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LOS INESPERADOS
(Francisco Véjar, Tajamar Ediciones, Santiago, 2009)

Cristián Gómez O.
The University of South Dakota


Pancho Véjar ha escrito su primera novela. Y lo ha hecho a través de un arte que hace años viene practicando, porque, además de su labor constante como poeta, Véjar desde hace tiempo es conocido por su labor de entrevistador, antólogo y cronista en distintos medios de comunicación, rescatando a veces ciertas figuras del olvido y otras promoviendo y difundiendo la palabra joven. Con Los inesperados, Véjar convierte en protagonistas a una serie de personajes de nuestra vida literaria, poetas y narradores que han marcado una época (ida, para mayores antecedentes) y que en este relato (de hecho una reunión de crónicas, cada una de ellas titulada con el nombre de su respectivo protagonista) forman parte de una misma constelación y de un mismo país, cada uno desde su modulación particular.

Hablamos, entonces, de un libro con afanes veristas, con el deseo de testimoniar. La mirada del autor, como decíamos recae sobre un grupo de artistas de la imagen y la palabra (Germán Arestizábal, Antonio Avaria, Efraín Barquero, Rolando Cárdenas, Claudio Giaconi, Enrique Lafourcade, Pedro Lastra, Carlos Olivárez, Nicanor Parra, Raúl Ruiz, Miguel Serrano, Jorge Teillier, Armando Uribe y Enrique Volpe), con los cuales se pretende dar una imagen del Chile previo a 1973, según lo declara explícitamente el autor en la nota previa al libro, aun cuando paradójicamente no se hable tanto de ese Chile anterior como sí se habla mucho del Chile de los ochentas y los noventas, de los derroteros de estos personajes a través de la mirada de un poeta todavía joven que empezaba a finales de la primera de estas décadas a publicar sus primeros libros y dar sus primeros pasos en el mundillo literario y literatoso.

Hay en estas páginas, qué duda cabe, un permanente olor a naftalina. Rodea las páginas de este libro la sensación de estar en presencia de una desembozada nostalgia por un país irremisiblemente perdido, lo cual, por lo menos desde la perspectiva de la voz que unifica el conjunto, el narrador de Véjar, bien vale los lamentos. Especialmente conmovedores resultan algunos pasajes en los que vemos lo inexorable de esa pérdida, como por ejemplo en el caso de la esposa de Armando Uribe Arce y el ya fallecido Antonio Avaria, miembros de ese joven y aristocrático laurel del que sólo va quedando el segundo de los adjetivos. Ambos compartieron funciones en la embajada chilena en Pekín, durante el gobierno de la Unidad Popular, el uno como embajador, el otro en tanto agregado cultural. Ambos terminaron en el exilio, más itinerante para el segundo que para el primero. Si la elegía política es una parte importante de este libro, lo es mucho más aquella evocación personal e intimista, donde la versión del autor, el visto y vivido de primera mano cobra especial relevancia. Véjar sabe hasta cierto punto borrarse para cederle el estrado a sus personajes, para que sean sus propios representados los que se representen, pero no tanto tampoco como para que el conjunto de estas crónicas pierda esa frescura que es su marca de fábrica. Véjar aparece, de hecho, en muchas de estos brevísimos relatos, como el joven poeta que en función de aprendiz le presta oídos a esta galería de ilustres para ir adentrándose en ese mundo de las letras que se conoce no sólo a través de los libros, sino por medio de esas conversaciones infinitas de sobremesa, esas presentaciones de libros cuya mejor parte era siempre la coda en el bar, fuera la Unión Chica -léase New York 11- u otro de los lugares indicados, esos a los que un azar objetivo condujera a la pandilla que no actuara nunca como tal.

Este es, qué duda cabe, un libro delicioso. La intimidad a la que nos acercamos no es excusa, sin embargo, para obnubilarnos ante formas de socialización probablemente perdidas para siempre. Cuando Nicanor Parra y Enrique Lafourcade se caen en la Vespa de este último, cerca de la casa del antipoeta, después de una larga noche de comer y beber, en un Chile irrevocablemente anterior al Golpe, la siguiente escena que vemos es al cronista y novelista Lafourcade y al padre de la antipoesía tirados por el suelo, revolcados en las cercanías del canal San Carlos, preocupados por el cuento que Parra podría inventarle a su mujer de entonces (la sueca Inge Palmen) por venir llegando a esas horas. Los inesperados, de hecho, está lleno de este tipo de anécdotas. Gracias a ellas (y no necesariamente a las virtudes narrativas de Véjar, que en varias ocasiones flaquean) nos enfrentamos con un retablo de tiempos y lugares, casas y acontecimientos y restaurantes que parecen formar parte de una memoria fervorosamente atesorada. El Tavelli, la Plaza del Mulato son los lugares de reunión preferidos por Véjar. La primera línea con que describe a Pedro Lastra es elocuente: “Pedro Lastra es el retrato fiel del caballero criollo” (Véjar, 67). Sus ropajes de erudición y calidez, términos que no son contradictorios en estas páginas, no hacen sino alejarlo, tal vez de manera permanente, de la imagen de un Chile contemporáneo  que exuda pedantería y desinterés. En tanto que se reitera la sociabilidad de un Lastra o de un Parra, de su continuación de la línea marcada desde antes por personajes que a estas alturas parecen de otro planeta, como Ricardo Latcham y sus conversaciones con los estudiantes en algún boliche cercano al Peda, al mismo tiempo se trasluce un desdén y/o una profunda decepción ante la realidad actual de la literatura chilena. Los comentarios al respecto de Lafourcade (p. 65) y Parra (p.43) son lapidarios.

Compartamos o no dichos juicios, el hecho fundamental que reúne todas esas actitudes hacia el presente literario del país y en general hacia el país en su conjunto, su énfasis en un tiempo que puede o no que haya sido mejor, pero que sí se le recuerda y revive como un espacio de anclaje, como un punto de arraigo y comunidad, es que todas ellas parten o resultan de las consecuencias del golpe militar de milnovecientos setenta y tres. Aun cuando apenas se le mencione, el quiebre institucional de aquella fecha está grabado en el ADN de la patria, y sus consecuencias se dejan sentir en las instancias más recónditas e inesperadas. En este caso, Los inesperados son una muestra fehaciente de que la dictadura acabó no sólo con un proyecto político particular, sino por sobre todo con una idea de nación que hasta ese momento había logrado sobrevivir gracias a los acuerdos logrados por una clase política que supo hacer de esos acuerdos su forma de sobrevivir durante por lo menos cuatro décadas. Roto ese estado de compromiso, las formaciones culturales que se sustentaban sobre éste y con el cual estaban intrínsecamente relacionadas, perderían paulatinamente  el piso sobre el cual habían forjado su convivencia, una estructura de la que eran también parte inherente y que, en el estado transnacional que se fue imponiendo en Chile, ya no tenía cabida.

Para mí este libro encarna fielmente lo que Luis Ernesto Cárcamo (en su Tramas del Mercado: imaginación económica, cultura pública y literatura en el Chile de fines del siglo veinte) califica de imaginación patrimonial, aquella representación de la vida nacional como autosuficiente y, en cierta medida, autárquica. Me explico: para este estudioso, el cambio ocurrido en Chile a partir del golpe no fue sólo de índole política y económica, con sus resultados como la violación a los derechos humanos y el autoritarismo siendo sus efectos más visibles, por una parte, y la apertura a los mercados internacionales por la otra. En realidad, para Cárcamo tan importante y profundo como estos dos acontecimientos ya mencionados, fue el impacto cultural que estos cambios tuvieron.

La tesis que sostengo es que, en este proceso, el libre mercado se constituye en un discurso cultural que, a partir de un conjunto de invenciones retóricas e imaginarias, se despliega hegemónicamente en la sociedad: un escenario de intensificada y espectacularizada circulación. En este sentido, y desde la perspectiva del análisis del discurso y de la semiótica, este libro analiza y discute una serie de operaciones discursivas que, en el curso del último cuarto del siglo veinte, fueron claves para dar forma  a una retórica, a un universo de signos y a una imaginación social que terminarían reconfigurando la cultura pública del país bajo la égide del libre mercado. (Cárcamo, 17-18)

Esa intensificada y espectacularizada circulación de la que habla Cárcamo es precisamente con lo que se contrastan estas páginas de Los inesperados. Lo dice el mismo Véjar en la introducción de su libro, cuando plantea que -a través del retrato de sus amigos- logra reconstruir el Chile previo al '73. La derrota y el alcohol como los costos a pagar por la sobrevivencia (que en no pocos casos de los retratados fue una experiencia personal a veces dramática, otras más llevadera de acuerdo a los distintos entornos e historias de cada uno de los retratados), son una metáfora que nos puede servir para ilustrar la distancia que separa al mundo que terminó ese once de Septiembre, con el que comenzó a engendrarse ese día. Sin querer darle un carácter fundacional a algo que no lo tiene (1), tampoco podemos soslayar la grieta que supuso en la historia chilena ese antes y sobre todo ese después.

La metáfora a la que hacíamos mención más arriba quiere subrayar la contradicción que se produce entre ese Chile patrimonial, con una idea más o menos asentada de su identidad y una economía simbólica que era parte inalienable de esa idea y el Chile que le sucede, abierto al capital transnacional y bajo la rectoría de las leyes del mercado en todos los ámbitos de la vida nacional. El mundo patrimonial era el mundo de “lo propio”, “lo nuestro”; ejemplificando con el libro de Benjamín Subercaseux, Chile o una loca geografía, Cárcamo cita páginas de este texto que son especialmente decidoras. “La historia -dice Subercaseux-, esa vieja preocupación chilena, es el relato de lo mismo en lo mismo; algo que parte de conceptos propios, que se desarrolla en un ambiente propio y que se encara desde el propio punto de vista” (141). Parte consustancial de este proyecto nacional en el que las fronteras de lo nacional parecían formar parte del ideario común, la figura del Estado como centro homologador de un destino común (o que al menos se suponía tal), cobijaría en su alero o fomentaría a través de su acción a muchos intelectuales de la época, variso de ellos incluidos en las páginas de este libro. Pedro Lastra, antes de su exilio voluntario en Stony Brook, trabajaba en la época gloriosa de Editorial Universitaria, cuando ésta pertenecía a la Universidad de Chile y la colección Letras de América (fundada y dirigida por Lastra) era una empresa señera en la literatura continental. Ya hemos dicho que Uribe fue embajador de la Unidad Popular y Avaria su agregado cultural. Miguel Serrano también tuvo una dilatada trayectoria en la diplomacia chilena, Jorge Teillier estudió y trabajó en la Universidad de Chile (no es casual que esta institución se repita aquí), Carlos Olivárez también pasó, como muchos otros, por las aulas del Pedagógico. Y fue precisamente ese Estado inmiscuido en la médula misma de la vida nacional el que sufrió los mayores ataques por parte del neoliberalismo que predicaba si no su destrucción, sí su inoperancia en términos económicos y su lugar secundario en el ordenamiento público. Los inesperados, con su galería de personajes que parecieran tener más que decir sobre el pasado que sobre el presente, aun cuando su solo testimonio sea una requisitoria en contra del estado de la situación, termina constituyéndose en una larga elegía por el país que fue.

 

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(1)    Tanto Alfredo Jocelyn-Holt como Armando Uribe Arce han ahondado en los precedentes históricos de violencia en Chile que hacen del Golpe menos un hecho inédito que en realidad la conclusión de una larga lista de antecedentes en los cuales los conflictos sociales en Chile se habían resuelto por la vía de la violencia, desmintiendo así el acendrado mito del civismo chileno.

 

 

 

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(Francisco Véjar, Tajamar Ediciones, Santiago, 2009)
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