«Carne de Perra» Fátima Sime, Santiago de Chile: LOM, 2009, 122 páginas Por Constanza Pernicier Publicado en Revista de Humanidades, N°21, junio de 2010
La primera obra de Fátima Sime, escritora chilena que se inició con estudios de dramaturgia y guión para acabar publicando una novela reconocida por muchos medios como una de las mejores publicaciones del año pasado, nos sorprende con su gran precisión y el manejo de dramaturga que posee su autora para convocar voces y hacerlas actuar. Esta novela, lanzada el 2009 y unánimemente aplaudida por la crítica, no pretende más que mostrarnos fragmentos fotográficos de una tragedia, todos ellos brillantemente enlazados. La carga melodramática y política con que podría identificarse en los extremos de un género es depurada gracias a esa maravillosa pretensión que debiera asumir todo aquel que se haga llamar a sí mismo un escritor: mostrar, mostrar y dramatizar. Con frases cortas y altamente predicativas, Fátima Sime nos cuenta la historia de una enfermera que de manera casi azarosa se ve involucrada en un crimen político llevado a cabo por la policía secreta del régimen militar instalado en Chile a partir de los años 70. En consideración a las circunstancias, muchos se han empecinado en buscar cuál fue ese crimen que con la asepsia de la medicina terminó con la vida de un importante opositor al régimen. Las comparaciones con el asesinato de Eduardo Frei Montalva sobran. El hecho que contextualiza la obra no es más que eso: el contexto para contar la historia de dos personajes solitarios que, buscando el alivio y la sensación de estar a salvos, entretejen una torturada relación.
María Rosa es el personaje que resiste, la carne de perra casi imperturbable. Es dicha actitud la que, a pesar de que ella se enuncie en primera persona, genera cierta perplejidad en el lector porque nunca se llega a comprender del todo cuál es el límite entre el dolor y el placer en ese trastocado amor que comienza a nacer con su torturador; el Príncipe. Y es que este amor trastocado, tal como dice la contratapa de la edición de LOM, es real y duele. Es evidente que algo están buscando el uno en el otro más allá del objetivo pragmático que los une, pero nunca se descubre qué es lo que los lleva a sumergirse en el denominado Síndrome de Estocolmo y, particularmente, a desarrollar una complicidad sexual que verdaderamente nunca se consuma, porque lleva el sino de la frustración sexual. El Príncipe es el eterno impotente incapaz de trasmutar la violencia y el desbordado preámbulo culinario —la obsesión por entrar en ella sólo a través de la comida— en un acto amoroso que les borre los rígidos límites del uno. María Rosa, por su parte, queda abandonada a las circunstancias impuestas por su amante hasta volverse completamente insensible e indiferente al otro. Luego de estos inacabados encuentros, ella se convierte en voracidad y hace circular hombrecitos de todos los colores y formas por su cama. Sin embargo, al fin y al cabo todo le resulta árido y frío: “Pero apenas despertaba, el hombre con que había estado me parecía una masa de carne peluda, fétida. Un monstruo del cual tenía que arrancar de inmediato para no volver a verlo. Nunca más” (Sime 39). Y es que a los personajes solitarios lo ajeno les resulta siempre monstruoso.
Tampoco se llega a saber qué es lo que despierta en María Rosa ese proceso de reconocimiento, anagnórisis de sus motivaciones más internas e interferidas por el paso de casi 20 años, que la lleva a tomar la decisión de ayudar a su ex amante a un buen morir. Ella tendrá que ahorrarle el sufrimiento del cáncer que lo tortura día a día y darle la dosis de droga necesaria para comenzar a vivir por fin su ansiada muerte. Tal quiebre se produce en la pequeña biblioteca de su madre; una profesora de castellano rural que la recibe junto a su familia en Limache después de tanto tiempo sin saber absolutamente nada sobre el paradero de la joven, supuestamente convertida en una adulta. Ella hojea libros y luego los lanza lejos, como rechazándolos. Es en ese momento que siente la necesidad de liberarse de toda la rabia por haber sido usada “como un estropajo” (85). ¿A qué corresponde esa sensación de haber sido tratada como un estropajo?: ¿la tortura?, ¿al abandono?, ¿el olvido?, ¿el haber sido nada más que un depositario de comida sin vida?
Lo que sí tenemos claro es que, tanto para el Príncipe como para su muñeca —trato con que él solía aliviar la necesidad de cariño de ella—, todo estaba reducido y encapsulado a las fronteras de su mismidad. Son personajes incapaces de trascenderse y llegar a los otros. Parecen los protagonistas de un teatro vacío que, al parecer, nadie se ha esforzado en comprender. Todos los procesos experimentados por ellos son auto producidos y se cierran sobre sí mismos. El plano más ilustrativo en que esto ocurre guarda relación con el goce sexual que se vale de la comida, como si ella fuese la extensión de sus propios cuerpos; esos que nunca llegan a tener un contacto real que les permita liberarse de su encierro. Asimismo sucede con la muerte, la cual no se produce con la espontaneidad con que desde afuera, más allá de nosotros mismos, ella se nos presenta, sino que es permanente reclamada por el Príncipe desde su lecho hospitalario. María Rosa lo ayuda a proveérsela pero en definitiva es él quien la decide. Otra forma sobre la que se desarrollan estos procesos autogenerados que marcan a los protagonistas de la novela es la modalidad en la que se da el exilio. Verdaderamente no hay exilio, pues sólo se trata de una ficción que montada desde los propios organismos de inteligencia de la dictadura brinda a María Rosa el rol de “víctima política”. Así es como parte a Uppsala con atención médica, un sueldo, psiquiatra, cursos de idioma y un departamento con calefacción. “¿Me lo creía?” ¿En qué es lo que creen los personajes de esta historia? Esa es la gran interrogante que la elíptica prosa de Fátima Sime deja entrever.
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Fátima Sime, Santiago de Chile: LOM, 2009, 122 páginas
Por Constanza Pernicier
Publicado en Revista de Humanidades, N°21, junio de 2010