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Algunos apuntes sobre “el amor” desde la filosofía

Por Felipe Ruiz



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El amor, el amor... ¿qué es el amor? Una palabra baladí y fatigada hasta el hartazgo que no por eso, no ha dado qué pensar. Cercano a nuestros lares, sin ir demasiado lejos, quizás la empresa literaria más original y seria para reflexionar a ese respecto ha sido la de Octavio Paz en su hermoso ensayo La llama doble. Dejando de lado el tinte de Eliot de este ensayo de uno de los mejores ensayistas de América, es sin embargo criticable el tinte romántico (por no decir cursi), en que se cifra la historicidad del amor, reducida al anómico y anémico amor de pareja. El manoseo comercial es también tributario del manoseo intelectual del amor en sus múltiples formas, que van desde ensayos serios como este, hasta pergaminos de playas en crepúsculo y amantes observando el ocaso.

En efecto, buscamos una definición de amor más allá del amor de pareja, incluso del amor de padres. Buscamos el amor desesperadamente pero precisamente lo han destruido por su propio exceso, por ser una palabra fatigada por el sentido común y la reiteración desde la intimidad y desde lo público, desde la religiosidad hasta los justificativos sexuales conyugales y no tanto. Por tanto, la pregunta aún permanece en vilo: ¿Qué es el amor?

Poco antes de su muerte, el filósofo francés Philip Lacoue – Labarthe, reflexionó al respecto: quizás debamos concluir que después de más de dos milenios de historia el amor no sea otra cosa que “la furia”. ¿La furia? Enigmática conclusión e inesperado juicio que, pese a su misterio, es emparejada con aquel otro misterioso concepto del poeta Raúl Zurita en su ensayo Los poemas muertos: allí, Zurita nos habla también de la “furia del amor”. La idea del amor como furia, por tanto, da que pensar a mucho, y en virtud de aquello, debe ser tomada en serio.

Recordemos, pare estos efectos, aquel pasaje clásico de la tragedia Griega, Orestes. Recordemos que Orestes es perseguido de modo criminal por las Furias (Erinias), suerte de espectros demónicos que lo atormentan por un delito que él asegura no haber cometido. Una vez que su enloquecedor exilio termina, Orestes retorna y aclara su inocencia, de modo que sus persecutoras se convierten en las euménides, criaturas embellecidas y preciosas como recompensa por su valentía.

Podemos darnos cuenta, a partir de esto, que el concepto de furia, como definición profunda y verdadera del amor, atraviesa la historia de la cultura de Occidente de modo subterráneo y nos viene a plantear un modo alternativo y alejado de manierismos del amor ni rosa ni falso. ¿qué hay detrás de esto? Que el amor, como vemos en Orestes, es emparentado con el Celo, cuando no, el amor es el celo mismo. Las furias que persiguen a Orestes no son otra cosa que bellas apariciones celosas que buscan aclarar por qué Orestes huye de su mentira.

La única posibilidad de interpretar el amor desde la piedad y la contemplación es a partir de la bondad que produce el irrefrenable deseo de posesión, que no es otra cosa que el irrefrenable amor al ser humano al mundo en su inabarcable soledad. Los celos comunes no son otra cosa que la manifestación ocasional del celo profundo del amor y su pasión de poseer al otro en su existir, en su vida y de este modo, teniéndolo presente, conservarlo para sí lejos de su muerte. Porque, en esencia, la piedad del amor, esa entrega hacia el otro, es una óptica, como dice Levinas, y en tanto que tal, el principio de una ética, que es posesiva y me atrevería a decir hasta obsesiva por la otredad, por la alteridad que busca ser mismidad. Si bien esta idea se acerca, como se ve, al concepto de Bataille de la continuidad y la discontinuidad de los seres, se aleja, sin embargo, de la eroticidad allí presente, incluso de la sexualidad presente por que la posesión no es referencial hacia la mismidad y al otro, sino al celo como de pérdida tanto de la muerte, claro está, pero también como pérdida por una segunda otredad como pérdida de atención.

Esta piedad no reduce el vínculo afectivo y aflictivo con lo espiritual, la espiritualidad misma es piadosa en el sentido que supera, preservando, el ardor (dolor) que lo invoca. La piedad, sin embargo, es también melancólica (ese estado que está por sobre la tristeza y la alegría, según un célebre pasaje del Gesprach con Trakl), porque permite la continuidad lógica y entrópica de la trama vital, descomprimiendo el telos trágico. A esto yo lo llamaría el efecto afásico.

Es la conversión (afásica) de lo “negativo en ser”, como indica Lacoue - Labarthe. Pero en la distinción (exclusivamente conceptual) entre la tragicidad y lo espiritual reside también una diferencia pre – ontológica, una distinción axio poética, para usar la terminología Derridiana, en donde la piedad misma, el rictus de su compasión, es vista o bien como la comedia – a decir de Bataille -, o como el amor mismo:

Sólo la mimesis puede autorizar el “placer trágico”. Dicho de otro modo: vueltos espectáculo la muerte y lo insostenible (…) “pueden mirarse a la cara”. El Espíritu, desde luego, lejos de espantarse, tiene por el contrario todo el tiempo para “residir” cerca de ellos —incluso para obtener, llegado el caso, un cierto placer y en todo caso de purgarse, de curarse, de purificarse y de preservarse de su miedo (quizás de la locura que lo amenaza, y probablemente también de la piedad que él prueba si, como lo induce el pasaje de Aristóteles, no hay nunca piedad que no se dé en la forma de la lástima de sí). (Lacoue – Labarthe: Edición Digital en www.philosophia.cl).

¿Es posible hablar de “placer”, incluso cuando la pulcritud del término que lo acompaña, autorice introducir seguidamente la palabra “espectáculo”? Se trata en efecto, el amor, de un espectáculo sin placer. Porque en la pérdida de drama del rictus desfallece también el pathos que permite el impulso y movimiento internos dentro de la escena. Quizás, pienso, sería posible cierto placer si es que la grosera mundanidad de la que hablamos no arrojara al poeta al afuera desde donde es desterrado de la República fáctica del progreso, pero ese es tema de otro estudio.

En todo caso, aún la lógica peregrina del argumento y del juicio tácitos entregan más placer filosófico que el pensamiento de un camino poético, y de una conjunción aunante entre pensamiento y poesía. Mientras ello sea así, la pregunta misma sobre una nueva palabra (quizás, sobre unas nuevas palabras), para nombrar el amor, quedan en vilo. Así lo testimonia la búsqueda dramática en sí de Schelling. Responderla es todavía la “tarea del pensar”:

Pues incluso el espíritu no es todavía lo Más Alto; no es más que el espíritu, es decir, el soplo del amor. Y es el amor lo que es lo Más Alto. Es aquello que estaba presente antes que e1 fondo y antes que la existencia tuviesen lugar (en tanto que separados), no obstante, no estaba todavía presente en tanto que amor, pero... pero ¿cómo llamarlo? (Schelling 1977: 405-406).


 

 

 

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