Frente a las ideas tristemente asentadas, por fortuna otras ideas se levantan gozosamente de manera casi incesante, salvándonos del enfriamiento cultural y de la entropía psíquica. Ese renovado levantarse, sin embargo, no está nunca dado; es el resultado del trabajo y la creación. Entre aquéllas, las ideas que configuran el mundo de las escrituras, de los libros y de sus procesos de publicación (desde lo jurídico, lo visual, lo objetual, lo fabril y lo comercial, hasta lo auténticamente estético, ético, crítico y político) son las que aquí he decidido abordar. Hay una de estas ideas, de perfilamiento bastante reciente, que ahora puede servirnos de un modo privilegiado para proponer un debate necesario: “No existe otra forma de adquirir conocimiento si no es desde el contacto y el intercambio con otro ser (humano o no-humano): el conocimiento siempre es una experiencia común, tanto como el mundo entero y el lenguaje lo son”.
Cultura social del conocimiento, “cultura libre” (por oposición a “privada”), iniciativas de voluntaria liberación de bibliotecas y cultura ‘pirata’, hoy estrechan sus manos. Pirateo, ¿seguirá siendo esa conducta criminal, el robo que despoja a alguien de una posesión de su propiedad, que la industria establecida denuncia?, ¿o es más bien “el acto de liberación y multiplicación” de la inapropiable posibilidad de hacer experiencia (sic) sensorial y afectiva de un texto, que los muchos piratas defienden, apoyados por teorías políticas más o menos recientes? Veamos: “el concepto «cultura libre» es una redundancia y el de «cultura privada» un oxímoron.” Esto es lo que suscriben (respondiendo a una entrevista) los creadores de la plataforma digital mexicana Pirateca.com y ha sido algo que hemos introducido a la reflexión en el Curso de Teoría Literaria de este año, y no en vano, pues allí intentamos dar cuenta que las nociones de escritura y sobre todo la de ‘valor literario’ han estado siempre imbricadas e íntimamente comprometidas con las llamadas condiciones materiales de la producción de literatura y con sus modos (sean institucionales o no) y sobre todo con sus políticas de circulación.
Desconocerlo (desconocer la dimensión material de todos los procesos psíquicos, para poder llamarlos ‘espirituales’) ha sido parte fundamental de la estrategia del idealismo, con cuyos presupuestos nos solemos confrontar día a día, a cada momento donde tanto las construcciones culturales que heredamos como las que generamos se ven capturadas y, por tanto, neutralizadas o desactivadas en su potencia transformadora por la retórica de las cosas eternas y profundas… La señal más clara para detectar esta retórica es la apelación consagratoria e insistente a la noción de “valor”, que es vociferada y gesticulada luego de arrancarla de cualquier tejido histórico donde encontrara su sentido, su explicación y su posible debate.
El que toda escritura (el conjunto articulado de los signos, en su doble articulación de significado/significante) se constituye como fenómeno, sólo es posible en cuanto alcanzamos una determinada superficie de inscripción y podamos ejercer en ella una huella relativamente duradera. Eso es algo que el mundo literario tradicional tiende demasiado a olvidar. “¿Cómo conozco un texto?”, es una pregunta que no solemos hacer. A pesar de, o precisamente por, el hecho de que la pregunta por el ‘conocer’, aquí, se despliega en la fascinante especularidad de lo cognitivo y de lo erótico y táctil, como se utilizaba desde antiguo en su sentido bíblico. Asunto de superficies, pues, la literatura. Pero no de cualquier superficie… Y asunto de la materialización multiplicada de esas superficies trabajadas, su producción y publicación. Incluso, asunto de maquinarias y circulación en donde reverbera lo inscrito, las posibles ‘experiencias de uso’ que la lectura ofrece a la organización de lo común. Asunto, finalmente, de agenciamientos modificantes, el acto de escribir y el acto de leer. En todas estas instancias, resuena el poner-en-común algo que, por sobre los sujetos singulares, socialmente importa.
La premisa: “Multiplicar y difundir un texto, expandir sus capacidades afectivas y sensoriales” exige hoy replantearnos “toda una estructura de pensamiento”, al interior de la cual nacieron y habitan los conceptos que envuelven y determinan enteramente desde hace hacen un largo rato y todavía a la producción literaria. Estructura que contiene desde “la oferta y la demanda, la compra y la venta, los modos de producción que conocemos, los bienes y servicios, la industria cultural, los creadores y su obra, el mercado en su conjunto”. Agreguemos nosotros: también el sistema de copyright y los derechos de autor; el aparato legal, el de recaudación y el de fiscalización; la industria editorial y el capital; el discurso mercantil y el discurso crítico; las censuras morales y políticas; la enseñanza y el trabajo conceptual… Todas estas dimensiones se encuentran entretejidas y, a su vez, sostenidas por las convicciones teóricas –lo digo firmemente desde mi trabajo en la filosofía– que han sido construidas e implantadas como ‘naturales’ y que han sido convenientemente olvidadas para impedir su examen y transformación.
Nada más lejos de mis posiciones que el apreciar el ensueño como beneficio de lo literario, el mismo que disculpa a los lectores del hacerse cargo de sí y de la parte que le corresponde en la vida común (aunque, tal vez, peor que el ensueño, serían la indicación al confort anímico y el vago atributo moral relacionado con ‘lo edificante’). Nada más caro para mí, por el contrario, que considerar a las obras por un determinado funcionamiento y –como escritor, lector y editor– de allí mi preocupación por el que las ‘dejemos’ funcionar en toda su plenitud. Esto último significa, que puedan operar y realizar su ‘trabajo’ (siempre infinito) en la subjetividad compartida y, entonces, también en la redefinición misma de lo real que extraemos cada vez desde su fondo latente, que sin la mediación de las propias obras no sería posible y que nos condenaría a dejarnos ciegos y expuestos al dominio de los que sí logran redefinir ese real (y administrarlo como un fetiche) en beneficio suyo.
Reina la idea, demasiado generalizada por muchos de nosotros mismos –lectores, escritores, editores y críticos–, ante la dificultad de vérnoslas directamente con la pregunta ¿qué hace una obra ‘ser obra’?, de que sería la prueba del tiempo la que decidirá (léase, que impondrá su veredicto en el tribunal de la permanencia y del conformismo) lo que una obra vale (valdrá la que sobreviva), lo que una obra es (será la que se deje explicar por sí misma) y el comportamiento apropiado (nos nacerán ‘naturalmente’, ante ellas, la reverencia y la veneración debidas) que a nosotros nos correspondería como lectores tener en relación a su sagrada existencia (para la custodia monacal de bibliotecarios y archivistas, cuando no de los propios críticos que esgrimen la necesidad del distanciamiento temporal). De este modo se configura la religión literaria. Y, por cierto, con ello cooperamos en afianzar la infame concepción estética del “desinterés”.
Los que somos plebeyos y profanos, en cambio, restauramos el carácter ‘problemático’ de estas mismas obras como primera dimensión (abismal) y como primera experiencia del valor (goce). Un valor que, a cada momento, se deja medir únicamente respecto al presente de la lectura, a la capacidad de que se intersecten la materialidad de la obra escrita, los cuerpos que confluyen a cada lado y dentro de la misma y a los procesos de producción de subjetividad, que emergen de su espesor y opacidad propios.
Quien pretenda elevar y poner por delante el emblema de la transparencia, tendrá luego que responder por su responsabilidad política… y ya no podrá excusarse (oculto tras el escudo de su ejercicio amateur de la postura crítica) al no asumirse como un activo creador y recreador de la realidad, pues –dirá– “la política la hacen los otros”, seguramente sugiriendo que son los poderosos los que irremediablemente nos mantienen en esta posición desafortunada, subordinada, desencantada y pasiva (¿no será esto otra cara de las “tretas del débil”?). Apuntar y señalar con el dedo la desmesura del otro, suele ser el excesivamente fácil signo cotidiano de la ingenuidad, de la peligrosa adversaria del ejercicio crítico radical.
También, los que somos plebeyos y profanos valoramos de otra manera las obras: por la capacidad de ‘usarlas’ (restituyendo “al uso lo que lo sagrado había separado y petrificado”, anota Giorgio Agamben). Esto significa que su valor no es absoluto, ni intrínseco ni fijo ni inmóvil, sino que surge dinámicamente de la capacidad de ‘usar’ (no utilitariamente –para añadir más complejidad) la movilización de sentidos que ellas operan, el surgimiento de imaginarios que las cruzan y estremecen, y la contingencia material y significante en que se constituyen como objetos entre los demás objetos, como realidades paradójicas entre las demás realidades, como puertas o portales allí donde no hay nada del otro lado, más que el propio fantasma de nosotros y del mundo con el que tenemos un ajuste de cuentas siempre pendiente.
Ser “negligentes” (agrega Agamben) respecto al escrúpulo religioso ante lo que no se (nos) presentaba como “disponible para el libre uso el comercio de los hombres” antes de este acto de “profanación”, que ahora empremos como urgente tarea política del presente. Crear nuevos usos, que sería lo propio del trabajo de lectura (en este caso), sólo es posible si en ello desactivamos otro uso anterior, un uso ya envejecido, y lo volvemos, de este modo, inoperante (completa este filósofo). ¿A qué usos nuestros podemos dirigir nuestro acto libertario de creación, en la producción y socialización de literatura en Bolivia, ahora que los tiempos se han detenido y la idea del presente tiende a perpetuarse sin dejarnos esas brechas y fisuras por las que proyectar las fugas que requerimos?
Vivimos (si este acontecimiento se dejara incorporar y asimilar por los sistemas vivientes que somos, como diferencia) en una nueva encrucijada histórica, totalmente desprovista de los conceptos que definan su actual condición migrante y ubicua (que ponen en total crisis los lazos territoriales así como los tributos comunitarios), a la que la digitalidad (una manera nueva de configuración material, en este caso electrónica, que no deja de ser radicalmente material) nos ha confrontado una vez más ante las preguntas porfiadas e inmemoriales, aunque frente a un nuevo y todavía desconocido cambio de escala, a un auténtico salto cuántico en la idea de cultura. Preguntas tales como: qué es (qué realidad posee) la creación literaria; dónde entra en ella nuestra corporeidad; cuál es la función que juega la ficción en nuestra existencia social; y cuáles son las formas y las materialidades que sustentan la generación y la movilización del sentido enfrente a las renovadas preguntas por el mundo común.
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Asunto de superficies, pues
Fernando van de Wyngard