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Floridor Pérez y su esposa Natacha. Temuco, 1973

 

Desde mi escuela de campo al campo de prisioneros de la escuela de grumetes

Floridor Pérez
En Trilce, N° 36, septiembre de 2013


 



.. .. .. .. .. .

El Día del Maestro me echaron de la escuela

En la mañana de ese 11 de Septiembre de 1973 -Día del Maestro- un alumno de mi escuela rural corrió a campo traviesa porque en la radio estaban llamando a su profesor. Esa era la noticia para él, aunque la radio dijera también otras cosas: bombardeaban la Moneda, hablaba Allende, bramaba Pinochet, pero mi alumno no lo supo por correr a avisarme, ni yo lo supe porque se habían agotado las pilas de la pequeña radio Sanyo a transistores, que en ese momento era mi única comunicación con el mundo.

En la provincia de Bío Bío habría medio centenar de izquierdistas importantes: el intendente y alcalde de Los Angeles, gobernadores de Mulchén y Nacimiento, tres diputados de la Unidad Popular, dirigentes políticos y sindicales, funcionarios de INDAP y la Corporación de la Reforma Agraria, etc. ¿Debería considerar un honor que en uno de los primeros bandos del Jefe de Plaza me llamara entre 14 de ellos a entregarse a las Fuerzas Armadas, so pena de aplicárseles "la Ley de fuga?

Septiembre 12

Antes de "entregarme" paso al Correo y abro por última vez mi casilla 439: hay un sobre de carta con un pequeño libro. Don Carlos Rojas, un periodista de experiencia llegado al diario La Tribuna, donde yo mantenía por años una página literaria semanal, creyó conveniente llegar a la Prefectura con alguien -un testigo, dice- y se ofrece, más bien me impone su compañía.

Saluda amablemente, pero en la guardia está un cabo con el que en cada huelga del magisterio nos venimos topando en nuestras respectivas líneas de choque. Por todo saludo le dice: "¿Y usté qué tiene que andar con güeoneh...?" A mí no me dice nada, le basta el gesto de felicidad con que me empuja a una celda oscura y maloliente, donde toda la tarde siguen metiendo detenidos. Ya entrada la noche se abre la puerta y nos ordenan tirarnos en el pasillo: "-¡Boca abajo mierda y manos en la nuca!"

¿Un carabinero, un cabo, un sargento? muchos se pasean entre las filas y a veces sobre ellas. Un oficial avisa: -¡si alguien tiene algo que retirar desde la guardia, pase al frente! Y empiezan a salir ...por una manta café, por un sombrero alón, por un poncho listado... Yo había dejado en la percha mi chaquetón de tweed nuevito, pero estaba calculando el costo de recuperar cada prenda: una bota en las costillas al pararte, un culatazo de ida y tal vez uno de vuelta, otra bota en el trasero al tenderte de nuevo. Mis huesos estimaron mucho precio, aún con el valor agregado de haberlo comprado en la Casa García para nuestro primer viaje juntos con Natacha. Lo miré de reojo y salí como avergonzado por esa deslealtad de abandonarlo. Pero él no me abandonó y hasta hoy sigue abrazando al abrigo negro de ella, en la fotografía de contratapa de Cartas de prisionero en su edición mexicana de 1984 y la de LAR de 1990, desde donde saltó a la portada en LOM desde el año 2002.

Septiembre 14

Esa noche del 12 en la Prefectura nos metieron como sardinas en una camioneta enlatada de la Fábrica de Conservas Perelló y nos vaciaron en el Gimnasio IANSA. En sus gradas dormimos, o al menos alojamos y permanecimos todo el día siguiente.

El viernes 14 temprano anunciaron que podríamos ver a sólo una persona, sólo por un par de minutos para recibir ropa personal, frazadas, algún remedios, "cosas prácticas". Por los parlantes no se nombraba al prisionero, sino al visitante: -¡Natacha Aguilera...! Apenas me ve suelta mi bolso ecuatoriano comprado en la gira de Arúspice en 1969, y corre a mis brazos.

-¡Feliz cumpleaños, amor...! le digo al abrazarnos. El carabinero que vigila los encuentros se acerca, como sospechando alguna burla, pero al verla llorando me pregunta, cauteloso: ¿Es verdad...?

Sí. Era verdad. Ese día cumplía 25 años, acontecimiento largamente esperado, para el que solo había pedido "algún regalo sorpresa" mientras imaginábamos los más variados festejos. Ahora estábamos celebrándolo bajo las gradas de una cancha de basquetbol frente a un sargento del Retén de El Álamo, el único policía con anteojos que vi en Los Ángeles. Y no sé por qué siempre he pensado que ese rasgo influyó en que nos "invitara" a permanecer unos minutos extras en su improvisada sala de guardia, entregándole mi único regalo posible, sorpresa que encontré ese sobre corriente, la última vez que abrí mi casilla de correo angelino: Poesía Joven de Chile Selección y prólogo de Jaime Quezada, Siglo XXI Editores, México 1972. Antología que perdura en una tabla de mi biblioteca y en una línea de mi poesía:

La victoria

Me pusieron contra la pared, manos arriba
Me registraron meticulosamente.

Solo hallaron retratos con tus ojo
s una antología con mis versos.

Noches sobre la piedra.
Días tras la alambrada.

No saben -nos decían- qué les espera.
Pero yo lo sabía:

tras días piedra meses muro
tú me esperabas a la puerta del cuartel
y esa fue mi victoria.

Del Liceo de Los Ángeles a un regimiento de los demonios

Pasadas las Fiestas Patrias y al filo de la medianoche, tal como nos habían traído, los militares nos sacaron del Liceo. El tronar de las botas fue suficiente alerta para que al llegar la orden estuviéramos listos para descender las altísimas escalas del internado, en las cuales los soldados se habían dispuesto estratégicamente para tenernos siempre al alcance de sus botas o la culata del fusil. Ya en la salida, apostados entre la puerta y la vereda como cargadores de sandías, iban arrumando prisioneros en los camiones que habían suspendido su huelga gremial para abastecer los campos de prisioneros:

-"¡Al piso, mierda! ¡Tenderse! ¡Obedece, maricón!" Era la primera orden y la peor opción, porque los diestros culatazos de los conscriptos trepados a las altas barandas desalentaban la idea de guarecerse apegándose a ellas y correr hacia adelante. Sin embargo, fue mi elección; de un brinco estuve arriba y repté hasta una esquina de la carrocería: -¡más agachado, más-!" como en gimnasia recreativa mis pequeños simulaban huir del Lobo Feroz. Así crucé la ciudad, oyendo los ahogados lamentos de quienes respiraban penosamente bajo un montón de cuerpos.

Cuando por fin llegué al Regimiento -pobre puercoespín sin caparazón ni espinas ovillado en un rincón- vi a muchos hombres tratando de pararse, tambaleantes y desorientados, mientras otros eran levantados y reanimados por sus vecinos. Recuerdo que al bajar vi a tres o cuatro todavía tendidos, pero cuántos fueron o qué fue de ellos es algo que se discutió por años.

Sólo puedo dar fe de uno que, llevado en vilo por dos hombres, parecía caminar, pero al soltarlo en la celda se desplomó como un muñeco de trapo. Tras largos y vanos intentos por reanimarlo, alguien grito, o más bien gimió:

-"¡Aquí hay un compañero muerto, mi Mayor...!"

-¡Un conche'su madre muerto habrá, puh güeón! vociferó el aludido, en cuyo pecho terciaba la metralleta con la misma naturalidad con que antes del 11 lucía el estetoscopio. A una orden suya, un soldado tomó el cuerpo por los hombros y otro por los pies.

-Tírenlo ahí -fue lo último que oí- junto con el estruendo de la puerta metálica de la celda Na 3, que me tocó. Como proveníamos de diversos lugares, nadie lo identificó en ese momento. Sólo mucho después, cuando se publicaron los documentos de la Comisión Rettig, confirmé que era un campesino de Mulchén, quien tras ser denunciado y llamado a entregarse cumplió con presentarse en la comisaría más cercana. Tenía mi mismo apellido, las mismas iniciales y un nombre parecido y tan pasado de moda como el mío: se llamaba Felicindo Pérez, por casualidad el mismo nombre al que por años el Servicio de Impuestos Internos se le ocurrió extenderme el cheque de mi devolución por boletas. Siento que todo eso me autoriza a considerarlo casi un amigo postumo, pero con afecto vivo.

In memoriam
. . . . . . . . . . . . . . . . A un campesino de Mulchén

Todavía me pregunto por qué tú
-por qué tú y no yo-
por qué tú que alzabas gordos sacos
y cargabas camiones
eras fuerte, degollabas carneros
¿por qué no te aguantaste ese viaje
en un camión cargados como sacos
y te tiraron muerto junto a mí
con tu pocho de pobre,
como un carnero blanco degollado
-por qué tú, por la cresta, y no yo­
que ni me puedo el Diccionario
de la Real Academia en una mano?

De un Regimiento Andino a una Escuela de grumetes

Entre las tres y cuatro de la mañana el camión remolachero asignado había completado su carga de prisioneros sentados en el piso, amarrados de dos en dos con alambre por las muñecas y aún quedaban otros en tierra. Los oficiales se rascaban la cabeza, pero el chofer les dio la solución.

-¡Esto se arregla muy fácil!- retrocedió unos diez metros, aceleró a fondo y frenó en seco: los ubicados en la última fila machucaron la cabina con sus cráneos, pero los oficiales celebraron la maniobra que despejó espacio para una hilera más de apretujados prisioneros. Siempre me sentiré culpable por no recordar el nombre, oficio ni procedencia de ese compañero con quién, en tales condiciones, recorrimos los más de cien kilómetros que separan el regimiento de Los Ángeles del Estadio Regional de Concepción.
Allí nos vaciaron de madrugada, con la eterna consigna:

-¡Tenderse, mierda...! ¡Manos a la nuca...!

Y en esa posición debimos permanecer hasta que a las cuatro de la tarde nos condujeron a los camarines para los consabidos interrogatorios y el milésimo registro de nuestras escasas pertenencias. Anocheciendo nos subieron a un bus del ejército; en algún punto del camino a Talcahuano nos hicieron bajar y -tras una aparatosa sonajera de fusiles que supuestamente pasaban bala- nos despidieron con una entusiasta pateadura tras la cual, con la satisfacción del deber cumplido, nos entregaron a la guardia del Apostadero Naval. Otra noche en las gradas de una cancha de basquetbol y al amanecer navegábamos rumbo a la isla Quinquina.

La Escuela de Grumetes fue, fundamentalmente, campo para los prisioneros de la Armada, que pertenecieron a ella y fueron "capturados" por ella, y a esos consagraban principalmente su labor: tiempo de "interrogatorios" y lugares de reclusión, como el llamado "Rondizoni", vieja cárcel del siglo XIX "remodelada" con aporte de "Trabajo voluntario de los prisioneros del 73". Pero a ellos se agregaron muchos otros presos de los pacos de Yungay, de los milicos de Los Ángeles, etc. una especie de "allegados", que por la rivalidad entre los uniformados nos hacían -afortunadamente- "poco caso". Así se explica que dispusieran algún dormitorio de alumnos para las mujeres y a los hombres nos entregaron el Gimnasio en dos semanas. Pero al menos no era cemento bruto como las pesebreras del regimiento angelino, aquí nos pasaron una de esas colchonetas de lona que usan los gimnasios.

A la entrada había un espacio reservado a cocina y comedor -unas tarimas de madera con sus correspondientes bancas- donde comíamos juntos mujeres y hombres, y los que no tenían turnos de "trabajo voluntario" podían hacer sobremesa leyendo, juegos de mesa o simplemente escuchando la radio que los infantes de marina encargados de la cocina mantenían habitualmente encendida. Muy recién llegados fue que escuché una noticia inolvidable:

Isla Quinquina, septiembre 23 / 73

Un receptor dispara a quemarropa:
"...ha muerto ISLA QUIRIQUINA Neruda..."

El locutor menciona el Poema 15
y lee el Bando 20.

El cabo de guardia busca algo bailable
Y sigue el ritmo con la metralleta.

Aquí en la isla el mar,
y cuánto mar...

Pienso pedir un minuto de silencio,
pero tardo horas y horas en sacar la voz.


El señorío de un alcalde del pueblo

No recuerdo haber averiguado allá y entonces la profesión, oficio o actividad de Danilo González; ser Alcalde de Lota me parecía título suficiente, y después evité cualquier investigación documental que pudiera alterar la imagen para mí más venerable: la de un maestro, un profesor normalista de férrea vocación, que a las seis de la mañana, mucho antes de la diana, paseaba erguido y silencioso entre las hileras de colchonetas -brillantes los zapatos bien lustrados, la corbata al centro de la chaqueta bien abotonada, peinado impecablemente- irradiando una serenidad que debía venir de muy adentro a ese rostro perfectamente afeitado.

Lo traté poquísimo, intuyendo que me costaría encontrar algo de su interés entre las mil cosas sin asunto que suelo hablar al día. Nuestra relación se dio más bien por recaderos: después de jugar una partida de ajedrez con alguien, el perdedor -en una actitud tan primitiva como habitual en este llamado juego ciencia- solía decirle:

-Sí, me ganó, pero ya va a jugar con el poeta... o con el profesor de Los Ángeles... o con el flaco aquel... ¿lo ve? Y algo parecido me decían a mí. Ninguno de los dos buscó la ocasión, pero el azar lo hizo por nosotros, un día en la piscina. ¡Qué escandalosamente turístico sonó esto! Pero en realidad me refiero a la piscina vacía que nos daban por patio de recreo. Estábamos de pie, casualmente tan cerca, que un profesor boliviano de la Universidad de Concepción puso entre ambos un tablero de Ajedrez magnético, con las piezas dispuestas. A él le tocaron las blancas y abrió el juego al estilo clásico de mi padre, lo que me produjo la sensación de estar retornando a mi infancia, es decir, a la libertad.


La partida inconclusa

Isla Quiriquina, octubre 1973.
Blancas: Danilo González, Alcalde de Lota.
Negras: Floridor Pérez, Profesor de la Escuela rural de Mortandad

1. P4R ....... P3AD
2. P4D ....... P4D
3. CD3A... . PXP
4. CXP ...... A4A
5. C3C . .... A3C
6. C3A ... .. C2C
7. ....

Mientras reflexionaba su séptima jugada
Un cabo gritó su nombre desde la guardia.
-¡Voy! -dijo
pasándome el pequeño ajedrez magnético.
Como no regresara en un plazo prudente
anoté, en broma: Abandona.
Sólo cuando el Diario El Sur
la semana siguiente publicó en grandes letras
la noticia de su fusilamiento
en el Estadio Regional de Concepción
comprendí toda la magnitud de su abandono.
Se había formado en las minas del carbón
pero no fue el peón oscuro que parecía
condenado a ser y habrá muerto
con señoríos de rey en su enroque.

Años después le cuento esto a un poeta.

Sólo dice:
¿y si te hubieran tocado las blancas?

Una velada de despedida

Una tarde nos avisaron que al día siguiente los angelinos navegaríamos a Talcahuano, donde nos vendrían a buscar del regimiento Andino. Sabíamos que eso no era más que salir de las llamas para caer a las brasas, pero se acercaba el fin de año con su esperanza de feliz pascua, próspero año nuevo, y siempre sería mejor estar cerca de casa. No podíamos darnos el lujo de ser pesimistas.

El hecho de partir -aunque sólo Dios supiera adonde- nos daba cierto protagonismo que, sumado a eso de "último día nadie se enoja", ayudó a permitir esa noche un acto de despedida. Las tarimas del comedor hicieron un aceptable escenario, donde el instrumento más tocado fue la emoción. Voces que no oí hablar en todo ese tiempo, ahora cantaban con afectividad maternal o viril ternura. Una guitarra subió en brazos de alguien con aire más serio que el promedio de hombre nacional en cualquier circunstancia. Miró la guitarra, la acarició y dijo que esa hora debía estar, hubiera querido estar con su hijita menor, pero ya que no podía, al menos deseaba regalarle una canción. Era un canto de tristeza contenida, hasta que al final explotó cuando, en trío perfecto, guitarra, canto y cantor gimieron el último verso: "...cumpleaños... feliz..." La voz del cantor se quebró, pero centenares de gargantas corearon: "¡...te deseamos... a ti..."

Yo llevaba marcado en mi cuaderno el poema que había elegido leer, aun temiendo que bordeara la censura, pero ya arriba de las tarimas lo cambié por mi propia ausente:

Sueño

Sueño que estoy en mi biblioteca
frente al retrato de Natacha.
Al tomarlo, la puerta se abre y despierto.

Todo es tan rápido
que no alcanzo a devolver el retrato
a su sueño, cuando ella aparece.

¡El abrazo!
El retrato cae de mis manos y despierto:
está amaneciendo en el presidio.

Soñar soñando y soñar
que en sueños se despierta
¡pura literatura, cuento viejo!

Pero ¿cuándo mierda
acabará este mal sueño
y despertaré en tus brazos!


Cuando eso ocurrió por fin, el 12 de febrero de 1974, yo que jamás tomaré una guitarra, solo oí en mi interior esta

Copla del regreso

Te miro y miro
y ya no te veré
como te vi
aquellos largos meses
en que no pude verte.



 



 

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Desde mi escuela de campo al campo de prisioneros de la escuela de grumetes.
Floridor Pérez
En Trilce, N° 36, septiembre de 2013