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La muerte del nombre propio

Por Felipe Ruiz



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Hay dos textos que me gustaría revisitar, y que encuadran con mi argumento. El primero es, La falta de nombres sagrados, de Martin Heidegger y el otro, Sobre árboles y madres, del que quizás sea el último “pensador” de nuestro país: Patricio Marchant. Ambos textos, debidamente contextualizados al alero de sus diferentes épocas, manifiestan un interés por aquello que aquí llamamos “la muerte del nombre propio”; el texto de Heidegger, por ejemplo, pone en evidencia lo que él denomina la “falta” de nombres sagrados; en otras palabras, se refiere a la carencia de una epopeya real, con personas reales en situaciones de lucha y heroicidad, y que manifiesten relación con una suerte de “veneración popular” a aquellos nombres que portan sujetos “históricos” reales. La veneración de dichos nombres implica una posibilidad patente de un pueblo de forjar una historia propia y no impuesta por el panteón de la patria. De tal modo, son sagrados en la medida que acompañan la admiración de un pueblo.

Puede que el argumento heideggeriano, pese a que, como se sabe, está fuertemente cargado por las filiaciones del pensador y el nacional socialismo, nos abran, y eso no se puede negar, una respuesta al carácter primordial del nombre propio. Ya parecía tenerlo claro el poeta Raúl Zurita en su libro INRI, en donde los nombres (arque) típicos de nuestro bautismo de izquierda (Bruno, Mireya, Susana), desarrollan una estrategia textual que los ubica en el centro de su despliegue estético. Todo esto en el contexto, claro, de violencia y criminalidad en que aquellas personas fueron vulneradas en su integridad física por los mecanismos represores de la Dictadura, y que en muchos casos, pasaron a englobar la lista de detenidos desaparecidos arrojados al mar y la cordillera.

Bajo este contexto, “situado”, se podría decir, emerge el argumento de Patricio Marchant. Para él, no se trata únicamente de la “ausencia” de los nombres. Se trata, más bien, de una pérdida del nombre, y en ese caso, de una pérdida irreparable de aquellas ligazones fundamentales del nombre y el pueblo de Chile. Es, de este modo, en que aquella pérdida resulta de un abismo de sentido, una pérdida que en tanto falta, es fundante e irreparable: aquello lo gatilló el interdicto esencial de la Dictadura en quizás la pérdida profunda y el sentido de la palabra “compañero”.

Volviendo unos pasos atrás, sabemos que “des – sutura” – parafraseando a Alain Badiou -, entre el ejercicio político y un relato o gesta posible, era en gran parte la ligazón entre lo mito – poético de la antigua política, y que algunos escritores jóvenes han intentado recuperar con dispar éxito (pienso en el libro Brian, el nombre de mi país en llamas, de Diego Ramírez, por nombrar un solo ejemplo); Digo dispar, en tanto la “muerte del nombre” es una evidencia que se palpa evidentemente en nuestra sociedad actual.

En efecto, estamos en presencia de un recrudecimiento de la “pérdida del nombre”, desinstalado por la heteronomía, el apodo, y la in consistencia del “alias” en las que se diversifican. Los “nombres de usuario” exceden la comprensión de lo propio, de la identidad y del yo. La diversidad de la heteronomía ha convertido la subjetividad en algo móvil y ubicuo. Se busca apuntar a la virtualización de los sujetos, a convertirlos en portadores de una identidad dislocada. Sólo desde la recuperación de la historicidad del nombre se podría plantear una re – mitificación de la gesta popular y a partir de allí, enarbolar sus alcances. La relación entre pueblo y nombre es esencial para la construcción de lo comunitario y la familiaridad de lo popular. Es por ello que, a partir de esa recuperación se puede comenzar a hablar de lo local, del principio del “tú a tú”, en lo cual se funda todo pueblo.



 



 

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