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IN MEMORIAM FLORIDOR PÉREZ

Jaime Quezada


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La mañana del sábado 21 de septiembre, casi anunciando el inicio del equinoccio de primavera 2019, se nos murió Floridor Pérez, el poeta de la presencia y la nostalgia, de la gracia y del ingenio, de la tierra y de la geografía de Chile. Siempre motivador y siempre solidario. Su muerte sorprendía a la literatura chilena de hoy con tan inesperado e infausto ramalazo. Yo mismo, compañero de ruta y amigo suyo, y muy suyo, que venía recién bajándome de un avión de regreso allende los Andes, caí en el desasosiego más absoluto, pues todo como un golpe de trueno inundó mi cabeza, tumbando una relación de convivencia mutua en la literatura poética de tantos años. Y en la vida mismísima del “soñar y ser amigos” en esos tantos años también.

Aun así, y como un relámpago fijo, vino a mí la última página de su primer libro (Para saber y cantar), desprendida ahora de la memoria, y aquel poema Años después leído tantas veces a la sombra de los cerezos en el patio de mi casa de Los Ángeles: A quien llamar en la casa vacía. / Solo a las puertas doy la mano. / Ellas dan la manilla y se abren par en par. Ese “par en par” sería, desde entonces, todo santo y toda seña de bienvenida y reencuentro en rutas vivificadoras y perdurables.

Allí, en aquella mi ciudad natal, conocí en un verano de 1965, a Floridor (cuyo nombre será siempre imposible de olvidar), cargando al hombro su morral de profesor primario y un libro de Jules Renard a medio abrir en sus manos, como si el mismo fuera —y lo fue— el Jules Renard criollo de un diario íntimo: “Un abrazo para el compadre Jaime, en la intimidad de este diario, y la nuestra”. De allí también devendría el leal y pródigo poeta que grandemente había en él.

Recién egresado de la Escuela Normal de Victoria, y a cumplir su oficio de maestro rural, Floridor llegaba a un lugarejo llamado Mortandad, que era la ruralidad misma, cerca de Los Ángeles. Su sala de clases no tenía puertas ni ventanas en medio de esa ruralidad sin remedio. Aunque para el joven normalista sí las tenías: “Ventanas, ¿no era más pedagógico que el álamo del patio deshojara directamente su material didáctico para el estudio del otoño que ya empezaba a caer sobre las hojas de los cuadernos?” Y así, todo lo que supo en adelante lo aprendería de la tierra, de la naturaleza, de las gentes del campo y de su constante defensa de la cultura rural: La tierra ensucia las manos, / pero limpia al hombre. También: Los orgullosos campesinos / solo se inclinan ante la tierra. En esa escuelita estaría Floridor 15 años enseñando el alfabeto y aprendiendo a vivir.

Porque Floridor Pérez viene de un Chile contado y cantado, de ese sur profundo, con una infancia en Yates, Golfo de Reloncaví, donde nació en1937 (“de noche porque de día había otros quehaceres”), en lo mejor de una naturaleza que desde muy temprano será su geografía y su deslumbramiento: Río Puelo, Cochamó, Calbuco. Ese sur chileno le daría un sentido estacional de la vida, con sus largos veranos al galope de un caballo, y sus inviernos con una abuela teóloga enseñándole lecciones de historia bíblica, además de ir descubriendo un paisaje y un territorio que mucho tendrá que ver, después, en el desarrollo de su esencial obra poética. Y años más tarde, entre estaciones ferroviarias y castillos de madera, por Osorno, Valdivia (barrio Las Ánimas), La Unión, lugares que serán su estirón de adolescente y sus primeras rebeldías no líricas, sino estudiantiles. Pero la poesía ya andaba escribiéndose en una Underwood de su padre (contador en una empresa maderera de Osorno). Poemitas que, rimando y rimando, hablaban de “árboles silvestres”, de “pajarillos cantores”, de “aguas cristalinas”, y otras linduras que le bailaban en la lengua.

Las páginas de un libro —Este Chile que es tu patria— del periodista, cronista y polemista Tancredo Pinochet Le-Brun (1979-1957), serán sus libérrimas y reales lecciones para conocer y pensar esa patria. El libro, que leyó y releyó en la Biblioteca de la Escuela Normal de Victoria, donde había recaído después de su expulsión de la Escuela Normal de Valdivia por activista en una huelga nacional de normalistas, le cambió el mundo. Y tanto lo marcó que ya no pudo separar lo leído y lo vivido, o lo por vivir. Y se echó andar en la preparación de su propio personal libro: Chile contado y cantado, una manera de recobrar la patria, que le llevaría su tiempo de publicación (Nascimento, 1981) y su amplio mapa de leer cronistas, viajeros y escritores siglos XVI al XX.

En aquella biblioteca normalista se inicia también, en Floridor Pérez, el descubrimiento de la poesía chilena contemporánea en su pluralidad de voces y de registros temáticos. Autores y obras que serán sus admiraciones en tardes muchas de lecturas fervorosas: de Pablo de Rokha a Armando Uribe, de Nicanor Parra a Jorge Teillier y todos los poetas, sin reserva, de la Frontera, en ese Far West sin prejuicios, y al divino botón. Entrando así no solo en la poesía chilena sino, a su vez, en los descubridores también de un país: “Porque si hay un descubrimiento de Chile, en barco o a caballo, por un Hernando de Magallanes o un Diego de Almagro, también hay un descubrimiento de la Patagonia por una nortina como Gabriela Mistral; o el de la Pampa Salitrera por un sureño como Pablo Neruda. Y por encima de todos, el descubrimiento que cada chileno hizo, o está haciendo del suelo en que nació”.

Ese descubrimiento de cada chileno está, por cierto, en la obra del mismísimo Floridor, sobreviviente de una cultura rural avasallada. Citemos, por ejemplo, sus Chilenas  i  Chilenos (Ed. Sinfronteras, Santiago, 1986), que por años llevó guardado bajo el poncho (“donde el Diablo perdió el suyo y yo encontré el mío”), y por temor de entregarlos indefensos al examen lírico-lingüístico-semántico-estructural de moda, o a la acusación de criollismo, que Dios guarde. Pero ni larismo ni criollismo, sino, forma vital de convivencia humana: Conversaciones con los campesinos, Elogio y elegía de la señora Celmira, Canto a la derrota de Arturo Godoy. Nada, pues, de literatura nonata, sino la idiosincrasia más genuina y vivificadora. “No espero que alguien baile en una pata” —decía Floridor, defendiendo estos cantos, elogios y conversaciones—, “me conformo con que nadie ponga el grito en el cielo”.

Sobreviviente, además, en un Chile inmisericordemente maltratado y de un tiempo implacable de barbarie militare: Regimiento Andino de Los Ángeles (ahí, a no más de siete kilómetros de su escuelita rural, sin otro pecado de lesa patria que enseñar a niños campesinos el cultivo del leer y del escribir); Isla de la Quiriquina rodeada de mar y de tanto mar: (“esqueletos de peces que vivieron y murieron libres en el mar”); y Combarbalá arriba y adentro repechando sus cerros hasta la cresta misma del destierro. En fin, lo salvó el amor portentoso del vivir, y el amor del corazón también en sus Memorias de un condenado a amarte (1993). Es decir, la Poesía. Ya lo dijo Gonzalo Rojas: “Yo que no lloro me ha hecho llorar este Floridor. Me ha hecho con lágrimas reír, espantar las moscas me ha hecho, verlo todo como si nada”.

De ahí sus Cartas de prisionero (1985), tan antológicas como dramáticas, tan resueltas como irreverentes y desafiantes al ojo que vigila. Publicadas en plena dictadura, anduvieron volanderamente circulando en cuadernos artesanales o en pequeñas ediciones clandestinas. Poemas breves más que cartas —casi posdatas—, pero tan intensos como una carta escrita en un “acto de sufrir y de pensar”, a semejanza de aquel otro chileno siglo XIX, Juan Egaña, consolado en los presidios fernandezianos.  Recados de amor-dolor-amor a su destinataria y mujer muy amada: “Natacha: No puedo vivir sin ti, cariño / ¿Y por qué vas a vivir sin mí, carajo? / Me tienes y te tengo / Y es lo único que tengo / No se lo pedí a Frei / No me lo dio Allende / No me lo quitará la Junta Militar. 

En sus memorias (completas o incompletas), en sus cartas (de amar o de padecer), en sus cielografías (infancia o poesías para niños también), en sus tristuras (sin lamentaciones ni jeremías, sino ternuras), en su Chile (de contar y cantar y encantar la patria), Floridor Pérez se nos revela en sus  juglerías y larismos del vivir, en sus sencilleces de decires cotidianos, en su resuelta lucidez o don de gracia, y hasta de humor e ingenio de chileno que la cultura rural buenamente le dio: “Compadre de Urdemales aquí está Floridor Pérez / cazador desterrado refugiado en gambitos” (Jorge Teillier).

Pero no solo su personalísimo oficio creativo y su amplio registro poético, así también su incansable tarea pedagógica en una escuela rural o en un aula de universidad capitalina, Floridor llevó consigo, como virtud muy suya, otro de sus afanes más preciados, y al cual pareció estar destinado siempre: la muy valiosa formación de nuevas generaciones de poetas chilenos a través de activos talleres literarios. ¡Y cuántos talleres! ¡Y cuántas generaciones!

Hasta ayer no más en el mismísimo Taller de Poesía de la Fundación Pablo Neruda que desde 1988, al amparo fraternal y memorial de un Neruda —“hermano, esta es mi casa, entra en el mundo”—, abrimos de par en par a las nuevas generaciones de poetas chilenos,  y a las por venir. Desde el día primero, y semana a semana, Floridor sería mi leal compañero en el único Taller en Chile, y acaso en esta nuestra América, orientado a jóvenes poetas sin otro oficio que el oficio amado de escribir, pero desvelados ya en el “hoy sé saludar a la belleza”.

Floridor, que nunca se consideró de veras un “maestro” fue, en plenitud libertaria y en esta suerte de ejercicio implacable con la poesía, un maestro de don y dom. En treinta años, entre la letra y el borrón, así verdaderamente fue.

Alumbrado vive ahora en la poesía chilena, y en mí. Y en esta dedicatoria: “Parasaber y cantar y soñar y ser amigos”, escrita de su puño y letra en la primera página de su primer libro en un verano de 1965. Y años después: “Los que quieran ser realmente originales, atrévanse a estimarse de verdad”. Y así buenamente también fue.

Septiembre 21, y 2020.


 



Jaime Quezada y Floridor Pérez. Celebrando  el cincuentenario
de la publicación de "Canto General", de Pablo Neruda. Machu Picchu,
Cusco, octubre 2000. (Archivo J. Q).

 

Foto superior: Lectura de Floridor Pérez durante la presentación de la revista "Arúspice".
Universidad de Concepción, noviembre, 1968. (Archivo J. Q.).



 

 

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