que me ocurrió:
sucedió en mí entre 1998 y el año 2000 y no pude no escribirlo.
Demoro cuatro años en editarlo por un pudor instintivo a la expresión
pública de todo dolor que no sea ajeno", dice el autor. Me asalta
la tentación de utilizar el termino de "honestidad poética"
para referirme al gesto articulado por el poeta al autoprologar su libro con esta
confesión, pero sospecho que es impropio hacer la distinción entre
"poesía honesta" y "poesía deshonesta", desde
la suposición de que el sujeto de carne y hueso que escribe debe coincidir
con el sujeto que habla en los poemas. Entiendo,
pues, que pese a lo impropio del termino de honestidad poética (todo poema
es en cierta medida ficcional) podemos constatar un hecho irrefutable: Floridor
Pérez no imposta la voz ni la enmascara en un "personaje" ni
mucho menos maquilla su rostro con una retórica exhibicionista. Los poemas
"no se le ocurrieron" sino que "le ocurrieron" como tan lúcidamente
afirma. Quizás un rasgo de la buena poesía es que es —aunque ficcional—
siempre autobiográfica: tal vez toda poesía de verdad lo sea, aun
cuando se enmascare, aun cuando ficcionalice, aún cuando pretenda alejarse
de la realidad. Este poemario no será la excepción que confirme
la regla.
El libro se divide en tres secciones. La distinción entre
las dos primeras es tal vez algo arbitraria. Ambas merodean esa antigua obstinación
humana que es la muerte —la contramadre del mundo, dice la Mistral— con un estoicismo
de noble estirpe y, a la vez, con un amargo y encubierto sentido del humor que
nos recuerda los mejores poemas de otros grandes poetas como Nicanor Parra, Oscar
Hahn y Armando Uribe, poetas que percibo muy cercanos a Floridor. Cómo
no recordar "La muerte está sentada a los pies de la cama", "El
viejo y la muerte", "Los ataúdes" o la recóndita
"Abuela" de Alberto Rubio. Aquí el poeta habla de la muerte y,
a la vez, habla con ella, se enfrenta a su peligrosa seducción, no resistiéndose
a ella, sino más bien conjurándola mediante la ironía, el
distanciamiento que genera la presencia del humor: "la muerte pone y levanta
la mesa/ mientras que yo me chupo hasta los huesos/ espérame le digo y
me hago el leso/ y la muelle me espera patitiesa" o "Cuando yo la quería
no me quiso/ la puta me dejó por un buenmozo/ por otro más robusto,
uno más rico/ y ahora tengo miedo de temerle/ porque la muerte ama a los
miedosos" o "La vida me mató. No la tristura/ de tumor o temor
o mala suerte/ ni otro agente secreto de la muerte/ yo sólito cavé
mi sepultura".
La tercera sección del poemario —la más
tierna y conmovedora— nos muestra un súbito cambio de registro o entonación.
En estos textos, el poeta —Floridor hasta la médula de los huesos— se refiere
a la muerte a partir de un hecho doloroso e incomprensible: la muerte de una niña,
su nieta Rocío. Me refiero en particular a "Salmo y ensalmo"
donde el poeta trata a la muerte de "muñeca fea", haciendo un
uso maestro del verso alejandrino, matizado con cuatro endecasílabos y
dos heptasílabos. El poema abandona por completo la socarronería
de las dos primeras —también conmovedoras— secciones, rompiendo el distanciamiento
irónico ¿lúdico? ¿lúcido? entre el poeta y
su emoción. "Salmo y ensalmo" es un gran poema, tal vez junto
a "Dandún" de Rossenman Taub —una de las grandes elegías
que he leído dirigidas a un niño muerto (la otra es una elegía
de Rilke).
En la poesía de Floridor Pérez se constata con
rotunda claridad la definición de Pound con respecto a la especificidad
del discurso poético: la palabra cargada al máximo de sentido. El
poeta logra, mediante la menor cantidad de recursos, el mayor efecto posible:
economía de medios, precisión, concretitud. Sin lugar a dudas el
último poema del conjunto "La escena más triste y tan hermosa"
es un poema mayor, destinado —las profecías me disgustan— a integrar la
gran antología de la memoria. Aquí el poeta da cuenta de un cuadro
sobrecogedor: su hijo —inferimos a partir de la estricta y sobria información
que nos es confiada— visita la tumba de Rocío, su hijita muerta a los tres
años —nieta del poeta— se arrodilla ante ella —lo que sobrevive a ella—
y deposita sobre el mármol un caballito de juguete:
He
visto a un hombre arrodillarse sobre un prado
jardinero que riega una flor
subterránea
no lleva regadera ni agua le falta
como si fluyera de
su propio ser
estoy cerca de el, pero él
está lejos de todos
y de todo
y no sabe —ni yo— ni nadie sabe
qué decirle a ese hombre
que una tarde
—domingo en Concepción— riega su hija
en un parque
y le deja una flor
y un caballito blanco de juguete
para que vuelva a casa
por la noche.
Este texto —junto
con "Salmo y Ensalmo"— muestra a un Floridor Pérez de mano suelta,
despojado de su tono epigramático que tanta celebridad le ha dado, para
lograr un verso de más aliento y de tono mayor, con una solemnidad no vista
antes en él. De gran interés resulta el texto "Ascensión",
muy logrado en su disposición gráfica y rítmica y con un
remate notable, como es habitual en su escritura. La muerte es percibida como
el fin de un juego: el vaivén del columpio —sugerido lúdicamente
por la disposición rítmica del texto— es también una metáfora
y a la vez una bella imagen de la muerte —la ascensión gloriosa y dolorosa—
de la pequeña Rocío.
En este poemario se constata la persistencia
decantada de las virtudes que podemos hallar en sus textos anteriores: su precisión,
su claridad conceptual, su redondez, rotundidad, el hábil manejo de la
agudeza epigramática, la perfección formal. Pareciera que los poemas
de Floridor Pérez están construidos desde la certeza de su resolución:
apuntan a un blanco bien delimitado mediante el uso de los recursos estrictamente
necesarios para lograrlo. En él, cada palabra es rigurosamente necesaria,
como pedía Rilke. No hay atisbos de lujo, ni excesos ni exhibicionismo
técnico: la funcionalidad precisa, que seguramente le viene de su lectura
de los epigramas latinos, mamados directamente de su fuente, como también
adivinamos sucede con uno de los obligados referentes de su generación:
Ernesto Cardenal (Epigramas).
Otro de los rasgos destacables en
este discurso es la conformación modélica de los textos. Floridor
echa mano — con habilidad y destreza — de cuantas formas o modelos de escritura
le ofrece la tradición poética española. El conjunto incluye
dos perfectas décimas ("Pre-epitafio" y "Pide a su amada
que lo sepulte en el mar"), varias cuartetas de rotundos endecasílabos
(medida silábica que maneja con soltura), una canción de cuna tradicional
y un brillante — pero frustrado — proyecto de soneto como "Partida".
Dejemos
hasta aquí Tristura. Apuntemos, para finalizar que —sin duda alguna—
este hermoso y conmovedor volumen contiene algunos de los mejores poemas de Floridor
y que lo sitúa de una vez por todas como la voz más importante de
su generación. Se agradece que —¡por fin!— Floridor Pérez
saldara la deuda que tenía con nosotros sus lectores, que esperábamos
desde hace tiempo que publicara un volumen de poemas inéditos, ya que desde
hace un buen tiempo sus libros eran recopilaciones de textos anteriores, reordenados,
cambiados de lugar, incansablemente. Celebro, pues —el verbo es algo impropio
por tratarse de un libro tan desgarrador— , la reaparición gozosa y dolorosa
de este viejo poeta joven, que ha confirmado, una vez más, su valor y su
permanencia. Su dolorosa y gozosa trayectoria.