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Chile: ¿país desarrollado?
Felipe Ruiz
Periodista
Candidato a Doctor en Filosofía
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Creo que nadie pone en duda que fue el colapso del transporte público llamado “Transantiago” el que dio sepultura al proyecto desarrollista – modernizador del discurso político concertacionista. En efecto, se podría decir, que lo que este fracaso urbano dio por concluido fue el discurso, la promesa, la visión de convertir a Chile en un “país desarrollado” (sic). Este objetivo, meta y promesa de los gobiernos concertacionistas, fue perdiendo peso ante la evidencia de su distópico destino. Los plazos no se cumplían, la evidencia de la realidad fue superior. Poco a poco, aquella visión fue perdiendo fuerza en los discursos, incluso en las planificaciones sociales del gobierno, y al fin en la política, tendió casi a desaparecer por completo.
No hablemos de fraude retórico; hablemos más bien de desilusión. A medida que el mundo fue acercándose a nuestras latitudes, y que pudimos observar mejor cómo era la vida en aquellos países desarrollados, comprendimos que la fuerte carga idiosincrática de nuestro país revelaba costumbres, hábitos, prácticas, que surgen como trabas ante la evidente realidad; así, pese a que en países desarrollados la vida nocturna casi no existe, pudimos ver en pantalla a dirigentes de locales nocturnos de Providencia bogando por su “libertad de expresión” ante la ordenanza municipal que los obligaba a cerrar más temprano; así también, fuimos testigos del espectáculo de los diputados de la Alianza que abandonaban la Cámara ante una votación desfavorable en la Reforma Educacional. Amenazando, incluso, ir con una denuncia al Tribunal Constitucional. Ese es el nivel de “desarrollo” que muestra el país.
Por otro lado, descartada ya la promesa, sea por las razones que sea, la sociedad civil, cansada quizás de estas prácticas, se ha volcado a una nueva forma de desarrollismo: el de los valores. De tal modo, modernizarse a partir de las costumbres parece más cercano y realista. Están los homosexuales, el acuerdo de vida en pareja, ciclistas furiosos, marchas en pos de demandas locales, y redes asociativas de múltiples y versátiles movimientos.
Esta agenda social (autogenerada, espontánea) es el revés de una desilusión generalizada de aquella promesa, y es, también, un desacato furioso contra la “planificación centralizada” que comenzó como un programa político estatista y terminó siendo un slogan. No hay instrumento analítico, ni encuesta, aún, que mida la injerencia, convocatoria ni pretensiones de estos grupos sociales. Pero al menos refleja la voluntad de la sociedad civil de sobreponerse ante las vicisitudes prácticas y retóricas de la clase política. De este modo, el fin de la ilusión de convertir a Chile en un país desarrollado debería desembocar naturalmente, en miras de estas organizaciones, en un nuevo contrato social.
¿Contrato Social? Sí: Asamblea Constituyente. Solo a partir de este sentido último y refundacional, quizás, podamos seguir pensando (y por qué no, soñando), con convertirnos en un país desarrollado.