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 CONVERSACIÓN CON FRANCISCO VÉJAR

Por Luciano Anuarí

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Francisco Véjar (Viña del Mar, 1967). En la actualidad dirige el taller Villarroel. Ha publicado Fluvial (1988), Música para un álbum personal (1992), Continuidad del viaje (1994), A vuelo de poeta (1996), Canciones imposibles (1998), País insomnio (2000), El emboscado (2003), Bitácora del emboscado (2005) y La fiesta y la ceniza (2008). Ha sido seleccionado en diversas antologías, tanto en Chile como en el extranjero. En 1999 editó la Antología de la joven poesía chilena y en 2002 publica Georg Trakl. Homenaje desde Chile en coautoría con Sven Olsson y Armando Roa Vial. Su libro más reciente se titula Los Inesperados. Allí reúne crónicas dedicadas a poetas como Jorge Teillier, Nicanor Parra, entre muchos otros. Es colaborador desde hace años de Revista de Libros del diario El Mercurio y por estos días colabora con la prestigiosa revista española Cuadernos Hispanoamericanos. Véjar, tiene ahora la tribuna:

- ¿Qué te llevo a transformarte en poeta?
- Me llevó a transformarme en poeta la relación con la naturaleza. Mi padre era una persona oriunda del Sur y sus progenitores tenían allí fundos, cerca de la zona de Chillán, es decir, desde ahí parte mi compenetración con la montaña, los ríos, los caballos y la germinación de la tierra, como le habría gustado decir a Knut Hamsun.

Además, nací en Viña del mar, el 14 de diciembre de 1967, en la Clínica Miraflores a las seis y media de la madrugada. Eso también lo determina a uno, en términos geográficos y astrológicos.

Por lo mismo, gran parte de mis poemas tienen relación con lo marítimo, sin prescindir del espacio urbano que se mezcla con el jazz, el amor, la muerte y lo metafísico. Por ejemplo, están los constantes viajes a Quintay con mi padre desde fines de los años sesenta. Ahora bien, Quintay aparece en mi escritura como referente hasta el día de hoy. Sin ir más lejos, entre mis proyectos inmediatos está escribir la verdadera historia de Quintay. Tuve la suerte de conocer a las familias fundadoras de dicha caleta de pescadores que en un momento de su historia fue una de las últimas balleneras del Cono Sur en funcionar desde 1947 hasta 1961. En fin, esa es la génesis de mi obra poética, alimentada por una infinidad de lecturas.

- Todos sabemos de tu entrañable amistad con Jorge Teillier y quisiéramos saber si su influencia se trasunta en  tu poesía o en vivir la vida de manera poética.
- Yo distingo que hay dos etapas dentro de mi poesía. Una parte con Fluvial, libro que se publica en 1988. Se trata de un viaje al sur con mi padre que además, contempla hacia el final de la obra el paisaje de Quintay y su gente. Fue mi carta de presentación para conocer a Jorge Teillier. A él le gusto Fluvial y escribió para el diario la Época una reseña sobre dicho volumen, en el suplemento Literatura & Libros, dirigido entonces por el escritor Carlos Olivárez. Luego escribo Música para un Álbum Personal (1992) y Continuidad del Viaje (1994) y A vuelo de poeta (1996). En esa primera etapa está el influjo de Teillier. Más tarde, doy a conocer Canciones imposibles (1998). Es a partir de ahí donde se decantan mis lecturas para dar paso a mi propia voz, poblada por elementos distintos a lo que explorara Teillier. Un ejemplo de ello es La Fiesta y La Ceniza, publicada por Editorial Universitaria, en la colección El Poliedro y el Mar. En ese libro reuní 10 años de poesía. Es decir, desde 1998 hasta el año 2008, incluyendo un capítulo con poemas inéditos. Con todo, tengo que confesar que Teillier fue uno de mis grandes amigos que me “hace una falta sin fondo” (César Vallejo dixit). Tenía una cultura enciclopédica y una manera de habitar poéticamente el mundo. Fue mi universidad. En El Molino del Ingenio, lugar ubicado entre La Ligua y Cabildo, leía como si me hubieran dado cuerda. Sobre todo poesía francesa, alemana, rusa, sueca, italiana, norteamericana, inglesa y chilena.

Con todo, yo quería estudiar periodismo. Pero Teillier me dijo que no perdiera el tiempo y que mejor entrara a estudiar con él a La Escuela de la Cimarra. Eso viene de Jacques Prévert y por ende, de los surrealistas franceses. Y tenía razón, pues además, de escribir poesía y crónicas, he ejercido lo que se denomina como Periodismo Cultural desde hace 20 años. Partí en el periódico La Época en 1994, con una entrevista a Claudio Giaconi. Luego seguí colaborando en Artes y Letras del diario El Mercurio, ininterrumpidamente hasta la actualidad.

- Me gustaría preguntarte si nos pudieras contar de alguna buena anécdota de Jorge Teillier, creo que era referente al Molino del Ingenio.
- En el transcurso del primer año de visitar a Jorge Teillier, en El Molino del Ingenio, me preguntaba cómo se ganaba la vida el poeta. Siempre deambulábamos con plena tranquilidad. No habían obligaciones ni horarios que cumplir, salvo escribir, leer y vivir.

En una de mis estadías con Teillier en el campo, me tocó acompañarlo a cobrar su sueldo, en el fundo El Molino del Ingenio. Entonces, fuimos a la oficina de la administración de dicho lugar y Jorge firmó una planilla y le entregaron su cheque. Lo cierto, es que estaba intrigado, pues no sabía cuál era su verdadero trabajo. Teillier ese día me dijo: “Mi labor aquí es muy dura. Tengo que vigilar que no roben y sobre todo, estar atento a la fuga de las paltas”. Después de su respuesta se puso muy serio y caminó muy erguido conmigo a la casa principal del fundo. No dejó de causarme cierta hilaridad.

- ¿Qué poeta se debería rescatar en la actualidad?
- A Boris Calderón, el poeta de la muerte temprana. Basta leer El libro de los adioses (1956), prologado por Pablo de Rokha para darse cuenta de su dimensión poética. Así como Jean Arthur Rimbaud previó toda su vida futura en Una temporada en el infierno (1873), Calderón lo hizo en su obra poética. Allí nos empapamos de lo que vivirá más tarde en su propia existencia. No olvidemos que murió a los 27 años de un tumor cerebral. Cabe decir que llevaba una intensa labor literaria. Fue secretario de Pablo de Rokha, además, de tener amigos poetas de aquella época. Por ejemplo, departió varias veladas con Armando Uribe Arce, entre otros coetáneos. Su poesía aún no ha sido leída ni estudiada como corresponde. En su momento, el poeta Cristián Gómez quiso publicar su obra completa, pero la falta de financiamiento, sepultó el proyecto.

- ¿Qué crítica les harías a los autores actuales en comparación con las generaciones pasadas?
- Encuentro que hay gran valentía de mantener la poesía chilena vigente con respecto a lo que se escribe en lengua castellana. Hay una tradición que parte con credenciales propias, a partir de Carlos Pezoa Véliz y que dura hasta nuestros días. No es casual que tengamos dos premios Nobel; Gabriela Mistral y Pablo Neruda. Y luego poetas de la envergadura de Vicente Huidobro, Pablo de Rokha, Gonzalo Rojas, Nicanor Parra, Enrique Lihn, Jorge Teillier y Óscar Hahn, por nombrar sólo a algunos. Entonces los jóvenes que escriben poesía en la actualidad, son depositarios de dicha tradición y mantienen viva esa llama. Por lo mismo, hay rebeldía en ellos al volcarse a escribir un poema, en mundo que se cae a pedazos. Y si bien, se podría decir que la narrativa es la que  vende y la poesía no, salvo pocas excepciones. Y por qué se preguntarán los lectores. La respuesta es sencilla: no está en el mercado y mantiene plena su libertad e independencia con respecto a las modas literarias, que no son más que el refugio de los tontos. Un reflejo de ello es la obra de Enrique Winter. 

- ¿Qué nos dirías de tu reciente libro de crónicas, titulado Los Inesperados (Tajamar Editores, 2009)
- Son mis memorias de veinte años en la literatura chilena. Tuve la fortuna de conocer personalmente a Claudio Giaconi, Armando Uribe Arce, Miguel Serrano, Raúl Ruiz, Nicanor Parra, Efraín Barquero, Rolando Cárdenas, Enrique Volpe, Antonio Avaria, Pedro Lastra y Carlos Olivárez, entre otros autores que consigno en el libro. A cada autor le dedico una crónica. Muchos de ellos están muertos. Entonces recordé los versos de un soneto de Quevedo que dice lo siguiente: “Retirado en la paz de estos desiertos, / con pocos, pero doctos libros juntos, / vivo en conversación con los difuntos, / y escucho con mis ojos a los muertos”. Entonces al escribir sobre ellos, fue como vivir de nuevo su conocimiento, amistad e innumerables anécdotas. Por ejemplo, recuerdo como si fuera ayer, mis conversaciones con Parra, caminando por la costa del litoral central y luego volver a su casa de Las Cruces y almorzar una cazuela con ensalada a la chilena. Muchas veces recitaba de memoria el diálogo del sepulturero de Hamlet de Shakespeare, en inglés isabelino y luego hacía una traducción inmediata a la lengua castellana. Aprendí mucho con él. Me invitaba a las clases que dictaba en la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile. Fueron tiempos inolvidables. También se hace visible en Los Inesperados, la lucidez de Giaconi, la nostalgia de Olivárez por la década del sesenta, el esoterismo de Serrano, la bondad de Avaria, entre un sin número de sorpresas que contiene dicho volumen. Pienso que es un libro que quedará para las generaciones venideras, pues cada crónica retrata por dentro a cada creador, es decir, desde lo cotidiano hasta su forma de afrontar sus labores literarias. No puedo dejar de lado a Raúl Ruiz. Sin duda, fue uno de los cineastas y pensadores más independiente del cine occidental de las últimas décadas.    



 



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