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Algo sobre poesía
visual y concreta.
A partir de Álbum,
de Martín Gubbins.
Por Felipe Ruiz
13 de noviembre de 2005
¿Qué es lo que anima el gesto visual, el interés
por lo visual, por lo concreto en la poesía? ¿qué
motiva el conato entre visualidad y palabra, entre canto y plástica,
entre lo visible y su representación? La pregunta no es menor
cuando uno se enfrenta a un libro como Álbum, de Martín
Gubbins. Pues es, justo por intermedio de esta pregunta que
lo que accede al campo crítico, que lo posible de ser criticado
se torna obtuso, se ensombrece en su propia evidencia: ¿cómo
se critica un libro de poesía visual? ¿cuáles
son los parámetros mínimos que permiten trazar una mirada,
descubrir una valencia, sopesar un texto en relación a una
escuela, tradición o lo que sea?
Para comenzar es necesario dejar en clara esta tensión, pues
es ella misma la que se vuelve productiva, a la postre, cuando se
mira el texto en su conjunto. Mi idea aquí es que no existe
parámetro alguno para fijar el texto a un referente crítico,
y es por esto mismo, justamente, que la entrada este debe ser oblilateral,
dejar a un lado la especulación acerca de la valencia o calidad
de la obra para hacerla significar en un campo de mayor envergadura
que su mera aparición. Este campo es lo que el texto abre,
lo que tiene de apertura, lo que el texto muestra en su doble sentido
de visibilidad y ocultamiento. Sostengo que la poesía visual
está destinada a abrir lo mostrado más que a engarzarse
en la novedad de la escritura o en su calidad. Que antes que juzgar
la escritura lo que está en juego en Álbum es
otra cosa, que ella manifiesta y pone al descubierto, y que el libro
completo no es otra cosa que un objeto destinado a patentar, a desdoblar
eso que muestra y representa. Como el famoso gesto de Duchamp en el
anuario de la exposición surrealista, el guiño visual
de Gubbins, una muy personal y sudamericana mirada con respecto a
la vanguardia visual, la doble imbricación entre escritura
y visualidad escapa aquí del control de los referentes para
situarse en el límite imposible de una mirada tergiversada,
desdoblada, dominada por lo gestual. Es esto lo que liga el texto
de Gubbins, en un extremo opuesto, eso sí, a la reciente vocación
poética que juega en los límites ya de lo decible en
la cultura occidental. Bordea el extremo de una hilaridad lúdica
que no llama ya al sentido sino que lo libera a su pura espaciación,
a su mero adorno. Y esta envoltura poética que reviste el gesto
es una gratuidad, en realidad, pues estamos ya más allá
de juzgar la pertinencia del género, la especificidad del canto,
la ineluctabilidad de lo escrito por sobre lo concreto.
Hasta aquí con la rimbombancia de lo critico. Es necesaria
esta escritura apabullante, sin embargo, para entablar un dialogo
con lo que resulta más difícil: someter la poesía
visual al régimen de la escritura tradicional, al régimen
crítico de un posible decir nómico. Lo que sigue intenta
más bien hacerle justo un espacio a Álbum, a hacerlo
entrar en relación con eso que evidencia y patenta. Vamos a
ve qué es eso.
Considero que la poesía visual y concreta, la que posee una
tradición subterránea y dispersa en nuestro circuito
poético, cruza hoy un momento de interés particular
para el estudio de la cultura en general. Esto es así porque
los cruces posibles entre visualidad y escritura atraviesan un campo
de mayor inestabilidad del signo, quizás el mayor de nuestra
civilización: estamos hoy, con toda la envergadura de nuestro
tiempo, al límite de la crisis total de la cultura escrita
frente a la cultura audiovisual, y los nuevos soportes y mediaciones
– para usar los términos de Barbero -, abren una brecha infinita
entre los herederos más longevos de la galaxia Gutemberg y
los hijos del Nintendo, el video clip, y las nuevas tecnologías
de información. Este desfase entre cultura escrita y cultura
audiovisual – que libera la palabra de la atadura libresca a la vez
que la tensa en sus posibles visibilidades -, vuelve compleja no sólo
la posibilidad del intercambio generacional, sino, y esto es lo que
aquí nos interesa, satura la palabra como signo hasta su límite
posible. Esto es algo que ya a estudiado en general la Escuela de
los Anales en Francia. Roger Chartier, por ejemplo, habla de la emergencia
de un nuevo modo de aparecer la palabra en los nuevos formatos, nunca
de una desaparición, eso sí, pero sí de una dramática
modificación. La técnica parece por fin dominar el enclave
ilustrado por excelencia que es la cultura escrita frente al dominio
de una economía política del signo que es consustancial
a una más general funcionalidad nemotécnica de lo escrito
en los nuevos formatos: signos, señaléticas de carreteras,
uso nomenclatural en Internet... la palabra ha perdido su espesor
en pos una funcionalidad visual, en pos de una desintegración
de los nudos narrativos tendiente a superficializar el código,
volverlo meramente un indicial, una seña. ¿No es eso
lo que ha sucedido, por ejemplo, al “modernizar” el Banco del Estado
de Chile, en ese extraño artilugio creativo de las mentes publicitarias?
¿No es el renovado engendro mentando, Banco Estado, la compresión
nomenclatural que tiende a anular el espesor narrativo de la palabra,
a ocultar la evidencia del lenguaje en pos de una velocidad económica
irresistible, en pos de una economía exitosa del signo del
mercado? A buenas cuentas, el sueño de esta política
económica del signo es reducir todo a meras señas, comprimir
el espesor del lenguaje hasta sus límites, reducirlo a números,
en su ideal bursátil, evitando lo más posible la redundancia
aburrida del idioma. Como el compacto engendro
KFC, la famosa gibarización de la cadena de comida rápida
Kentuchy Fried Chicken, a buenas cuentas el ideal mercantil sería
reducir a un mero concepto visual el Banco del Estado, a un mero BE,
a una simple binaridad funcional.
La desintegración de la palabra es una evidencia del tiempo
histórico. Es lo que permite evidenciar la altura, su esplendor
radial, la exhibición terrible de lo que continúa como
por la inercia de una máquina que alguna vez se prendió
y que ya nadie controla. La información que reduce a unidades
binarias y a mero dato el espesor del lenguaje, las economías
del signo, pueden ser síntomas de una globalización
que tiende a anular las barreras idiomáticas, y eso estaría
bien si es que no caemos en cuenta que detrás de ellos hay
algo más. Voy a poner un ejemplo. Todos conocen en Chile la
cadena Farmacias Ahumada. Es una cadena tradicional chilena, una cadena
de las más antiguas y prestigiosas y tal es su pedestre aparecer
que nadie duda en llamarla “la ahumada” sin más para referirse
a ella. En Perú, sin embargo, la empresa ha decidido no ocupar
el mismo nombre. En Lima la cadena de farmacias ocupa el nombre de
FASA, abreviación de Farmacias Ahumada y marca de algunos de
los productos que ella ofrece. Esta reducción del nombre a
un mero concepto, ininteligible para quienes no comparten la cultura
nacional, sucede del mismo modo a como se a reducido Lan Chile (líneas
aéreas nacionales) al simple y sencillo Lan y repite la operación
que describíamos con el Banco del Estado. ¿Cuál
es la mayor competitividad que este nombre entrega a los publicistas
en el contexto de los mercados globalizados? ¿Cuál es
su mayor eficacia a la hora de compararlas con sus nombre tradicionales?
En términos semióticos ninguna. Pero sucede que, por
intermedio de esta abreviación, por intermedio de esta censura
del nombre tradicional, del nombre propio, lo que se borra de plano
es el origen, la fuente directa de este nombrar la marca, y por intermedio
de esta borradura el lenguaje se convierte en seña inocente,
pierde el espesor nacional que distingue y llama a lo extranjero y
lo delata. Por intermedio de la abreviación perdemos los gestos
etimológicos que llaman a la cosa hacia su originalidad plena,
hacia la fuente de su proceder, y en materias empresariales este gesto
“globalizador” camufla la procedencia de las empresas en el comercio
llano y lato de los signos. Es así como opera la máquina
técnica: eficaz modo de simular una hermandad basada en la
primacía económica del signo de unos sobre otros, eficaz
modo de simular que el signo es mera inocencia y que la palabra no
ostenta ningún poder, en este sentido.
La Internet es, quizás, la fuente más evidente de enmascaramiento
en dicho sentido. Lo que se opera en el lenguaje nemotécnico
de la Red es todo un sistemas de claves y signos destinados a borrar
fronteras y simular equiparidad de signos. En la barra direccional,
las palabras son meros indicios que conducen hacia un algo que destalla
en la pantalla, borrando toda posibilidad de leer en ellas algo así
como la fuente de un poder o una clave posible de lectura de contenidos.
Los lenguajes primitivos del Web, como HTML, eran ya una compleja
trama de comandos en que las palabras finales eran “efecto” más
que fuente de significado. En los más sofisticados, como Java
Script, la dimensión escrita es ya de segundo orden con relación
a la pura visualidad del gesto, a la mera aparición destellante
de unos frames que aguantan una frase que linkea hacia otra página.
No se trata, en todo caso, de una impugnación apocalíptica,
de una más de las figuras de la tecnofobia, para usar los términos
de Ecco. Por el contrario, siguiendo más bien a Heidegger,
no es en sí misma la técnica la fuente de un ocultamiento
de nuestras fuentes, sino que es el modo como nos relacionamos con
ella la que da cuenta de nuestra actitud frente al mundo. Ahora, por
esto mismo, por intermedio de la mediación taxativa del campo
visual con respecto al campo escrito, es que las palabras parecen
haber caído más hacia lo estético que hacia lo
literario, que el análisis textual deba estar hoy, necesariamente,
cruzado con la pregunta acerca de la experiencia de los sentidos y
no simplemente a una actividad de la conciencia. La palabra ya no
es meramente una actividad que se relaciona de modo directo con la
conciencia, en efecto, pues los múltiples desplazamientos y
emplazamientos de esta en el marco de las nuevas tecnologías
han hecho ya evidente algo que la ilustración clásica
apenas si problematizó: que en el germen de la estetización
del signo escrito, que en el régimen la experiencia sensitiva
de la palabra, del signo, de la letra, su sonoridad, su visualidad,
su grafía, estaba ya incubada la crisis misma de la razón.
Dirá Foucault a propósito de la fuga de las ideas: “el
pensamiento, dicen, cautivado por el material sonoro del lenguaje,
olvidando el sentido y perdiendo la continuidad retórica del
discurso, por mediación de la sílaba repetida, de una
palabra a otra”, deja “que se hile todo ese traqueteo sonoro como
una mecánica loca”.
La búsqueda de un nuevo destino subversivo da la palabra,
entonces, como en el Dadá y las vanguardias de principios de
Siglo XX, no son contrarias a una modificación técnica
de los patrones de calibración del lenguaje: son parte de la
misma “episteme” que va a ser estallar la cultura francófona
ilustrada, son, en definitiva, cómplices y coparticipes de
la misma ruina. Desarrollar de por sí una experiencia de la
palabra como cosa sensible, como una experiencia estética y
plástica es corresponder al llamado técnico de esa mecánica
loca de la que Foucault habla. Por eso es que hoy por hoy, la poesía
visual latinoamericana entronque en los límites de sus posibilidades
de amplificación, y se encuentre, si se quiere, de vuelta de
donde las vanguardias la dejó: en los lindes de lo bélico.
En otras palabras, creo que el fenómeno de la poesía
visual y concreta en el marco de los circuitos poéticos latinoamericanos
pueden verse como símiles de los movimientos vanguardistas
franceses de principios de siglos, como anuncios, en efecto, de una
posible saturación técnica de los signos del mundo de
extremo occidente, como el posible vaciamiento de la palabra, de su
exhibición, ya de carroña, artilugio muerto en la evidencia
de nuestro decadentismo y crisis.
Recordemos, por ejemplo, el futurismo, aquel extremo ya evidente
contenido en el movimiento vanguardista. El futurismo impugnaba la
belleza de la técnica y se vanagloriaba con la voluptuosidad
de la máquina, viendo en ella una reificación posible
del hombre y de su destino. Todo ello trajo consigo la evidente adición
de un número no menor de sus simpatizantes al fascismo. Recordemos
al propio Huidobro, que en su algidez creacionista creyó encontrar
la belleza oculta de las bombas que se intercambian en la guerra.
Todo ello, claro está, recubierto bajo sofisticados aires de
mixtificación y variopintas concepciones que auguraban el surgimiento
de un nuevo hombre lavado por el brillo técnico. Este brillo
técnico, este ritmo frenético de la máquina que
lleva lo rojo hasta sus consecuencias más horrorosas, es la
necesidad oculta de todo gesto que lleve al extremo nuestra relación
con lo visual como producción técnica del signo. La
pauperización de la palabra y su descrédito en el marco
del funcionamiento sistémico trae consigo la exaltación
de lo sensorial afectado por el fuego técnico, la narcotización
de la poesía como movimiento mixtificador del signo. El otro
extremo de la oscuridad, es esta intensidad del fuego, esta pasionalidad
de la máquina que en un momento de todo o nada ofrece al mundo
el espectáculo de su grandeza: promesa de resolución
técnica de la dualidad por medio de su intervención
semidivina: intervención del tercero en el seno de la duplicidad,
ese tercero que paga con carne la voluptuosidad del espíritu.
II
No hay que desdeñar lo que esta máquina, este gesto
técnico tiene de alumbrador. La técnica es también
destello y brillo, dirá Heidegger: “la esencia de la técnica
tampoco es en manera alguna nada técnico. Por esto nunca experienciaremos
nuestra relación para con la esencia de la técnica mientras
nos limitemos a representar únicamente lo técnico y
a impulsarlo, mientras nos resignemos con lo técnico o lo esquivemos”.
La esencia de la técnica no es meramente técnica y,
se podría decir, en la escena de la dualidad, ella ocupa un
lugar no menos importante, ella es un personaje más.
Una imagen sorprendente: se trata de una pintura decorativa, nada
más. Un jardín rodeado de árboles, en el que
merodean pájaros y el sol brilla radiante. Al centro de la
escena, una fuente de agua, de la que los pájaros beben, observando
extrañados la presencia feliz de aquella pileta que ocupa el
lugar central de la escena. Que la pileta ocupe el lugar central en
un cuadro de pájaros y árboles no es casual. Se trata
de una pintura meramente decorativa pero dice mucho del lugar que
puede ocupar lo técnico con relación a la ordenación
del cosmos. Lo técnico aquí no sólo es lo que
permite la purificación del agua, elemento vital para la subsistencia
de la vida. La purificación técnica del agua – necesaria
para nuestra civilización -, viene a simbolizar el eslabón
secreto de esta en relación a la ordenación de lo aéreo
(pájaros) y lo terrestre (árboles). Ellos giran y se
ordenan con relación a la pileta, que ocupa el lugar ontocéntrico
de la escena de la creación. Ella nos viene a recordar la evidencia
de la técnica como útil fiable para nuestro mundo y
que de ella pendemos como creadores y como creados. Así es,
pues, como creados: la técnica creada se nos reenvía
luego para crearnos. Está demostrado que la invención
del zapato, por ejemplo, modificó a lo largo de la historia
la estructura del pie. Además, diversos estudios comprueban
que la velocidad con que se mueve el ojo en niños criados ya
en la cultura audiovisual es mayor a quienes provienen de la cultura
escrita. El medio es el mensaje, dirá Mcluhan. Esta pendiente,
creo, y sólo señalada, una reflexión profunda
acerca del papel de la técnica, acerca de su carácter
dromológico y de su voluntad, en el seno de nuestra cultura
y vida. Por ahora basta con señalar que dicha escena pertenece
a un cuadro decorativo de un restaurante que en Ciudad de México.
El lugar tenía todos los atributos de un salón de principios
del siglo XX en París, según las envolventes y furtivas
apariciones románticas de estos grandes salones parisenses
en Por el camino de Swan, de Proust Allí donde se dan cita
Odette y Swan, allí es el triunfo de la ciudad y el fracaso
de su relación. Hay que insistir en esto, en el grado en que
una escena como la recién descrita puede relacionarse con este
París en la antesala de la guerra, como la técnica puede,
sin que los sujetos lo sepan, comenzar a desplegar su propio juego
de espejos en la víspera de un verano radical. Hoy por hoy,
cuando ya ha tenido lugar en la Europa contemporánea la destrucción
de esa simbólica, París acude al encuentro del visitante
como un verdadero museo. Volviendo a Álbum, ¿no
es eso lo que trasluce el itinerario de viaje de Gubbins? ¿No
es aquello finalmente lo que, de modo terrible y alucinante, muestra
este texto como corolario efectivo de un viaje hacia el viejo mundo?
París como un museo. Europa como un museo. Pierre no toucher,
diría Duchamp. Todo aquí ya ha tenido lugar y lo que
queda es el residuo técnico de una antigua actividad ya como
mero decoro de una cultura que ha sucedido, que es la “blanca ceniza”.
El verdadero europeo, el verdadero parisense no está ya en
París: es aquel sujeto que circula en el mundo, es aquel exoturista,
para usar la jerga de estudio, que hace que París esté
finalmente en todo el globo, a la búsqueda de un nuevo lugar
donde sea propicio eclosionar los procesos que en el viejo continente
ya tuvieron lugar. Salvo por la viva actividad y conflicto del extranjero,
del emigrante, y por el papel que el cine y en general la cultura
audiovisual sumado a la clonación pueden generar para la cultura,
el tema de la cultura escrita, del arte, en general, está sellado
en París. Un Maja de Goya, la Iglesia de la Sagrada Familia,
el Puente de Avignon, son todos ya residuos y trofeos de un tiempo
que ha tenido lugar y de una cultura estatuaria, de un fuego convertido
en ceniza, y esto Gubbins lo describe, en su visión latinoamericana,
como la desintegración del decir, como la atomización
del gesto por medio de la ruptura con la palabra diegética.
No hay nada que decir concretamente de esta vieja Europa, pues todo
ha sido dicho ya o lo que está por decirse no se encuentra
oculto el una nueva mirada sobre su cultura, sino en su libre circulación
por el orbe, en la mirada de un gran Ojo cinematográfico que
despliega su juego misterioso sobre las cosas del mundo. Todo aquí
queda reducido a un gesto visual o al apremio de una palabra desmembrada.
Gubbins viaja por dicha esfera cristalizada del gran museo como el
protagonista de la excelente película El arca rusa, de Alenxander
Zukurof: contemplando el espectáculo claustrofóbico
de una cultura destinada a vivir de un tiempo que ya ha tenido lugar,
y en donde cada cuadro, cada gran obra maestra del arte se reduce
a un simple gesto técnico en el desarrollo de la historia del
espíritu humano. Condenados a navegar eternamente en el arca.
Y no es casual que el arca sea un museo. La única salida, la
única fuga a esa muerte en vida es la circulación en
otros tiempos, el retroceso en el tiempo, si se quiere, en pos de
hacer brotar un porvenir y de acudir al lugar, a ese lugar donde la
cultura está sucediendo.
Gubbins explora este gran museo europeo con la viabilidad de la técnica
y por la técnica. Deambular significa darle lugar al ejercicio
ocular, retiniano – veáse el poema de la Capilla de los Príncipes
de Medicci -, buscando darle un ornamente escritural a aquellas señas
plásticas de otro tiempo. Este ha sido un ejercicio no menor,
dado que el Álbum ha sido el resultado de tres años
de viajes, tres años de realizar este ejercicio. Ahora bien,
y puesto que el gesto aquí no puede leerse bajo las huellas
de un exoturismo, sino a través de la mirada latinoamericana
del Museo, es que esta obra se torna interesante para encontrar las
huellas de un posible decir. ¿Por qué finalmente interesa
un Álbum de viaje por el gran Museo europeo? ¿Qué
podríamos ganar? ¿Por qué cobra la forma de un
libro de poesía visual?
Que un latinoamericano redescubra el viejo Museo a la luz de la poesía
es del todo interesante. Debemos, puesto que nuestra experiencia del
presente ya ha tenido lugar, hurgar en la reciente experiencia de
la Europa en pos de descubrir las posibilidades de nuestra propia
historia, en pos de encontrar si quiera referentes que nos indique
cual podría ser la forma que tome el curso de nuestro proceso.
Dicho sea de paso, ya no es una experiencia exterior al interés
de Europa lo que podamos ahí descubrir: ya todo Occidente se
haya involucrado con Occidente, y no hay ningún afuera, nadie
que puede quedarse imparcial a la hora del Armagedón. A la
luz de su historia reciente, Europa se ofrece como un lugar que recién
podemos descubrir históricamente, que recién aparece
como un nido de experiencias posibles y no meramente como el centro
del cual dicta las modas intelectuales y culturales. La retroalimentación
es entonces necesaria y hasta cierto punto permite acelerar los procesos
y darles un curso menos violento, cuanto más intensa esta sea.
Ahora, que este texto se haya dado así la postura, la compostura
de un poema visual es quizás lo más fascinante y misterioso.
Martín Gubbins es miembro y fundador del Foro de Escritores
de Santiago, émulo del Writers Forum de Londres, con el cual
ha mantenido contacto y ha surcado múltiples encuentros. El
interés por la poesía visual ha sido impulsada, recientemente,
casi exclusivamente por el Foro en Chile, y los lazos que ha mantenido
con el Foro inglés han sido vitales para activar esta retroalimentación
de la que hablamos. Inglaterra, me parece, es un punto neurálgico
para comprender la dimensión de nuestro proceso, y quizás
sea uno de los puntos para comprender el interés genealógico
por la poesía visual de este grupo. Inglaterra es, digo, un
punto especial en este descubrimiento latinoamericano de la Europa.
Es importante y vital puesto que de allí es donde brota, es
de allí de donde surge la lengua que ocupa el lugar de dominancia
técnica hoy en nuestro mundo. Es de allí, además,
de donde surge la cultura y la religión que encarna los interés
del Imperio y toca hoy a su crisis. Nuestra relación con lo
inglés, en efecto, nuestra relación con el inglés,
me parece que se realiza entonces como lectura muy sensible del brillo
técnico del lenguaje, de su máxima gibarización
y plasticidad. El libro de Gubbins es tributario de esa experiencia,
es, si se quiere, junto al Foro de Escritores, la traducción
más palpable, más significativa de esta tecnificación
minimalista del lenguaje con relación al funcionamiento de
la máquina. Es notable, entonces, su relación con la
Isla, pues de ella brota todo el sentido de una vocación tecnicista
de la poesía llevada a sus extremos. Y de ella toca, también,
mi interés crítico por el Foro y Álbum, de Martín
Gubbins.
Quisiera resumir ahora no de manera esquemática, sino sintética,
los puntos de esta pequeña entrega, para luego dar paso a posibles
lecturas que indiquen tensiones y direcciones.
Considero que el interés por lo visual en Latinoamérica
puede leerse a partir del gesto de las vanguardias de principios del
siglo XX en Europa. Dichas vanguardias, al situarse en la frontera
o más allá de la frontera de un final sin fin, eran,
sin quererlo, las anunciadoras de la victoria de la técnica
por sobre la voluntad del lenguaje y la palabra, y no es fácil
leer su evolución a la luz de un decadentismo y posible crisis.
Lo único visible en la imagen es la palabra. Cuando se está
ya más allá de ella, cuando estalla su confiabilidad
y sede a su lugar el juego técnico, se encuentra uno en los
límites mismos, los peligrosos límites, del destello.
Como he señalado en otro lugar, dicho destello brilla y encenta
el fuego que inflama y enciende, llevando al rojo vivo la relación
de la dualidad. El otro lado de este optimismo lúdico es la
Biblioteca como espectáculo decadente de lo ya muerto, el anuncio
del advenimiento del Museo como brío de la ceniza. Cuando se
ha llegado a un punto de saturación, la tecnificación
de la palabra y esta misma aparece como instrumento, mero signo, es
necesario redescubrir la señas que nos llevan de vuelta a un
habitar más lúcido y despierto con estos orígenes
olvidados. Habitar lúcido y despierto que no se realiza sino
por la absolución del signo, por su irrevocable bancarrota.
Hoy nos encontramos ya en un punto bastante ennegrecido de esa obturación
de la palabra sobre sí. Nuestra relación con la técnica
se ha vuelto tan negra que ella ha tomado un lugar nuevamente capital
en el juego de la dualidad, pero es materia de otro análisis
mostrar de qué modo ella es la posibilitadora, por violencia,
de un nuevo salto. Por lo pronto, tenemos por lo menos la evidencia
de que allí donde ha tenido lugar este destellar técnico
ha quedado algo así como un Museo del que tenemos que aprender
para volver a descubrir la belleza de lo simple del habitar, la belleza
de la circularidad infinita del mundo, y sospechar así de la
máquina y del corte de término que impone a nuestra
historia. Debemos observar, también, que es la relación
con lo audiovisual, con lo visual, con esta visión del Ojo
que es ya el cine, la que posibilita pensar en un momento totalmente
nuevo de nuestra posible relación con el arte y la técnica.
Digo nuevo, porque lo que hoy ofrece al cine para la mirada del Ojo
es algo totalmente nuevo a nuestra historia, y del que hay que dar
cuenta hermenéuticamente
La relación de Álbum con este proceso es crucial. Gubbins
y el Foro de Escritores
en Chile son el nexo con las raíces mismas de este
proceso largo y lento de tecnificación y reificación
que ha comenzado en la Inglaterra. Su relación con la palabra
es el resultado de esta sombra que tiñe una relación
más originaria con la palabra, y dice mucho además de
un posible surgimiento, en Chile, de algo así como una clave
interpretativa de este proceso. Chile es un lugar, entonces, capital
en el desenvolvimiento de esta lectura, de esta lectura crítica
de la cultura, por razones que no corresponde a este ensayo pero que
sindican ya la honda ingerencia anglófona en asuntos de nuestro
pasado histórico. Es materia, también, de otro ensayo
dar cabal cuenta de estos procesos. Pero es de sumo interés
y apremiante dar cuenta de ello a la luz de estas poéticas
tan irresistiblemente críticas como las que surgen con mayor
frecuencia en nuestra Latinoamérica.