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Sobre el poder como imposición
Felipe Ruiz Valencia
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En mis juveniles lecturas de Michel Foucault, sorprendía la temática directa y apasionada por el tema del poder. Foucault parecía apasionadamente interesado en descubrir su lógica y su mecánica, al punto de que buscó erradicar sus propias “prácticas de escritura” (Chartier), de cualquier sentido de empoderamiento. Famoso fue aquel apartado de El orden del discurso, la cátedra dedicada a Hypolite, en que se siente impelido a “desaparecer en su propio decir”.
Este sentido último traspasa la alegoría y se convierte en sentido de su trabajo. La “arqueología” no es otra cosa que la obsesiva pasión de Foucault por ausentarse de su propio juicio y desnudar sus materiales. No por nada, él se declaró un “positivista desesperado”.
La moda foucoultiana hoy se ha extendido en el mundo universitario e incluso, en algunos circuitos no académicos. Hoy por hoy, la temática del poder y sus redes son pan de cada día, y al respecto Foucault es el teórico ad hoc.
Pese a ello, ya pasado un buen tiempo de aquellas primeras lecturas, me parece ver que en la temática del poder en Foucault se describe un trayecto que a veces cae en la interpretación ad hominem, e incluso ad valorem, que no deja espacio para una reflexión más profunda y no solamente de “superficie”, como él mismo planteaba. Es cierto que su famoso ensayo sobre Nietzsche hay elementos suficientes para convertirse en fundamento basal de la “genealogía”: pero todos esos elementos ya estaban incubados en el Nietzsche de Martin Heidegger.
Es por ello mismo, que esta “ala” del pensamiento europeo que conforman Foucault, Wattari y Deleuze no arrancan de la pura originalidad. Se encontraron (ellos) frente a nuevos tecnolectos y una manera distinta de plantear lo mismo.
Quizás por ello, el concepto de poder que manejan estos “filósofos de la sospecha” (Ricour), enclava hoy por hoy en un sentido “Posmoderno” de la autoridad, validado académicamente, ya pasado por las limpiezas del discurso oficial. Pero en términos reales, aprender el concepto de poder que dichos autores manejan no sirve, en la vida real, para nada salvo para cotejarlo con la teoría marxista del poder.
Imposición
La imposición (gestellis) es la instauración mítica del poder. Este ejerce su fuerza no a partir de la coerción, sino de la retribución. Esta retribución (por ejemplo, el sueldo del empleado, la merienda del escolar o el recreo, etcétera), es coincidente con la acertada reinterpretación de Lacoue – Labarthe del Edipo freudiano: el deseo (lívido) no es solo desgaste, sino también una fuente de energía y producción.
De tal modo, la imposición es el despliegue total. Absoluto, en cierta medida, como señala Gramsci, “hegemónico”, no de un estado de cosas dado en un punto del tiempo, sino de la consuetudinaria (mítica) y remoto doblegamiento de la libertad humana. La imposición es mítica en el sentido que trasciende el poder como vector moderno y se congratula con las ideas como “alma”, “dios”, “infierno” o “reencarnación”. En las sociedades modernas, seculares y economicistas, estos principios sui generis no son del todo visibles. Pero incluso quizás por lo mismo son parte de una creencia aceptada, que rige en secreto la esfera productiva.
Se trata del viejo sistema del temor y del terror. Pero no es cualquier terror ni temor, sino uno más bien incubado en el inconsciente humano: “si no trabajo me pueden despedir, si me despiden no puedo pagar mis deudas, y si no pago mis deudas me baja la depresión”. El sistema de retribuciones, en tal sentido, es también regresivo, ya que funciona casi pavlovianamente bajo la égida de la productividad.
Desenmascarar estos mecanismos implícitos en la sociedad es complejo, pero vital; es un deber de cualquier pensamiento crítico, incluso no – humanista, en el sentido de la liberación del “demasiado humano” nietzscheano. Por supuesto, estas fuerzas coercitivas son de tal magnitud, que más que una tarea del juicio, se deben desmantelar en base a la experiencia misma. Ese futuro está por verse.