Muriente latir
(“La fiesta y la ceniza”, de Francisco Véjar.
Editorial Universitaria, Colección El poliedro y el mar.
Santiago de Chile, 2008. 92 páginas.)
Por Bernardo González Koppmann
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“Escribes como el velero que
viaja por el río,
apenas movido por el viento”
Francisco Véjar (Viña del Mar, 1967) en esta breve pero contundente suma antológica, sin más armas que una larga y penetrante mirada indagadora y acaso unas cuantas palabras más parecidas al silencio que a fonemas guturales, se adentra en una realidad ajena -que ni hosca ni amable-, y atravesando la tormenta sin que el viento le vuele la gorra marinera intenta hallar en ella gestos perdurables que, por fin, le otorguen esa paz que extravió entre la luz y la sombra que cohabitan en las cosas, en las formas que vamos reconociendo y olvidando, en las experiencias, en las cicatrices.
F. V. no tranza; recorre sus intemperies sin renunciar jamás -por lo menos en esta obra-, a una vocación de juglar postmoderno lúcido, consciente y sensitivo inmerso en un caos que transita de la utopía a la decepción y de la decepción a una especie de nimbo donde se refocila y reencuentra pletórico con las ánimas de sus amigos muertos. “No seríamos nosotros quienes cambiarían el mundo, sino que inauguraríamos el nuestro conformado por árboles de un parque silencioso donde nos ocultábamos de la rugosa realidad.” (Pág. 90).
Con esta actitud lírica ya consuetudinaria en Véjar -para unos, displicente; para otros, irresponsable (puesto que estamos en época de cambios de pelaje; estamos renovándonos de gato a jaguar)-, va construyendo su propia realidad, esa realidad superior que cada creador plasma y que los que saben han dado en llamar universo poético. “Es el viaje de una realidad que nos une a los signos invisibles del día.” (Pág. 26).
¿Por qué hablamos de actitud displicente o irresponsable del autor frente al materialismo histórico? Sencillamente porque Véjar, un tanto desmesurado en su timidez, echa mano a una cuantas sutilezas, hallazgos geniales, nimiedades, artefactos simples pero permanentes, al modo artesano, para desarmar o desenmascarar los vicios del mundo moderno. Va, cual David, al campo de batalla sin una mísera honda siquiera; sólo provisto de unos cuantos manuscritos, fotos en sepia, textos descompaginados de sus poetas afines (Tardieu, Brodski, Char, Trakl, Dunn, Guy-Cadou, Panero y siempre la luz tutelar del amado Teillier); provisto de viejos vinilos de Baker, Duke, Armstrong, Charles Mingus, Lou Reed, Joni Mitchell, bregando tras el espejismo de los ojos de Uma Thurman aunque ésta eternamente empuñe un colt 38; provisto, digo, apenas de sus pantalones de pana, una casaca de cuero, camisa de cuello abierto y una petaca, ya sea en moto destartalada o austin-mini, cuando no a pie por la arena, a combatir con molinos de vientos por las costas del litoral central. Pero ahí va nuestro poeta pluma en ristre, alma en ristre, a su manera, entre dudas y certezas, por ver si coge el primer vuelo del mirlo sobre los parques o los distintos matices del tinte escarlata de un atardecer cerca, siempre cerca, de la incandescencia. Inevitable no pensar en los beats por la frecuente recurrencia en esta poesía a caminos, moteles, restaurantes, chicas que se esfuman más veloces que los sueños, luces de autos en la niebla, cervezas, tabaco, otras yerbas, y todo envuelto en la metafísica entrañable del Tao… Como lo expresara tan acertadamente Hugo Mujica: “Hay en este libro un entrañable amor a la vida, a lo que ella tiene de viviente, de poesía: su abismal fragilidad, su carne viva, su muriente latir.”
¿Cómo levanta su propuesta? ¿Con qué recursos literarios o extraliterarios? En forma cabal, usando los recursos con que ofician terca y concienzudamente los genuinos poetas de todos los tiempos; he ahí el secreto de su arte, sin misterios ni arrogancias. Me imaginaré su procedimiento, su proceso creativo, a prueba de desmentidos. Coge los elementos culturales del entorno inmediato, tanto urbanos como naturales, silvestres casi rústicos como elaborados casi culteranos, y va resolviendo sus enigmas y cuestionamientos existenciales, especialmente el fugaz paso del tiempo sobre los seres y las cosas que ya se nos iban haciendo íntimas. “Porque esta poesía es engañosamente cotidiana y directa: su dimensión más profunda es metafísica y su tema último se llama tiempo, o fugacidad y fragilidad del ser.” (Pedro Lastra, pág. 12). Con esa pinta de extranjero, como diría Moustaki, de estilo aparentemente descuidado nos percatamos, sin embargo, que su verso libre está perfectamente calibrado; incluso con un ritmo interior recurrente quizá efecto del jazz o cadencias de blues, lentitudes, pausas y giros cuidadosamente macerados, adosados a un decir, a un hablar, a una oralidad que se transcribe casi espontánea, casual, en la hoja en blanco o en los bordes de la carátula de un disco de Stan Getz, o qué se yo. Así, F. V. se nos presenta como un poeta depurado, sólido, con estilo y voz propia, definitiva, madura, que exuda sinceridad, experiencia, sabiduría de vida, y eso hoy por hoy ya es bastante. Y se agradece.
Quizá yo, cual torpe fisgón, repararía sólo en un detalle: que tal vez nuestro poeta debiera usar la misma gramática en todos los textos, para homogenizar su escritura. Me refiero al uso o no de mayúsculas al inicio de los versos, puesto que emplea ese recurso en unos cinco o seis poemas y en el resto no; también, lo insto a definirse si valerse o no de comas y puntos al redactar sus escritos. Sólo eso; y con todo respeto, como diría el Chemo, un amigo poeta de Talca que no lee ni el diario.
La fiesta y la ceniza se estructura en seis apartados (I, Echar raíces en la arena que remueve el viento; II, Tardío Tardieu y otras voces; III, Cicatrices y estrellas; IV, El emboscado; V, Oír al silencio que prende la palabra de uno mismo, y VI, Lugar posible), que van marcando nítidamente el tránsito espiritual del hablante, durante el transcurso de la obra, desde una toma de conciencia de lo fugaz del ser y del estar a un estado de plenitud síquica emocional casi, diría yo, rebosante. Así, paulatinamente, F. V. se va encontrando en el trayecto y desarrollo de esta antología con voces afines, entrañables, que lo sumergen en las sutilezas de lo ínfimo -poetas que conviven, que dialogan mejor dicho, con jazzistas, pintores o actores de cine de otras épocas-; luego irá el alma del autor y, por ende, el ánimo de los lectores desprendiéndose de superfluos egos y poses falsas en contacto cada vez más frecuente con el primer esplendor de las cosas primordiales, originales, genésicas que se niegan a naufragar en los cachureos desechables de la post-modernidad. Ya al final del libro, Véjar acertadamente viene a fundar un lugar posible donde puede echar a volar mensajes, presagios y leyendas sobre puentes y ríos imaginarios, recalando en una certeza existencial por la que ha bregado a través de todo el texto: encontrar la paz de lo bello, de lo definitivo. “Madre e hijos se juntan ahora bajo tierra/ y hablan de su tiempo en la ciudad,/ de las fiestas en que no se deberían haber/ quebrado las copas, de las separaciones/ inútiles e incurables. Los consuelan/ cantantes de su época, cometas, viajes en automóviles,/ entre esa bruma que cubre las cosas pasadas.” (Pág. 91). Hermoso poemario, sin duda.
En su conjunto éste libro está compuesto por 60 poemas, donde cuesta -como se dijera de la obra de Rolando Cárdena-, encontrar textos débiles. Meritorio trabajo que denota muchas lecturas, muchos préstamos o intertextualidad, mucha amistad literaria asimilada maravillosamente con una originalidad muy personal, que humildemente hemos intentado develar en estos apuntes, donde el talento y el oficio de F. V. quedan más que en evidencia.
Ahora, para ir terminando, quisiera hacer mención a un aspecto de esta obra que me parece muy interesante para dejar meridianamente establecido el aporte de F. V. a la actual poesía de Chile. Estimo que lo más novedoso de esta propuesta, ya someramente descrita, se podría hallar en la visión que nos ofrece el autor de la ciudad como personaje de su escritura. Véjar llena los lugares comunes de nuevos significados. “Hemos visto árboles desnudos en la ciudad/ que levantan veredas y reclaman lo suyo./ Sus raíces se abrazan como amantes subterráneos/ que saben de sueños y pérdidas.” (Pág. 56). El autor no ignora ni desprecia lo ya usado, como esa manía de estigmatizar lo cotidiano que se ha puesto de moda en los círculos cursis, literatosos; no rehúye esa carga negativa que los intelectuales pedantes le han echado encima a los códigos antiguos. “Tal vez todo sea necesario:/ que la piel mude su tersura/ o nuestra singular manera de vivir.” (Pág. 32). Singular manera, repito, de recuperar lo nimio, lo marginal, lo minimalista para crear la sinfonía de las cosas despreciadas. “Amanece en Santiago. El sol es un sacramento para edificios,/ plazas y transeúntes errantes/ que olvidaron por un momento la manera de volver a casa.” (Pág. 43). Véjar se conduele con la urbe; como quien conversa después de la fiesta y la ceniza -entre ceniceros, libros y carátulas desgastadas-, con una pobre mujer abandonada, y éste le ofrece un nuevo horizonte a su desdicha. “Por fin el espejo retrovisor no refleja la ciudad/ En tus ojos quise ver el mar/ Y por un momento pude vivir en ellos.” (Pág. 86).
Familiar de todos los lugares, podríamos definir a Pancho Véjar. Temple de beat, artista maravilloso, ebrio de la luz que atesoran la ruinas, vago místico, cachurero divino refugiándose en el esplendor de una imagen fugaz. “Bailé con ella/ escuchando en el silencio de la vida/ aquel lugar no cifrado en mapas;/ más es difícil recuperarla/ pues el cielo se ve sólo una vez.” (Pág. 31). Sólo un poeta atento y meticuloso, amén de diestro en el uso y construcción de su propio lenguaje, nos puede otorgar tal placer estético. Pocos poetas en Chile han calado la formalidad, el ritualismo cotidiano, la encantadora rutina, como F. V. en La fiesta y la ceniza, con ese tranco de contemplativo -ya taoísta, ya budista, mas nunca rústico mapochino-, en pleno tráfago de un neoliberalismo dislocado y en fuga. Enhorabuena.
Talca, Invierno de 2012.