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Tiempo y data
Por Felipe Ruiz
Periodista
Candidato a Doctor en Filosofía / Universidad de Chile
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Una vez como la otra vez. Estamos condenados a la repetición. Condenados a la cifra, cifrada en la data. Hoy somos en jueves, otro jueves, como la otra vez, hace ya un año, jahr, o como, incluso, el jueves pasado.
Como la otra vez. Repetimos, volvemos a caer, recaemos, (somos arrojados, en jerga heideggeriana). Estamos condenados, aunque habría que profundizar si trágicamente, a la repetición. Es así porque olvidamos. Es así porque somos sentenciosamente afásicos.
La data es la inscripción que reitera y encenta en la memoria aquella cláusula derridiana, llena de precauciones, sobre la poesía de Paul Celan. Es la fecha. Sabemos que en los poemas finales ésta cumple una función estratégica. Sabemos que en Hebras de sol, las Rejas del lenguaje y Parte de Nieve la data del poema deja de ser anecdótica. Es un acto de resistencia, pero, ¿frente a qué? Frente a lo afásico, quizás, pero también frente a la clausura de cierto tipo de poesía, cierto tipo de “truco” de la experiencia.
Me refiero, por ejemplo, al último poema de El Jardinero, de Tagore, o al retuécano de ciencia ficción que sentenció cierta parte de la poesía hasta finales de la década pasada. Era un afán por situar el presente como una ficción del futuro, sin ahogar por eso el deseo de trascendencia, pero estigmatizándolo en la distopía, en lo aciago.
Cuando el espacio se amplió sideralmente por la mal llamada “globalización”; el problema del tiempo fue clausurado, mejor dicho, domesticado en los autores canónicos, en los poetas “bates”, como Eliot o Pound. Sin embargo, nadie reparó (ni en Rozensweig ni en Levinas), que nuestra data seguía siendo idéntica a la de siglos atrás. Que las fechas (para bien o para mal) seguían siendo la economía de la experiencia.
También habría que hablar de la experiencia de la economía, de lo que en Pound visionariamente vislumbra en la usura, en el gasto, la fatiga del trabajo como producción y como derroche de tiempo.de un paraguazo caemos en cuenta que, si seguimos la clave de Alberto Mayol en el derrumbe del modelo, estamos ad portas de una crisis sideral del tiempo de las datas. Es, en efecto, a partir de los procesos locales y mundiales del 2011 en adelante (y en curso), que los ciudadanos se han vuelto víctimas del tiempo, presos y perseguidos por él, como si el fin de los grandes relatos y la posmodernidad (Lyotard), no fuesen más que el preámbulo de una crisis de la historicidad.
Hay también eso de que la historicidad solo funciona como crisis. Estaba ya en Hegel, incubada en el seno de la dialéctica. Hoy por hoy, la dialéctica parece un juego de niños. Las crisis sociales ya no son cíclicas y la historiografía no da con las herramientas para dar cuenta de la ebullición social y pública sin control.
La vida social se ha vuelto más selvática (en sentido heideggeriano, en lo que corresponde a la erorterung de George Trakl). La ciudad es pos urbana. Remansos casi imposibles, la ciudad ya no puede escribirse bajo los códigos de Benjamin en la obra de los Pasajes (Paris), ni en la clave interpretiva de Ángel Rama. Hoy, más que nunca, la literatura es una resistencia sin estilo, es decir, sin pompa, sin flaneurs, sin bohemia, sin torres de marfil.
Hablar de posibles esperanzas sería lo mismo que una derrota. E, incluso, mucho más que una victoria, lo buscado debe ser la transcripción de la memoria a la experiencia sensible de la datación tarjada, bloqueada, sin honomásticos ni hagiografías. Digo hoy que la esperanza es una derrota pues no se quiere esperanza alguna, si no, a partir del derrumbe del modelo, modelar lo derrumbado.