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Fernando van de Wyngard | Autores |









MANIFIESTO VACÍO (O ANUNCIANDO QUE NO HAY NADA QUE ANUNCIAR)
Y una pregunta perentoria: ¿Hemos iniciado nuestro viaje en el tiempo, al mismo tiempo?


Fernando van de Wyngard[*]



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Mi propósito es echar luz sobre un determinado escorzo del problema que nos atañe: la cuestión (el cuestionamiento) de la —de nuestra— temporalidad, cuestión pensable y pensada, por lo pronto, desde la instalación en un aquí en particular.

Este aquí opera como un lugar eminente donde se patentiza incesantemente la experiencia vital de dar saltos continuos (a veces inauditos) entre temporalidades contrastadas y disímiles, todo ello en los marcos de nuestra cotidianeidad tanto privada como pública, sin que experimentemos en ello angustia alguna.

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El título de la propuesta inicial rezaba, exploratoria y tentativamente, acerca del carácter hipotético de una cierta “(in)comprensibilidad del arte contemporáneo en Bolivia”. Nótese la inserción de una puesta entre paréntesis de la presunta negación inicial. Ahora quisiera sólo desdecir que allí hubiera habido el deslizamiento, pseudo-solapado, de alguna crítica a la cultura local, como si se la estuviese confrontando con alguna otra.

Lo inserto en el paréntesis ni afirma ni niega, sólo suspende y aplaza (quizás indefinidamente) todo juicio en la medida en que expone como un problema. Lo que lo parentético hace, en rigor, es intercalar un sentido que “interrumpe y no altera” (RAE), pero que sí inquieta, y ése es el propósito: examinar qué es lo que está comprometido en la tesis misma y, quizá, cómo es que llegó a estarlo. En suma, qué es lo que aquella supone sin decirlo.

Para nuestro caso, se trata de la interrupción y suspensión de un orden específico, el de la naturalidad relativa a los juicios de que exista o no la comprensibilidad referida —no sólo en la población no cultivada sino entre los propios artistas e instituciones del caso—, para poner al descubierto su doble constitución oculta: la colaborativa lucha entre un esfuerzo y una resistencia a ese esfuerzo —ambos concurrentes—, como acción de tendencias contrapuestas que han de ser pensadas en una interdependencia necesaria y como un conflicto ineludible en donde se revela la productividad de su disputado acontecer; se concluya lo que se quiera concluir a su respecto y se tome la posición que se desee. Entre todos conformamos esta escena donde algo relativo a la comprensión de lo común se disputa, sea desde la indiferencia o la pasión, o desde la impugnación o el malestar, o desde la implicación activa.

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Todo arte lo es y es comprensible sólo en relación al particular ahora en el que surge (un ahora propio de su titular y propio del espacio nocional que está socialmente puesto, a partir de una temporalidad, como sentido inscrito en el acto productivo de aquél). Ello nos exige a nosotros, por tanto, pensar cuál es nuestro ahora particular. En cualquier caso, estamos barajando una noción de lo actual que presupone un desarrollo a partir de encrucijadas anteriores, sobre la cual vale la pena detenerse.

Cuando hacemos referencia a un antecedente, lo que invocamos es la noción de que habría circunstancias previas inscritas en una línea de desarrollo, como si de una razón suficiente se tratara. Ahora, ¿podemos someter a la obra de creación a este régimen y conservar justamente lo que tiene de obra y no de mero producto cultural? Es decir, ¿explicar su causalidad? Recordemos aquí, en lo concerniente al carácter problemático de obra, que crear no es producir (C. Castoriadis. La institución imaginaria de la sociedad. 2013: 316-319). O podríamos pensar su irrupción como el cumplimiento de una energía discontinua, que sin embargo acontece en el curso de un tender.

Siempre estamos dentro del espacio que han abierto unas obras determinadas; hablamos su lenguaje, miramos lo que ellas han hecho visible, vibramos con su sonoridad y hacemos nuestros sus silencios. Y nos sentimos tan próximos de sus autores que casi nos parecen integrar nuestra propia intimidad. Pero, en sentido inverso, nuestro obrar actual no respondería solo al requerimiento de apelación sobre el conjunto de nuestros coexistentes (llámense contexto o campo social) sino que es una cierta intervención sobre el régimen de las temporalidades, pues, curvando a éste, también apela a y establece intimidad con quienes aún no se han hecho presentes.

Respecto a lo intelectual, otra cuestión es que no siempre su actualidad está determinada por la fecha de los conocimientos que esgrimimos, sino ante todo por las conductas que propiciamos con ellos.

¿Qué imperativos resultan de lo anterior? ¿Nos cabe exigirnos estar a la altura de cuáles actualizaciones, o a qué pasos de la potencia al acto estamos forzados a dar?

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Si en algún temprano momento tuve la peregrina idea de estar corriendo por una senda inédita al ocuparme de la pregunta por la temporalidad, fui luego descubriendo vertiginosamente que el siglo XX (lo que se ha prolongado al XXI) se ha determinado a sí mismo como siendo el siglo de tal pregunta y, por ende, del cuestionamiento, la duda y deconstrucción del concepto del mismo. La nuestra parece ser la época de la crisis de aquél. Y seguramente lo que llamamos ‘nuestro tiempo’ será visibilizado en la posteridad como aquél que se caracterizó por esta obsesiva preocupación que nos mantiene insomnes.

Ha sido el siglo de la preocupación por la condición histórica de lo que se ha llamado su “construcción social” y de la definición misma de historia, frente a la análoga impugnación de un tiempo natural u objetivo (algo que “pasa exactamente igual para todos”). Se trata de un siglo profundamente problematizado, que ha orbitado en torno a esta pasión, haciendo de ella casi su obsesión. ¿Desde cuándo se pregunta por el tiempo? ¿En qué momento dejó de sernos íntimo y se volvió un objeto por cuya estructura averiguamos? Tal vez, cuando pudimos volvernos conscientes de que esa tal intimidad nuestra no era nuestra, sino que estaba programada y administrada desde la posición interesada de un otro y que resultaba ser producto de uno de los tantos aparatos de ejercicio del poder.

De modo muy somero, recordemos que, desde múltiples áreas, dicho problema ha sido elaborado con intereses e implicaciones muy heterogéneas —entre una auténtica multitud de autores—, por Benjamin, Husserl, Heidegger, Elias, Merleau-Ponty, Derrida, Lyotard, Jameson, Bauman, Bloch, Braudel, Kuhn, Harvey, Borges, Paz, Ricoeur, Zizek, Agamben, Didi-Hubermam, Safranski, por nombrar algunos (dejando fuera expresamente la larga tradición aristotélica, agustiniana, newtoniana, kantiana y hegeliana, que no se corresponde con esta fase histórica, pero a la que vuelven muchos autores para recomenzar sus respectivas elaboraciones; la nietzscheana, en cambio, inaugura nuestra problemática contemporaneidad tan sólo unos pocos años antes de ese final de siglo). El desarrollo de las teorías de la relatividad, del principio de incertidumbre y de la física cuántica han sido capitales en esta incitación.

No por nada, uno de ellos, M. Heidegger, dejó escrito: “la palabra tiempo significa la era a la que pertenecemos” (Poetry, Language, Thought, traducido y citado por Elizabeth Monasterios en Dilemas de la poesía de fin de siglo. 2001: 68).

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Por su parte, ¿desde cuándo existe la contemporaneidad? ¿Estamos (nos movemos) en su presente como dentro de un espacio abierto? ¿Qué es lo que comprendemos como su apertura, permitiendo lo ilimitado de nuestros pasos, sin que podamos nunca tocar sus confines? Sin embargo, cuando vemos una configuración anterior, constatamos que un viviente que perteneció a ella estuvo afincado en un arraigo que le habría impedido comportarse con soltura dentro del arraigo nuestro y, aun más, no habría podido comprender en absoluto nuestros códigos. Una epocalidad consiste en ese delicado tono (o frecuencia) que está a la base de lo que hacemos con las cosas. Entonces recapacitamos: tal espacio abierto (espacio potencial) es, sin embargo, cerrado.

Pero, ¿qué es lo que presentifica a todo presente? Su carácter de algo recibido: regalo, dádiva, don, gracia. ¿Podemos afirmar que en cada época ha habido una respectiva contemporaneidad entre los coexistentes que la han poblado, vale decir, en ese presente recibido que fue por un momento suyo, o sólo es una modalidad para denominar nuestro alojo y relativamente reciente? Sólo en un sentido natural, todos somos contemporáneos de todos. Pero coexistir no es contemporizar. Temporizar es destinar. Y co-destinarse es curvarse unos con y sobre otros, recíprocamente, en función de una escena común. La mutua asistencia de unos a/en los otros y viceversa.

No entendemos contemporaneidad meramente como un ámbito epocal que relevase a otros, sino como cierto ‘modo’ en que la humanidad actualmente se halla (quizás todavía). Lo que apareció —en el inquietante paso del siglo XIX al XX— es propiamente el sujeto contemporáneo y, tras él, una actitud que modeló a partir de entonces la subjetividad de quienes vinieron dentro de la apertura que ésta supuso. Se trata de un nuevo arreglo para la misma, donde tal sujeto encontró en dicho trance un sentido que le permitió, primero, reconocerse y, luego, situarse, y hacerlo en oposición a sentidos precedentes –sentidos que se le revelaron como profundamente engañosos y cómplices de sostener un orden que además de fastidiarlo, lo horrorizaba; de ahí el carácter primeramente, si no estrictamente bélico, al menos confrontacional, impreso en el vocablo vanguardia.

El frente común fue des-encubrir el idealismo (la idealidad y la idea de absoluto) sostenido forzada, interesada y jerárquicamente por una doblemente milenaria construcción civilizatoria. La tradición metafísica, con sus raíces en la lógica binaria y la sublimación de la vida en vistas a una supervivencia espiritual, se tornó objeto de sospecha y de consecuente remoción profunda. Fue un paso en cierto modo sísmico, pues el fundamento tectónico mismo que sostenía el ‘conveniente’ andamiaje social, político, económico, militar, religioso y, por supuesto, estético sufrió un deslizamiento radical, un estremecimiento y un trastorno que condujo al re-descubrimiento del carácter semiótico de las cosas y de los hechos; de la relatividad y la perspectividad; del condicionamiento; de la historicidad; y de la contingencia —de la mano de la conciencia irónica frente a la impronta de la banalidad ahora multitudinaria—, ciertamente hundiendo sus raíces genealógicas en la Revolución Francesa, el romanticismo alemán y los postulados de Marx y de Nietzsche.

Esta actitud, la que entonces apareció en la caja de resonancia que fue dicha epocalidad, se hizo de inmediato manifiesta en el orden estético y, de algún modo, sostuvo en adelante los marcos del debate por la precisión y alcances de la cuestión estética. Se puso en cuestión, hasta sus últimas consecuencias, el concepto mismo, la tarea y la institución del arte. ¿Frente a qué? Frente a las nuevas condiciones concretas de la vida, que estaban en dicho momento en curso, como el triple trastorno de la urbe, la técnica y la ciencia. ¿Momento estético, entonces? Aunque el esclarecimiento y debate acerca de esta área específica de la filosofía algunos siglos de duración, podría llegar a postularse que propiamente ella se instauró como una problemática transversal (superando la era del gusto y la expectativa de complacencia) al momento de surgir la contemporaneidad. Podemos preguntar: ¿hubo antes de los tiempos contemporáneos, en rigor, una problematización de lo estético que comportara una comprensión (y una afectación) total de la realidad?

Al decir estética, jamás diríamos un conjunto de rasgos formales y sensibles que pudieran caracterizar a las nuevas producciones. Si bien su emergencia es indeterminable, se puede sospechar que aparece junto con la torsión a que dan lugar cierto grupo de obras que sí son ubicables en un momento particular del curso histórico. Podemos rastrear su surgimiento sólo cuando volvemos retrospectivamente la mirada y situamos su ubicación alrededor de ciertos emblemas que hemos hecho alrededor de algunas, constituidos a posteriori (escojamos las que escojamos).

Como momento de inflexión histórica, éste no se determina en relación exclusivamente con los productos estéticos, por cierto, pues ellos aparecen en tensión recíproca con un sinnúmero de otros quiebres intra y extratextuales respecto a las obras mismas. En ningún caso sustentemos un privilegio de lo artístico. No hay alusión o sugerencia a algo así como un núcleo de nuevos comportamientos aparecidos entre los propios artistas del referido período que involucraran sus nociones, búsquedas, procesos y agenciamientos; sino que, si efectivamente hubo de darse un desplazamiento verdaderamente gravitante a nivel de aquellos, éste sólo pudo acontecer dentro de un movimiento general que así lo posibilitó. Se trata, en rigor, del surgimiento del sujeto contemporáneo, recién indicado.

Lo verdaderamente fundacional fue la apertura de un nuevo horizonte para la conciencia, cuyo asombro y cuyas preguntas ahora especificaban una problematicidad que le sería inherente a su constitución. Inquietudes, exploraciones, conocimientos, invenciones y gestos, cuyo poder gravitacional la empujaron a modulaciones posibles pero impensadas, haciéndola volver recursivamente sobre sí misma mientras develaba la estructura de lo real.

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Ahora bien, dada la vigencia ya demasiado extensa del momento de irrupción de dicho ‘modo’ particular de hallarnos, ¿será que, para nosotros, lo que llamamos contemporaneidad estaría más bien extenuado y en el límite de su validez, soportando apenas lo que hacemos todavía dentro de ella? A aproximadamente una centuria (la duración del curso de más de tres generaciones) de su parte de nacimiento, podemos (y sería propicio) preguntar: ¿sigue siendo contemporáneo nuestro tiempo contemporáneo?

Mi indicada propuesta inicial consistía en plantear la confluencia de tres asuntos convergentes: a) qué es lo que definimos en el presente —y que no habría podido exigírsele anteriormente— como artístico[1]; b) qué indica el concepto de contemporáneo, sea respecto de lo estético o de otras esferas de lo humano; y c) situar y delimitar el problema de la contemporaneidad como una fase y una condición particulares de la noción situada de tiempo en la historia. Estos tres, de un modo necesariamente interpenetrado y recíprocos entre sí. Entre los mismos, por tanto, problematizar el respectivo lugar del ‘aquí’ desde el cual esto se pregunta, como problema de su situación y su ubicación políticas (como cuando decimos: “¿qué significa preguntarse por ello ‘desde aquí’?”). Me refiero a la carga política de ello, pues involucra el acto de circunscripción de una endogenia nacional y aquél precisa de un sistema de fronteras —que, cual conjunto conflictivo de membranas, por ende, vacilantes— estipula qué cosas (desde materiales a simbólicas) son deseables dejar salir y cuáles son deseables dejar entrar, para conservarse del modo como se ha deseado hacerlo (conservación que es, en todos los casos, siempre una construcción).

Mientras unos hacen el esfuerzo por instalar el arte contemporáneo en la realidad del país, otros hacen el esfuerzo contrario por resistirlo, impugnarlo e intentar dejarlo fuera de sus fronteras, dado que, de acuerdo a estos últimos, aquél no sería algo propio del sustrato simbólico local que se querría resguardar[2]. Se presume que comportaría una extranjeridad indebida (como si se tratase de una inculturación o una importación de significados y contenidos que no podrían brotar de nosotros mismos y que, si lo hiciéramos, no podríamos encontrar sentido propio en ellos), sólo homologable a la objeción detractativa proyectada sobre la serie conceptual: norte - occidente - modernidad - capitalismo - emprendimiento - individualismo - racionalismo y otros conceptos cuya referencialidad apunta a realidades pretendidamente asociadas a la dominación colonial padecida.

Pero, ¿cómo es que se puede hablar de (y afirmar) un aquí? ¿Versus qué? ¿Y este ahora referido, versus cuándo?

A propósito de esto último, aparece siendo absurdo preguntar cuál sería nuestro ahora —lo cual es, a su vez, totalmente perentorio— cuando ya no hay un mapa cierto de ahoras del que dispongamos. Si lo hubo, se desmoronó.

Del mismo modo, resulta absurdo —aunque totalmente exigible, en cuanto corrección política— pensar cuál es nuestro aquí, cuando el mundo, como totalidad, se encuentra totalmente fragmentado. Ya no se trata de que haya un allá respecto nuestro, no deberíamos permitir pensarnos como un nosotros v/s el mundo. Al menos en el momento en que lo pensamos, nosotros somos el mundo.

Por lo demás, ya no hay mundo en los términos conocidos, éste habría llegado a su fin:

[…] no puede querer decir que sea solamente el fin de una cierta ‘concepción’ del mundo, y que nosotros debiéramos ponernos a buscar otra, o a restaurar alguna otra […]. No se trata solamente del fin de una época del mundo porque es el fin de una época que ha determinado por completo el ‘mundo’ y el ‘sentido’ [y así] ya no podemos pensar más en términos de ‘mundo’ ni de ‘sentido’ [por lo cual] es precisamente con esta pérdida que tenemos que vérnoslas. Ella es lo que nos sucede. No hay más sentido para el ‘sentido del mundo’ (Jean-Luc Nancy. Nancy. El sentido del mundo. 2003: 18-20).

Se acabó, pues, el sentido que amarraba a un mundo (como un cosmos), como si éste estuviera íntegramente junto a sí mismo y en su propio lugar.

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La tensión, entonces, entre las dos pujanzas referidas inicialmente, en tanto vivida a partir de este enclave (andino y mediterráneo), me parece fascinante como zona de penumbras, porque deja al descubierto una infinidad de cosas a la vez.

Si decimos que el arte en sí mismo es paradojal —y que lo sea de un modo genérico a partir del momento en que se define como contemporáneo—, es porque ante todo renuncia al canon que lo mide de acuerdo a la complacencia producida y al trabajo invertido y potencialmente exhibible. Y es paradojal, también, porque pondría de inmediato y enérgicamente en interpelación a la experiencia ingenua de la sensibilidad; al propio lugar del espectador en su participación en el campo cultural y social; a la institucionalidad artística donde haría su aparición y a la que habría de cuestionar; al contexto valórico e ideológico respecto al cual se define y al que busca intervenir; a la concepción de función embellecedora del mundo y de mercancía apropiable; en último término, al sentido común al que busca principalmente extrañar y desnaturalizar; etc.

¿Cómo rastrear la aparición de este desacomodo respecto a lo que le pedimos a, y a lo que esperamos de, el arte, que concierne a la humanidad y no a una sociedad en particular? Al intentar hacerlo, constatamos rápidamente que el arte así definido existe y se configura acorde a dicha intencionalidad, como decíamos, al menos desde hace cien años. Una centuria donde se ha removido absolutamente todo, no sólo en lo señalado bajo el nombre de “tradición de la ruptura” (proposición crítica de O. Paz), sino incluyendo la remoción simultánea también de los conceptos de tiempo, historia, corporalidad, percepción. Todo, también los conceptos de mundo, realidad, cultura, esfera pública, acción política, individuo, comunidad, etc.

Entonces, el punto pareciera ser si podemos o no seguir sosteniendo que esto (de lo que tratamos) sea arte ‘contemporáneo’, a estas alturas de una tan avanzada edad. ¿No será que éste, con sus múltiples apariencias y modalidades, sus postulados críticos y la pregunta incesante por su definición, está un poco viejo? ¿A partir de qué desfase temporal se le sigue solicitando e identificando con cierta carga de imprevisión y sorpresa o, al menos, de incomodante desplazamiento permanente? Como desfase, ¿qué es lo que estaría desfasado de qué? ¿Qué es lo disociado?

La paradojicidad indicada en el penúltimo párrafo no termina ahí. Bajo la idea de fracturas acontecidas en el concepto de tiempo y de temporalidad, ha aparecido la posibilidad de que puedan coexistir agendas distintas para sostener concepciones heterogéneas acerca de estos mismos, quizá multicentradas (tal vez, cada una ordenada a partir de sí), no sólo válido para cada sociedad sino para cada grupo social y, llevándolo al extremo, posiblemente para cada sujeto.

La crisis de la época actual no es la aceleración, sino la dispersión y la disociación temporal. Una discronía temporal hace que el tiempo transcurra silbante sin dirección y se descomponga en una mera sucesión de presentes temporales, atomizados. Con ello, el tiempo se hace aditivo y queda vacío de toda narratividad (Byung-Chul Han. La sociedad de la transparencia. 2013: 65).

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La exigencia que resultaría de haber pensado nuestra discontinua contemporaneidad sería –paradojalmente también– la casi voluntaria despedida de toda coherencia. Nos permitimos ser, suficiente aunque nunca exhaustivamente, incoherentes (sin buscar innecesariamente el absurdo).

En cuanto a la definición de lo temporal, el concebir el transcurso secuencial como la superación de unos órdenes por la aparición de otros, ya no sería sostenible y se nos aparece como una simple ruina de una comprensión (y un consecuente comportamiento) pretérita. La tolerancia a la incongruencia, en cambio, donde nada resuelve nada, parece ser nuestro rasgo actual. El punto de encrucijada es: ¿cómo hacemos para admitir la validez de regímenes anteriores (antiguos) de tipo esencialista, a cuyas operaciones nos vemos obligados a reconocer como igualmente legítimas que las nuestras, pero que fuerzan los límites del relativismo que nosotros afirmamos, dentro de la co-habitabilidad que sella nuestra co-presencia vigente?

No es posible descansar del problema por el puro hecho de concebir la posibilidad de lo simultáneo. Ésta no puede ser un concepto exhaustivo sino una afirmación sólo parcial y particular, y sólo en tanto se reconoce en ello, conjuntamente, la propia inserción perspectival en su conflictividad: un jugador nunca puede observar la totalidad del juego mientras se halla jugando, aunque la supone.

El ideal de la visión panóptica (genérica y totalizante) es desplazado, quizá, por la virtud de la visión sinóptica (abreviada y particularizante).

Aunque por un lado hemos derivado en la situación presente a partir de condiciones previas, cuyas manifestaciones parecen radicalmente diversas, la noción que manejamos hoy del tiempo es que éste no sería ya consecutivo, sino un cruce entre lo vacilante y lo simultáneo.

El nuestro es un tiempo detenido, un tiempo suspendido, un tiempo vaciado… como rasgos del adelgazamiento del sentido del transcurso en nuestra epocalidad. En ningún caso se niega el hecho de que sigan sucediendo cosas, algunas de ellas incluso gravitantes, sino de que la noción de gravitación (el peso ejercido) ya no parece indicar una forma de realización de la historia sino, quizás de modo inverso, de desrealización de la misma.

El núcleo problemático de la simultaneidad se resume en que “todo es causa de todo” y, por tanto, de nada. Para la comprensión paradojal de lo real, vemos que mientras el centro se halla afuera, el origen (no el inicio) se ubica adentro. Así, la determinación ontológica se hace infinitamente equívoca. En tal marco, ya no es posible ninguna sincronización, no porque esté en radical cuestión la meridionalidad horaria de los relojes, sino porque no puede haber conformidad en la correspondencia temporal entre operaciones y/o propósitos distintos, cada uno reclamando su posicional autonomía.

Sostiene David Harvey: “la idea de espacio y tiempo, en nuestra sociedad en particular, debe ser comprendida no como homogénea sino como heterogénea”. Y más adelante indica: “existe una multiplicidad de espacios y tiempos actuando en el mundo de hoy” (”La construcción social del espacio y del tiempo: Una teoría relacional”. 1994).

Sin embargo, sustentamos que no hay concepciones equivocadas acerca del tiempo ni de la temporalidad, sino tan sólo concepciones inconvenientes respecto a éste o a este otro contexto particular de motivaciones también particulares. Tal vez, sí requerimos, en términos puramente prácticos y políticos, de un acuerdo relativo que permita la coordinación de nuestras comunicaciones y nuestras acciones comunes (me parece que tanto Simmel como Goffman han puesto de relieve la importancia de tal sincronía respecto a la aspiración de un orden público o civil). Por ello, entonces, seguimos problematizando esa necesidad de una narrativa común que dé cuenta de la complejidad (e incluso contrariedad) que vamos extrayendo de la creciente (in)comprensión de nuestro presente.

En otro lugar he considerado dicha pérdida del deseo narrativo (o de su imposibilidad) en los siguientes términos: “Como si [hoy] la liquidez de nuestra propia subjetividad se filtrara por ciertas rendijas imaginarias… y también como si el propio presente no coincidiera consigo mismo por estar diferido de sí y, en cierto modo, la realidad misma estuviera en otra parte. ¿Será que hemos perdido el paso?”

Pero respecto a la afirmación de inequivocabilidad de los diversos conceptos de tiempo, valga invocar, muy ligeramente, la triconcepción griega del mismo (que no ha de ser pensada como la agregación de tres conceptos alternativos), que consiste en la tríada Cronos-Aión-Kairós[3]. Ella muestra que éste nunca se comprendió bajo una sola dimensionalidad y que, más bien, cada dimensión comprometida estaba concebida bajo la colaboración de las otras dos restantes, como si entre las tres constituyesen una trenza conceptual necesaria y verdadera.

En suma, podemos nosotros afirmar una ambigüedad capital de nuestra comprensión: para quienes integramos el mundo contemporáneo, el tiempo es algo que es y que no es, simultáneamente; o, si lo es, lo sería sólo equívocamente. Diríamos: hoy, ya no hay tiempo, porque ya no puede haberlo. Este doble “ya” indica que se habrían disuelto los parámetros que sostenían la idea de tiempo tradicional. En tales conformaciones pretéritas, el deseo de actualidad y de coincidencia eran proscritos por una concepción de incesante aplazamiento general, donde siempre un tiempo futuro (teleológico y escatológico) se haría cargo de todos los cumplimientos y de las cuentas por saldar.

Para nosotros, en cambio, profundamente seculares, todo el tiempo está generosamente aquí, disponible para nuestra subjetividad, gentilmente entre nosotros. O está desfasado, pero hacia su propio interior y no hacia otro distinto. No hay nada que esperar. No sucedemos en el tiempo, es el tiempo el que sucede –dice más o menos F. Rosenzweig, (citado en José M. Cuesta Abad. Hacia Paul Celan, 2001: 89). Dejemos que suceda.

Por otra parte, constatamos que no existe en lo real (y en la composición del universo mismo) nada homogéneo. Lo que hay es una regionalización discontinua en su contextura y en el comportamiento físico dentro de su intrínseca desigualdad. ¿Cómo entonces pretender que el régimen del tiempo sea constante y no demos cuenta de que incesantemente se acelera y se ralentiza?, ¿de que se expande y se fractura?, ¿de que avanza y retrocede?, ¿de que pasa y retorna por donde menos se lo espera?, ¿de que se curva sobre sí mismo? Está atravesado por fisuras, lapsus, pliegues, fracturas, saltos, desgarros, vacilaciones, interferencias e intersticios, otorgándole una discontinuidad originaria.

Reconociendo esto, entonces, no cabría sino concebirlo bajo el modo de un montaje, cosa que ya fue vislumbrada por W. Benjamin. Entre cada cuadro suyo, hay el abismo, la potencia insondable –territorio del origen. Hay la sombra que indicaba Agamben, que no es algo que pueda verse, sino que no puede verse por definición. Hay la discontinuidad que indicaba Bataille. Se trata de la negatividad que interrumpe el continuum que es el tejido de lo real (en el que hallamos la coherencia conducente a la creencia en su unidad y en la eficacia que podemos ejercer sobre ella).

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Al perderse la convencionalidad hegemónica que, mal que mal, nos orientaba bajo un régimen universal, resurge la tradicionalidad arraigada en la territorialidad de lo local. Pero, ahora, no volviendo desde un atrás (por un movimiento de piadosa conservación) sino retornando desde el futuro (por un movimiento de creación). En algún sentido, más que haberse guardado obstinadamente la fidelidad de una tradición, muchas veces fue necesario haberla perdido, cuestionado y hasta olvidado (como se muestra en otras encrucijadas de la historia). Ella no puede ser concebida como una carga de lo primordial incólume, sino como el descubrimiento actual de la posibilidad de que los extremos, hasta hace muy poco intocables, puedan volver a tocarse y traficar entre sí –como ancestralmente se sostenía, por ejemplo, diciéndose respecto del contacto entre los vivos y los muertos. Lo propio que aporta la tradicionalidad (y no el tradicionalismo) en la simultaneidad reinante, es la impureza que cruza incesantemente esta suerte de capilaridad entre contrarios.

Simultaneidad significa, además, el dislocamiento (o descolocamiento) de la fuerza imperial y geopolíticamente localizada, en favor de la multiplicación de centros rebeldes donde van aflorando y se van estableciendo nuevas formas de experiencia lógico-temporales. El mapa de la circulación se amplía, pero su efecto es, paradojalmente, la aceleración de la detención.

En cualquier caso, la cohabitación ha de concebirse como una yuxtaposición de regímenes y de escenas posibles, que se interpenetran recíprocamente entre sí. La vecindad no es simple cosa de contigüidad, sino de un siempre diverso compromiso en una escena común. El propio concepto de contemporaneidad (piénsese en el prefijo conjuntivo), como ya lo indicábamos, implica una recíproca temporización entre actores que colaboran entre sí, en distintos grados, cada uno en la destinación del otro. Ello exige una proximidad o una permeación recíproca, que no estarían dadas naturalmente.

De allí surge la constatación de esa discontinuidad esencial de la realidad, recién mencionada, que apunta tanto en dirección de entrada como de salida de su cuerpo. Ello torna posible y necesario (y hasta natural) nuestro habitar en este claroscuro compuesto de ires y venires que borran la fuerza administrativa inscrita en la dicotomía del dentro/fuera, que anteriormente fue imprescindible para el establecimiento de un real unitario. Pero lo constatamos sin generarnos la angustia de que se hubiese desatado el caos dentro de la experiencia misma.

La homogeneidad, que antaño permitía el levantamiento de mapas conceptuales acerca de un todo, revienta por la fuerza emergente de estas heterogeneidades discontinuas.

No se trata de que una lógica hegemónica sea destronada por la entronización de otra(s) lógica(s) alternativa(s). Ni mucho menos por el desatarse de un caos general. Lo que verdaderamente se alternativiza es la univocidad de una escena general por infinitos espacios de excepcionalidad.

Decimos que no hay caos, pues no se trata exactamente de que quedemos todos liberados de ordenamiento alguno, sino de que cualquiera de los ordenamientos posibles ahora se encuentra radicalmente injustificado por igual. Cada instalación espacio-temporal focalizada deviene con el carácter propio del evento, como algo que se autosostiene, al menos relativamente respecto al autosostenimiento de todo(a)s lo(a)s demás. Digamos, no es consecuencia de ningún fundamento previo. Así, ninguna instalación puede erguirse como soberana. Dicha injustificabilidad conduce, por tanto, a la flexibilización y a la desjerarquización de la convivencia.

Simplemente se tiende a una homologación de las autonomías propia de las experiencias particulares, donde ninguna puede conservar ya una primacía y para las cuales la facultad de sostener una propia entrada a las temporalidades posibles que ellas postulan no obstaculiza un rendimiento efectivo de y sobre la cotidianeidad.

El que realicemos la operación de desplazamiento de los respectivos conceptos caracterizados en singular (tiempo, temporalidad, mundo) a sus consecuentes en plural (tiempos, temporalidades, mundos) de ningún modo puede bastar (e incluso puede ser igualmente fijativa y encerrarnos nuevamente en nuestras zonas de pereza intelectual), pero al menos conforma una condición para sostener los movimientos siguientes –necesariamente críticos y, por tanto, productivos o elaborativos– en el esfuerzo por comprender esta cohabitación de fragmentos contradictorios de lo real en una misma concepción de realidad envolvente y comprender el carácter de estas rajaduras internas que ahora la desfondan.

Pero, también, se añade el hecho de que, en el escenario de nuestra cotidianeidad, los saltos que ellos suponen dar, de un modo incesante, no son advertidos, no ingresan al umbral de la conciencia, de modo que no hay sobresalto alguno que nos acompañe.

En términos críticos, el desafío es llegar a comprender esta reciente construcción de subjetividad, para la cual el carácter de montaje le resultaría enteramente natural (cosa que no lo habría sido así para las construcciones precedentes).

Si quisiéramos concluir, preguntamos: ¿qué tiempo nos constituye, si en un simple acto cotidiano atravesamos por múltiples conformaciones propias de una temporalidad expuesta y proliferante? ¿No vamos sólitamente vestidos de las señas propias de un código, mientras nuestro discurso sostiene uno contrapuesto? ¿Dónde habría que anclar la coherencia o habría que permitirse ser incongruentes?

¿O es que para un pensamiento propio, local (y para una gobernabilidad, apuntarán algunos), solicitamos un mismo despuntar homogéneo para todos los ciudadanos? Parece que habría inevitablemente movimientos de flujo y de reflujo (o repliegue) dentro del mismo campo cultural, como si éste fuera un tejido que se teje des-sincronizadamente por todos sus flancos a la vez.

Las temporalidades no poseerían un solo eje. Su emergencia obedece a tomas de posición distintas (cuya valoración resultaría del todo contenciosa), donde lo virtual y lo actual pugnan entre sí. Lo cierto es que habría, pues, interrupciones y saltos en la sincronía de las convivencias. La responsabilidad, nuestro responder al tiempo vivido, ¿de qué lado estaría? ¿Estamos todos actualizando nuestro ser por igual, o habría quienes se rezagan respecto de su propia temporización?

¿No supone esto la noción de fronteras porosas y cruces de fluidos en la encarnación misma del presente en que com-parecemos?

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Y a modo de salida (o  fuga)

Parece que importa pensar la presente condición histórica. Y cualquier esfuerzo de respuesta (en términos estéticos, éticos, políticos y epistemológicos), entonces, intentará reconvertir la valoración negativa acerca de condición crítica del mundo actual (de los mundos actuales), implícita en la idea de complejidad, en valor positivo; vale decir, la falta en potencia y la angustia paralizante en una productividad de pensamiento y creación, que suponga nuestro gozo de estar aquí.

Por su parte, a quienes nos incumbe ejercer o considerar la creación llamada artística y literaria, parece que nos correspondería pensar la condición de nuestro propio tiempo, del mismo modo como a los creadores anteriores les ha correspondido pensar la suya y por la cual pudieron cobrar, así, conciencia del real estado del juego en la partida a la que emergieron, desde donde, en último término, pudieron pensar su propio hacer inscrito en aquella, que fueron, en cada caso, la forma personal en que ellos se jugaron el sentido de sus existencias y es aquello por lo cual los recordamos: porque nos dieron el piso donde erguir nuestro mundo.

Vivimos en la segunda decena del siglo XXI, pero, ¿de qué data son nuestras ideas? ¿Estamos viviendo toda la virtud de nuestras posibilidades enunciativas? ¿O renunciamos alegremente (o quizás culposamente) a ellas? ¿Tenemos conciencia de que en ciertas actuaciones estamos afirmando una cosa con una mano, y otra con la otra? ¿No son éstas, acaso, apuestas implícitas que anudan los términos mismos de un obrar y los discursos sostenidos sobre el mismo? ¿No será la lucidez la congruencia de ambos, que se experimenta como un darse cuenta y que en éste se apoya el nacimiento de toda responsabilidad (cumplamos con ella o no)?

Pero, poniendo en jaque los propios supuestos que hasta aquí han guiado todo lo anteriormente expuesto, en relación al imperativo de actuar acorde y concordantemente con la contemporaneidad que hemos intentado pensar, procedo a plantear que, a lo mejor, cabría volver atrás y relativizarlo. Si hemos propuesto la exigencia de pensar nuestro ahora, se tratará, entonces, de ¿pensar qué?

¿Acaso la especificidad de este ahora? ¿Nuestro aquí?

¿Para ser siempre consecuentes? ¿Siempre en aras de precipitar un compromiso de parte nuestra ante las solicitudes circundantes? ¿A responder de un modo compacto por todo ello?

¿Se trata de someterse a la petición de actualidad? ¿Ser completamente vigentes para con nosotros y para con los demás? ¿Ser contemporáneos de nuestra mismidad? ¿En total coordinación entre nuestra memoria y nuestro deseo?

Por nuestros pasajes al acto, ¿en todos los casos, para actuar de sí?

¿Nuestros actos deben estar a la altura de nuestras posibilidades? ¿Vivir de acuerdo a lo que podemos concebir?

¿Nos es imperioso, posible y deseable coincidir siempre consigo mismos, con la propia presencia? ¿Estamos exigidos a presentificarnos en pleno, bajo toda circunstancia?

…Tal vez no.

Más bien, podríamos escoger liberarnos de toda sujeción al mandato de coherencia lógica. Perder la congruencia real y de conciencia. Abandonar quizás el sitio de la responsabilidad —sin asomo de cinismo.

Entonces, diferir. Llegar tarde o demasiado temprano a la cita consigo mismo. No llegar. O extraviarse. O llegar al lugar de uno mismo cuando uno ya esté en otro lugar. Circular. Deslizarse.

O estar y no estar presentes. Entrar y salir. Llega y partir. No coincidir nunca con la propia vida. Estar en dos lugares a la vez. No estar en ninguno. Dejar de estar. Interrumpirse. 


(SIART. LA PAZ 2016)

 

 

 

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Notas

[*] Fernando van de Wyngard (Santiago, 1959). Poeta y teórico. Estudios de arquitectura y filosofía. Principales obras publicadas de poesía: Lo inminente (Caja Negra 2006), La última (es)cena (3 volúmenes, Plural 2011), El inicio es aún (Plural 2014); y Dios-Aparte (Nonsense 2017). También, el libro de teoría Un nudo más en la red. Informe sobre la poíesis (Altazor 2010). En Chile, ha sido director de los “Talleres de Arte Caja Negra”, donde dirigió la revista El Espíritu de la Época (1984-1988) y la colección de poesía Serie Fin de Siglo (1988). En Bolivia, es editor independiente. Correo: f.wyngard@gmail.com.

[1] Cosa que quedará necesariamente incumplida debido a los límites expositivos de la ponencia. Su desarrollo se cumple, sin embargo, en un conjunto de otros textos aledaños.

[2] Como se constatará, la locución identidad queda intencional y totalmente excluida de mi vocabulario, pues su uso entraña muy otras implicaciones –relativas a las nociones de ser, esencia, estancia, presencia, propiedad, fundamento, anterioridad, etc.–, cuyo solo esclarecimiento excedería este escrito.

[3] Una vez más, advierto que no podré sino sólo mencionarla en esta exposición, pero sobre lo que hay que volver necesariamente. Por lo demás, muchas de las disputas, hoy locales, en torno a la opción entre los saberes tradicionales y los conceptos modernos, se disiparían a la luz de esta posible co-habitabilidad combinatoria de dimensiones diversas y hasta divergentes, como la indicada. En otras palabras, no hay nada de nuevo en la mutifocalidad; ella también retorna, sin geografía alguna.





Imagen superior: Obra de Alfredo Román Bulacio, Bolivia.





 



 

 

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Y una pregunta perentoria: ¿Hemos iniciado nuestro viaje en el tiempo, al mismo tiempo?
Fernando van de Wyngard