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La imagen o la intensidad
Sobre La velocidad de la caída, de Florencia Smiths

Por Rodrigo Arroyo

 


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La ausencia dura, me es necesario soportarla. Voy pues
a manipularla: transformar la distorsión del tiempo en
vaivén, producir ritmo, abrir la escena del lenguaje.
Roland Barthes


En La invención de la histeria, Didi-Huberman sostiene que, en gran medida, el trabajo desarrollado por Jean Martin Charcot no sería más que un montaje que las mismas histéricas y sus colaboradores se encargaron de construir. Estudiando, entre otras cosas, los movimientos musculares, la sensibilidad, y las secreciones de las mujeres privadas de libertad sin distinción alguna. Resaltaba en este proceso el taller de fotografía, que dejó un importante archivo de mujeres en estado de trance, ira o pasión desbordadas. Dichas imágenes constituían una parte del proceso de investigación y clasificación de la histeria, y sus posibles vínculos con la epilepsia. Ahora bien, más allá del archivo, la finalidad, los métodos y la espectacularidad de los mismos son cuestionados por Didi-Huberman. Podemos suponer las razones para, por lo menos dudar de todo esto; en el sentido que la exhibición o la aparición mediática de ciertas intensidades ha resultado finalmente en su banalización, o en el caso de Charcot, para ser tildadas como patológicas, añade Žižek.  

Se imagina una enfermedad terrible
arrimándose por sus costillas
un germen desprovisto de señales visibles
pero calcado a fuego en la sangre

escribe Florencia Smiths en La velocidad de la caída,  adentrándose en dichas profundidades, tensionando así el modelo impuesto por un mercado patriarcal que configura una conducta a seguir por el resto de las mujeres, castigando comportamientos que resulten un obstáculo para los intereses forjados a lo largo de la historia. En este sentido, el atractivo o la belleza de las imágenes fotográficas no encuentra cabida en esta escritura, que rechaza la utilización de la imagen femenina como objeto

la única imagen
que ha de perdurar
es la de la fruta podrida
sobre la mesa
como adorno

indica Florencia, rechazando la condición paradigmática de la imagen femenina, aun cuando ella responda a las intensidades anteriormente descritas. Y es que lo que esta escritura busca, podemos suponer, es adentrarse y perderse en un cuerpo que suele ser el propio, y en cuyas marcas podemos encontrar las huellas de un lenguaje, los rastros que deja en el cuerpo como posibilidad o disidencia.

Ahora, es cierto que podemos encontrar un relato amoroso en el fondo de esta escritura, pero más bien como una instancia narrativa, donde el otro no aparece sino en dicha condición, carente de voz y características, convocado más bien desde el dolor. Lo que podemos leer no como una característica de la escritura que nos convoca, sino más bien como una metáfora que ilustra el modo en que Florencia se acerca al lenguaje. Y que nos permite comprender, además, que tal vez no sea allí donde se encuentre la sensibilidad poética, sino en el cuerpo. En las huellas e historias que contiene. Y que nos dejan ver la aversión y distancia respecto a un mundo que les obliga (a las mujeres) a ovillarse, ante la constante violencia que han debido naturalizar. Imponer el repliegue es también proponer un deseo íntimo y profundo en tiempos regidos por la superficialidad y la constante exhibición. De ahí entonces que la casa no es sino una respuesta ante la necesidad de cobijo y un espacio propio, un lugar en el mundo; un lugar posible, se diría. Que actúa como vínculo con una tradición poética reciente, como es la vuelta sobre esa tradición que Eugenia Brito describe como superada en Diamela Eltit, es decir, una poesía de espacios cerrados. Y es que más allá de mencionar o describir exteriores en algunos poemas, todo indica que el libro transcurre en el interior de una casa. Es así que por momentos Florencia logra que el lenguaje, y por extensión la poesía, tome la forma de una llave, o una ganzúa como dijo Lira, que ha de permitirnos el acceso a la oscuridad que en la mayoría de los casos, nada más podemos percibir al asomarnos e intentar ver a través de los vidrios empañados por nuestro aliento; vidrios cuya condición de transparencia se hace inútil por la noche. Pero en el libro, en este libro indica que, la llave está perdida, y la fotografía oculta. Negándonos así la posibilidad de futuro que la imagen habría de exhibir a contrapelo. Es decir, Florencia desarrolla una escritura que se extiende al paso de las horas, sin imaginar el deterioro.  

La casa se ha cerrado
todas las fotografías
que colgamos de la pared
están divididas
y ya no son
espectáculo de biografías

señala Florencia, dejando en claro que la aparición de la queja y el sufrimiento no constituyen un recurso estético, alejándose del lenguaje en cuanto forma, adentrándose en la opacidad como quien describe una caída. En palabras de la Pizarnik, La lucidez es dolor y el único placer que uno puede conocer, lo único que se parecerá remotamente a la alegría será el placer de ser consciente de la propia lucidez.

El testimonio, en nuestro tiempo, parece responder a un carácter imperativo, de urgencia o de inmediatez. No es el acto del escritor que se instala al margen del tiempo y escribe una memoria para el tiempo. Escribió Eduardo Milán, e inmediatamente podemos situar la escritura que Florencia ha ido construyendo con el tiempo. Repitiendo la porfía de quedarse, dice al tiempo que insiste en un conjunto de fragmentos desperdigados por ahí, que dan cuenta del abandono propio y el de una casa. Soledad que abre esta escritura, pérdida que abre, no un canto como Orfeo, sino más bien un susurro en medio de la noche y las grietas. Mientras de fondo ronda en esta escritura la idea del suicidio, que así como en otros poetas, más allá de responder al cliché, se asocia a la disconformidad con una vida, o un sistema de vida que destruye en forma progresiva e implacable las sensibilidades más profundas, en otras palabras, se destruyen posibles acercamientos al lenguaje. Aprendo a morir, / a decir no escribiré,  señala Florencia, del único modo en que podríamos pensarlo, es decir, escribiendo.

Valparaíso, otoño del 2015



 



 

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