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Ironía y Metáfora
Por Felipe Ruiz
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“Es necesario que subamos, elevarnos sobre el resto”, dice un hombre mientras viaja en un ascensor. Dicha afirmación es la rotundez exacta de la ironía: impone con implacable realismo la, justamente, realidad de un instante, la actualidad del lenguaje para con el mundo. La ironía, en ese sentido, es lo opuesto a la metáfora; arranca de una mueca o risotada la aridez de los discursos, apelando, así, a la burlona carencia de porvenir que la metáfora discurre en la utopía.
Recordemos que la mímesis es mor metafóricus; es decir, que la metáfora puede sucumbir – y he ahí la falsedad del argumento de Derrida en La retirada de la metáfora-, porque ella alimenta el devenir de algo aún no visto, aún no palpable y que, por tanto, es posible que nunca aparezca en lo real. Por el contrario, la ironía es la carcajada burlona de la realidad dura destruyendo al lenguaje.
Los que más saben de aquello son los políticos modernos; en su “arena”, son implacables en el uso de un discurso irónico contra sus adversarios, siempre custodiados por los medios de comunicación. Como señala Levinas, en consecuencia, la política es lo opuesto a la ingenuidad en la misma medida que la filosofía es lo opuesto a la ingenuidad. La ironía se afinca en el pensamiennto irónico que espacializa el lenguaje, distribuye sus alegatos y mofas en los centros de trabajo, y en la presión que se ejerce contra el “colega” a partir del lengauje seco y duro que emana de él.
Por lo mismo, dentro de las artes, es la poesía la que sale más dañada del imperio de la ironía, pues es él el más metafórico de todos los lenguajes, el que más reciente la violencia de aquellos discursos.
Sin embargo, esto no siempre fue así; antaño, el político hablaba casi como poeta, y en algunos casos, el poeta era casi como un político. La utopía urgía por recuperar su esencia metafórica, inspirando a la ciudadanía hacia un esplendor social que era pura sensibilidad, pathos, Gemut; el discurso de la publicidad convertida en propaganda tácita de un sentido común profundamente dislocado instaló la ironía en el centro de aquellos “alivios” temporales de la consciencia. La poesía se replegó hacia su propio circuito y el polítio abandonó el discurso de los futuros posibles. Lyotard nos ha hablado, como se sabe, de la crisis de los grandes relatos. ¿puede haber relación entre lo que planteammos y esa crisis? ¿Puede el imperio de la ironía ser el tácito culpable (o uno de ellos) del empobrecimiento y adelgazamiento de los discursos políticos?
Lo cierto es que ante la retirada de la metáfora, la ironía representa el triunfo de la más cruel de las realidades: la muerte del lenguaje. La ironía destruye las utopías, las deja anómicas, pues el procesos de gestación de la utopía es leve, volátil y de fácil refutación por intermedio de la lógica irónica. Somos proclives a pensar que la retirada de la metáfora (de la poesóa), es permanente. Me atrevo a decir que quizás sí; empero, esa “defensa” de la autonomía de la metáfora no tiene por qué sentirse como algo necesariamente maligno: ¿maligno para quién? ¿para el poeta, o para política? Podríamos concluir simplemente diciendo: ellos se lo pierden.