A la caza de un concepto de fisura:
Paisaje de Chile, Plaquet de Mario Borel
Por Felipe Ruiz
La alegoría de un sentido nuevo: tal parece ser la empresa emergida de estos poemas en verso, testificando de paso el recorrido, el trazo de una palabra entre cortada, de un jadeo, que viene a ser la presencia de un dominio común para que el poema comparezca ante una ciudad, ante un país. Paisaje de Chile, la opera prima de Mario Borel, parece recorrer esos caminos poco transitados, en cuyo destino se juega todo el poema que podemos encontrar como descuido y como simetría de una palabra, de aquella palabra, chilena.
El paisaje y sus trayectos son la gruta por la que el poema va a recorrer el sentido y va a atestiguar su pasión por el desarrollo explícito del contenido. Porque la poesía de Borel es una palabra compungida, una palabra tímida, en medio de un caótico escrutinio de la crítica, en medio de un vacío de sentido que hace eco en la gratificación de los proyectos a medio terminar, en medio de los trayectos no recorridos, y que en buen chileno, permiten andar a tontas y a locas por una poesía que no camina, ni encabalga.
Lo que trasunta este programa parece ser el decurso de un sistema de enunciados, un sistema peculiar de enunciados, donde lo más sistemático parece ser el abordaje directo, sin dilaciones de la ternura precoz, esbozada al estilo de un universalismo, pero que no cae en la órbita del vacío absoluto. Estamos hablando de un hallazgo nuevo, de una palabra poco común, de un andar despierto por la noche poblada, de fisura.
Lo que radicalmente otro es la palabra hallada, lo que radicalmente impropio es la palabra, aquella que, en vistas de una paciencia nueva, no pudiésemos encontrar en el vacío de sentido al que nos acostumbra cierta zona de nuestro consciente, es que el verso debe desplegarse en pos de una reprimenda hacia todo aquello que no es poema.
Es un acto de obviedad decir que mi madre no es virgen
pero necesito decirlo hasta el cansancio
hasta que ella o yo nos cansemos
y nos odiemos
sabiendo de antemano
que no podríamos separarnos jamás
Sí: resulta un acto de obviedad, pero ¿no es la poesía precisamente eso, una obviedad salvaje que nos remueve en el vacío de sentido donde todos los signos revientan? Es, sin duda, un camino descuidado el que nos dibuja el desazonado corazón del Chile ya no, pos dictatorial, sino de este Chile, el Chile donde lo pos dictatorial ha dado lugar al Chile – Publicidad, al Chile Compra, al Chile vende.
Sin duda, Borel parece no escapar de aquella tragedia, de aquel sentido de pertenencia hacia lo cual acaso hay, fuga. Se trata de una obra que merece toda la atención en tanto el Chile Publicidad parece tener posibles subversiones, mediante, el deterioro de la tecnología mágica de la imagen, no escamoteando sus vínculos para – estéticos, es decir, no mediante el desentrañamiento de la maquinaria que lo produce, sino mediante el trabajo con la disolución del Yo que visualiza y escritura, mediante el fin del ego a que esa imagen publicitaria advierte.
Se trata de un comparendo entre el proyecto trágico de la existencia, la catarsis originaria, y aquello que escapa a la más mínima comprensión del proceso de esa tragedia: la nimiendad que se fuga en trazos que son también imagen partidas, sentidos que no están en órbita de una casa, de una guarida y morada.
Lo que la palabra de Borel proyecta dice relación con ese sentido. No es la estructura vacía, dislocada, de un componente trágico renovando nupcias con la estupidez humana, con todo lo mediocre, con el sentimiento vaciado de todo orden que no sea lo especular: la huella que deja ese estímulo vacío es un hedor que me parece hiede incluso en poetas más jóvenes que no vale la pena ahora mencionar. Borel escapa de ese vaciamiento, describe el trayecto, los trayectos, de un sentido.
La patria
-el español tiene el descaro
de llamarle mujer-
abre las piernas
se parte en dos:
la del frente la de la retaguardia
la opinante la callada
La patria se presenta en femenino y a la vez Borel nos habla de la obviedad: la madre no es virgen. Por esa misma razón es que la Madre es patria no virgen, no diremos, con una mente retorcidamente infantil, una patria ultrajada. Solamente reconoceremos lo esencial: la patria no nos pertenece en su flor virginal, ha sido habitada, morada antes, y desde luego será habitada después, esa moratoria nos obliga a confirmar con insistencia que nuestro lugar es el ahora, el aquí de la experiencia, más allá de cualquier historigrafía y más acá de cualquier ridícula ciencia ficción. La ternura aparece así en este espacio común como el aquí y el ahora de la experiencia del recogimiento en lo propio, el cuerpo, que está empatriado, por decirlo de algún modo, en una feminidad que ha sido habitada antes y que, podría, eventualmente ser luego habitada.
Toda aquella excusa precoz comporta un sentido de mayúscula atención sobre lo que aparece ridículamente disfrazado como poesía. Porque si la poesía posee nada más que la ternura para cobijarse del sentido abierto hacia una experiencia que vehiculiza lo impropio de una comunidad corrupta, lo propio de la ternura resulta ser el sentido disfrazado de simulacro, en que el cuerpo hace las veces de punto disrruptor y disyuntor entre la habitación ciudad y la habitación poética. De tal modo, la palabra poética no apela, en Borel, a una experiencia que corrompe el cuerpo. Por el contrario, este está siendo en su devenir una causal de desgaste y uso que no adscribe el desarrollo que necesita la poesía para su reivindicación.
Los procesos especulares, los desgastes son vistos como sistemas de enunciados eficaces a la hora de indicar los lugares equidistante por los que a traviesa el cuerpo.
La performance reaparece así, en el horizonte de este poema, como un sistema imbricado en la realización de un tipo de experiencia vital compleja, que no tenemos aún herramientas para visitar. Por lo pronto, podríamos aventurar, la performance se ubica en el horizonte, allí donde el camino traza aún un horizonte, y no más.
El descaro con que algunos buscan instalar un sistema tecnificado de enunciados, en el horizonte aciago de esta crítica que colige la instauración del tecnolecto y la jerigonza en la cogitación de un encabalgamiento, nos hace indagar en la naturaleza del nombre del Padre, que al parecer Borel parece aventura como nombre impropio de la culpa.
Por otra parte, lo lúdico de la experiencia poética, tanto crítica como teóricamente, no está relacionada únicamente con un tipo de comportamiento pragmático, sino que este ahonda en la esencia prácticamente especular del sentido, del horizonte del verso, en que el dolor retransmite una suerte de renacimiento del verso en su cuenca, dislocada, que atestigua la palabra, y que también la identifica.
Por eso mismo, se podría pensar que la poesía de Borel, junto a la de Marcelo Arce, René Silva Catalán y otros, se denomina a sí misma como de regocijo, o lo que es mejor, como poesía del positivismo lárico: una experiencia de la ciudad que reviste el lar a partir de su propio sistema de referencias, pero parodiándolo, testificando, de paso, su propia sutura con un modelo de funcionamiento imbricado en el devenir exhausto de su trazado: esa es, en tanto que tal, la fisura.
POEMAS DE PAISAJE DE CHILE, DE MARIO BOREL
El muchacho ebrio
Hermosamente excesivo como un cristo borracho
Pareciera que el dolor del mundo se hubiese posado en sus brazos delgados
Que se mueven
Que aletean como buscando las coronas de hojalata de otros reinos.
Un muchacho de otro mundo llega con capa azul
Lo invita a bailar un bolero para rescatarlo
Y cantan copas por sus bocas entrelazadas.
En la esquina los perros y los evangélicos cantan a coro sobre los cuatro jinetes del
acabose.
Ellos bailan el ruido de la lluvia
Que cae como los años en la cesta sonora del universo.
Él acaricia sus brazos adoloridos con el dolor del mundo.
Las murallas están alcoholizadas y sudan
Cuerpos inmóviles y vigilantes que descienden del tiempo.
Ellos se entrelazan los ojos
La noche se triza con el grito de una mujer violada
Reinas pájaras de labios fruncidos y voces agudas
¡Las matriarcas del vitricidio!
Él lo invita a bailar en la cuerda floja
Vírgenes suicidas deshojando rostros.
Ellos montan para irse y perece que se desvanecen
Él se parece a la flexión de una rodilla ajena
Vuelve a su cuerpo desarticulado
Y lanza perlas por su sonrisa de cristo borracho.
Lloramos la misma lambada
En la noche quedamos a las nueve
para ir a embriagarnos
y huir
como todas las semanas.
Mirábamos a los chicos de las revistas.
Queríamos ser los chicos de las revistas
los amábamos en el baño
y limpiábamos la foto con papel confort.
Me alistaba para ser parte del decorado
pagaba por eso
para salvarme ahí
del éxtasis anestésico del alcohol.
Debía ser ese otro
el del espejo
que se maquilla las heridas
los golpes del hambre.
Las marcas de la huida la tapábamos
todos llorábamos la misma lambada.
Bailaba con los muchachos ebrios.
Gritábamos que éramos los hijos y herederos
de una timidez criminalmente vulgar
jurábamos ser el reflejo de nosotros mismos
más felices y enajenados
(como un perro jugando con una botella de plástico)
maquillados a la manera de Bowie
con sexo casual en el baño
disparando a siniestra
el cuerpo que era todo lo que teníamos.
Cuando nos íbamos
distorsionados y ebrios
nos arreglábamos en los espejos
para conservar en la medida de lo posible
el mito salvador de la pose
lo que nos salva de lo salvador
aunque parezca que ahí sólo hay decadencia
y así
a pesar de lo estúpido, torcidos y enajenados
no sentirnos en el relato
de un libro de Bukowski.
Mi mamá me dio una guinda
Después de la lechita de las cinco
de los mimos de las madres
los chicos de la cuadra
salíamos a saltar la cuerda
y cantábamos:
Mi mamá me dio una guinda
mi papá me la quitó.
Después del tecito de la once
de los mimos de las madres
los chicos de la cuadra
íbamos a las discos de moda
con poleritas de la Marlen Dietrich
armábamos carnaval
nos restregábamos borrachos
cantando it´s my life
como saltando los acordes
y a la vuelta de la pose
(todos abrazados)
gritábamos en las esquinas:
Mi mamá me dio una guinda
mi papá me la quitó.