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Carta abierta a los poetas de Santa Cruz

Por Fernando van de Wyngard





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Carta abierta: o apostillas para un hallazgo

Queridos amigos poetas de Santa Cruz (e intelectuales todos que tengan a bien pensar sobre las políticas ocultas de la poesía):

Aunque tuve el enorme gozo, el privilegio de haber conocido y de haber leído en su ciudad (por invitación vuestra), les escribo desde La Paz, donde resido hace ya casi tres años, sumergido en su hoya y fijado hipnóticamente en sus yermas laderas, como la que tengo frente a mi ventana, las que me hacen preguntarme muchas cosas, aunque procedente de otro arraigo, más lejano, igualmente andino: el del valle central de Santiago, donde tuve la ocasión de nacer bajo el respaldo del pie de monte, propio de su cordillera abrupta, por allá por 1959. Digo esto porque luego pasaré a proponerles que pensemos juntos algo de las geografías y los poetas, y la magnífica relación geodésica que puede entablarse (y es necesario entablar) entre nomenclatura, designación y destino.

Estoy preocupado ahora por las noticias que recibo desde Santa Cruz de la Sierra, lugar de vuestra residencia y de escritura, en torno a la presumible cualidad de ser capital poética, no de Bolivia, sino del continente, cosa que yo mismo concedí de paso durante mi visita. Lo que entiendo es que ello lo estarían verificando con una agitada actividad productiva para las letras locales y con una efervescencia de actividades editoriales, festivales, tertulias, homenajes, lecturas, talleres y otros datos que están, probablemente, fungiendo como pruebas fehacientes de que allí estarían prodigándose los demonios señalados de este gremio. Temo tocar vuestra sensibilidad, pero tengo que poner reparos a la identificación entre literatura y designio -no pretendo con ello afirmar que ninguna de esas cosas anteriores esté mal, al contrario, me sumo a su entusiasmo-, pero sin ánimo de dar lecciones o de poner en falta, deseo aportar críticamente al despeje de un matiz fecundo, algo sobre vuestra vocación en lo tocante a su secreta capitalidad.

Habría algunos que estarían gestionando y promoviendo, sin mala conciencia, esta imagen-ciudad (¿bosquejándose germinalmente para Bolivia a lo Barcelona para las letras hispanohablantes?), pero ignorantes del concepto de poesía comprometido en la fórmula amereideana, la que estableció dicha capitalidad, que nada dice de un centrismo geopolítico, ni relativo al buen ejercicio literario aconteciente allí, a pesar de la bulla que de este asunto pueda hacer alguna institucionalidad de marras. En otros términos, ser capital poética no tiene ninguna relación con el vigor gremial. O, lo expongo en otros términos, la literatura no juega (casi) ningún papel en esto de ser ‘algo’ por el nombre: a saber, lo uno (la posición de su ciudad en el mapa) válido para los otros (todos americanos que, desde cualquiera de sus puntos, decididos apostamos por un habitar propio). No debe Santa Cruz reclamar una posición de privilegio, ni evanescerse de una hipotética epi-centralidad para una epifanía. Sería vano creerla sede (o asiento) de la producción poética, pero esto no tiene por qué ser un motivo de decepción. Sólo debe -y lo digo con la máxima humildad y respeto- vivir del no-poder e, incluso, del no-saber de la poesía, en tanto saber efímero, episódico, ya que ella fue inscrita y trazada en el centro de su insólita frontera interna, desde donde los demás somos llamados a una peregrinación, sea real o figurada, como si ésta fuera la verdadera plaza donde encontrarnos. Ser capital poética no puede ser marca registrada, no se trata de una esencia corporativa (S.A.) a la que sacarle ventajas, sino de un derrotero para desde ahí oír (mejor) a la poesía continental, la que traza un destino siempre renovado en la situabilidad y situacionalidad de sus poetas, donde sea que se encuentren.

¿Cuál es el contexto para sostener esta proposición, esta propuesta? Lo primero a que debe apuntarse no es –como parecería- al viaje llamado Amereida (que en 1965 efectuaran Alberto Cruz, Godofredo Iommi y otros) a estas latitudes, buscando el “centro” de América, a fin de fundarla para “generar un pueblo” –como lo hiciera el emigrante Eneas, desde la Grecia, para fundar la Roma (o Nueva Troya), según cuenta Virgilio-, sino al gesto de inversión apropiadora que llevó a cabo en 1935 el escritor y pintor uruguayo de vanguardia Joaquín Torres García, declarando: “nuestro norte es el sur”, por el cual pudo girar el mapa de modo de abandonar la jerarquía y dependencia epistemológica que nos ubicaba ‘debajo’ y devolvernos la primacía original de nuestro cielo. Con este gesto, el hemisferio sur recuperó su pleno estatuto constituyente y, con ello, la principalidad de sus estrellas. Así, la Osa Mayor, que no vemos, no nos orienta ni nos rige, cedió su lugar a la Cruz del Sur (el punto de menor movimiento en el polo que nos corresponde), que sí vemos, nos orienta y nos rige, como marca de otro entendimiento, esta vez de un entendimiento propio. La aventura de salir en su guía (la de la travesía y su postulado) hacia el mar interior del continente no pudo sino ser captada y cantada desde una poesía en este sentido más épica que lírica, aun cuando el rendimiento de la palabra allí sea des-ocultante también de un sí mismo del poeta (en este caso, de los poetas o de un poeta plural) en relación a los nombres que, señalándolo a él, lo señalan como escribiente, como lugar de enunciación en cierto modo problematizado en su misma prosodia.

Entonces, sépase que, gracias a dicha inversión y giro, se reconoció una marca orientadora propia: cuatro estrellas que en el extremo sur del firmamento titilan para orientar nuestros viajes. Y, consecutivamente, al trazar la superposición de esa constelación rectora en nuestro mapa físico se inscribió primeramente un quiasma, un punto resultante (donde ustedes están ubicados) donde –he ahí el prodigio- la designación de la figura celeste efectivamente co-incidió -en la homonimia de la cruz, que es santa y es del sur- con la nomenclatura histórica, para sorpresa de las muy humanas prolijidades. Es decir, el cruce mismo de la cruz, unió los momentos de fundación de la ciudad -bautizada así por el expedicionario Ñuflo de Chaves en 1561, en honor a su ciudad natal en Extremadura, aunque en sucesivas etapas se desplazó al sitio actual de San Lorenzo Real de la Frontera, pero, es lo importante, manteniendo su bautismo (¿me equivoco en la información?)-, con este otro, moderno, el de señalamiento geodésico, que no topográfico, del centro, digamos espiritual por faltarnos otra expresión más adecuada para los campos de fuerza y sus nudos invisibles, que guió la mano en el momento del trazo. Pero este hallazgo (de hallar, ‘rozarlo con el aliento’, ¿el del acta bautismal?, ¿o el de la palabra amereidana?, el de ambas) es poético en su origen, en tanto repone un sino, un destino que tiene que ver con la mediación del signo. He aquí la patencia de un signo, ¿en el texto o en la realidad?, ¿pero es que acaso son ajenas entre sí?

Adviértase que la noción de signo no fue en la historia de la humanidad primeramente lingüístico, sino cosmológico: indicó la señal celeste, en cuanto predestina la vida humana y, por ello, extensivamente se usó como destino del hombre. Recuerdo, al paso, que en el mundo antiguo la astronomía fue considerada una de las bellas artes y, como tal, facultada y presidida por una de las nueve musas: Urania, quien habría sido la que distribuyó originalmente las constelaciones en el cielo. Pero, volviendo sobre la cuestión, poético quiere decir aquí ante todo el acontecimiento, muy humano, de sernos dados, y esto es lo que se nos hace patente: descubrimos que, en la acción de elegir un signo, algo nace antes, o -dicho así- no todo es arbitrario, y re-conocerlo es tarea y virtud de la poesía, ejercida como don de dejarse cantar por el canto.

¿Qué, concretamente, canta este canto, al cual –no cambiando ‘la’ vida, sino cambiando ‘de’ vida (la verdadera iniciación para todo poeta auténtico)- nos entregamos? Canta nuestra con-sideración, que no es sino el examen, con la vista hacia lo alto, de los astros en busca de un agüero. Y agüero es el presagio de cosa futura que el meteorismo señala. En este caso, lo futuro es el origen de América, siempre, desde su inicio y en lo venidero: el cómo y desde dónde poblarla cada vez, a pesar de y contando con pueblos y civilizaciones precedentes. Su carácter poético es la toma de medida de lo in-conmesurable del hombre, antes que la muerte lo haga: las distancias y las proporciones en las que estamos situados y que nos ajustan el existir. Se entenderá, pues, que este carácter poético no puede ser nunca literario, aunque se trate de signos trazados y de signos leídos. Será más lo que anotó Hölderlin: reconocer un habitar sobre la tierra que es de por sí gratuito (sin pago), el que está donado anteriormente (cronológica y lógicamente) a los meritorios esfuerzos del hombre en busca de ganarse el derecho de su emplazamiento.

Por ello, lo poético toca la vida y, en cada quien, es un centro de gravedad para el ejercicio de sí. El poema va más allá del poeta, incluso puede sostenerse que es el poema el que crea al poeta de quien luego, a su vez, pende. Y en tal co-determinación, la vida poética consiste en aceptar y confesar que la palabra produce la realidad, como verbo en-carnado, no en el sentido fantástico de la ficción, sino en el de pro-vocación (la voz que busca nuestros labios para decirse), condición de un origen y, por tanto, apertura de mundo. No histórica, sino más bien historizante. En tanto productivo, el gesto de la poesía que acogemos se interpone, conduce, da a ver y da alojo, ¿acaso no es en ello más concreto que la vida fáctica permitida por él? Es un velo que en su inconsciencia re-vela.

¿Cómo llamar, qué nombre llevar?, eso siempre será algo grave, ya que el nombre es la llave de la cerradura que nos permite “abrir [una] puerta [y hacer] que el don sea posible” (Amèlie Nothomb). El en-canto de la poesía es siempre su poder des-cubriente, a veces de un modo claro, a veces oscuro. Y, por tanto, constituyente: para nosotros corrobora un pensar propio para vivir lo americano de un modo latino (en cualquiera de sus posibles asientos) y, por lo pronto, dicta lo que es vivir con-forme a la co-incidencia de signo y realidad, bajo formas conclusas. No es posible vivir sin signos y no es posible signar lo decisivo sin un modo de vida debidamente intencionado para respaldar el llamado silencioso del nombre. De esto da fe primeramente vuestra toponimia redescubierta por la manifestación de la letra.

En esto hay un desmarque de la literatura: de ahí que el poema Amereida (¿poema-ensayo?, ¿poema-crónica?, el que me abstengo de citar, pero al que sin catecismo alguno exhorto de leer) sea el canto de una fundación por la poesía, indica el habitar, concepto que debe entenderse (y en esto los simples diccionarios son destellantes) como ocupar un lugar, vivir en él, en donde hallarse habitualmente, el que a su vez despeja un hábito: modo de ser, aspecto externo, atavío, pero también –nótese- disposición física o moral, resultante de ese vivir en concordancia. Nosotros nos llamamos como nos llamamos gracias al cartógrafo Martin Waldssemüller (¿primer poeta para nosotros?), quien en 1507 propuso el nombre América en honor a Vespucci, el navegante florentino que vio primero el hasta entonces desconocido continente y lo llamó “Mundo Nuevo”. O sea, casi nos llamamos Mundo Nuevo, después de haber sido tildados erróneamente de Indias. Tardíamente hemos redescubierto, y estamos en permanente redescubrimiento, para nosotros la americanidad.

Pero lo que viene a cuentas es que es preciso vivir con fidelidad y confianza ‘del’ designio, al señal-ar lo propio y en-señar nuestra vocación, el voceo que nos permite ser desde un lugar y un momento fuertemente contingentes, el llamado que en la poesía de los poetas emerge. Pregunto: ¿estamos acaso leyéndonos, nosotros los poetas americanos, los unos en los otros en el asomo de la pertinencia impertinente que el verbo ilumina y que dona el espacio donde adentrase? Recordemos que propiciar es ablandar, aplacar la ira, hacer favorable y benigno: por si duda cabe, eso buscamos. Constituir es dis-poner, colocar en el sentido de establecer una sintaxis (etimológicamente, orden de las tropas) y una gramática (disposición del dibujo de la letra) para contener el flujo del ser que brota, en este caso en forma de cruz, lo cruciforme de su cruzar-nos.

Ser centro, en los términos señalados, constituye una responsabilidad, pues no es reificar el propio lar ni poner unos dioses locales por sobre otros forasteros (nos falta aún edificar el altar para el dios desconocido), no lleva al regionalismo, ni conduce al costumbrismo. Por otro lado, poesía en sentido estricto no es un género, menos técnica, nunca un artilugio. De donde, un poema con-signa en su propia constelación silábica el originar-nos, que lo es en relación a un origen y no a un principio. Pero demuestra que, en poesía, no hay autoría posible -en el sentido jurídico que le es esencial-, sino sólo pre-ocupación del poeta respecto de ser ocupado previamente por el don de decir lo propio, quizá como gesto inventivo inaugural: si rito es hacer y mito, es decir, el poema paradójicamente pertenece siempre más al ámbito del rito que del mito, donde su gesto es el de un hacer que dice. Debemos aprender que no podemos vivir desconsideradamente, sino más bien inaugurantes (quienes consagran antes de iniciar) cada vez de lo que somos, conscientes de que la palabra poética destina la existencia al sentar la verdad, primeramente, en el nombre que ella dicta.

Soy un poeta laico, que no creo en lo numénico, pero reconozco el per-signarse que traza el quiasma señalado, que es saludo y signatura con la señal de la cruz, cual recuerdo de un tormento monumental (no en vano, al expirar Jesús se partió el velo del templo, tembló la tierra y el cielo se hizo tinieblas) en tanto es también un abrazo in extremis, a la vez que manifiesto de que la vida no acaba en nosotros, sino que se continúa en la obra, y por eso con ella abrimos un mundo. Advirtamos, por último, que el revés de la palabra cruz es zurc(ir), quizá indicando que debemos remendar la hospitalidad originaria con la extremidad propiciatoria, ¿con el hilo de la poesía americana, acaso, que es tan india como latina?

Me pregunto: ¿qué les toca a ustedes, amigos poetas cruceños, en esta misión universal de unión del oír y el comprender? Creo que, primeramente, tienen por delante la tarea de reapropiarse de su propio nombre, masticar lo que ello significa y convertir poco a poco a su ciudad en un escenario (abierto como un abrazo) desde donde oír mejor, hacer re-sonar e irradiar la voz de todos los cantos nuestros, en lo que tienen de trascendente (palabra extraña en mí, pero se entenderá el exceso), no sólo para el progreso de la literatura, sino para todos los oficios a los que la palabra fundante alumbra. En manos de ustedes queda el congregar y pensar (por ello, originariamente pesar), o sea aquilatar juntos, a saber, ¿a qué nos obligan nuestras voces, a qué nos liberan, a cuál venturosa libertad nos condenan?

Espero no haberlos inquietado con esta anotación, que no va en contra, sino a favor de su oficio tan ganado. Confío en que les será de provecho y que, en lo venidero, estemos más cerca de la reflexión compartida y del entusiasmo común. Siempre a vuestra disposición, fraternalmente

su amigo
Fernando van de Wyngard
julio 2014


 


 



 

 

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(julio 2014)