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Nicanor Parra
El poeta enmascarado
Por Francisco Véjar
En "Los Inesperados" (Tajamar Editores, 2009)
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La verja de entrada era de estilo francés y luego subimos por un sendero para llegar a la casa. Por todos lados brotaba la naturaleza, con árboles de apariencia casi humana. Desde su estudio vi gran parte de Santiago. “Cuando compré el terreno no valía nada —recordó Nicanor—. Empecé con una pieza y un baño, y ahora ya ves en qué se convirtió”. Estuve de acuerdo. Mientras en la ciudad los departamentos nuevos parecen nichos de cementerio, su residencia respiraba por los cuatro costados.
Era mi primera visita a su casa de La Reina y me invitó un té. Me preguntó si ubicaba a Bob Dylan y luego recitó de memoria, allí en la cocina, una canción tradicional rescatada por el poeta folk: El obrero textil. Primero escuché la versión en inglés y después su traducción al castellano. Recitó tres estrofas:
Cuando era soltero vivía solo
y trabajaba en la industria textil
y mi único error imperdonable
fue cortejar una muchacha rubia (…)
Una noche
en que estaba profundamente dormido
me despertó su llanto desesperado
parecía una loca
arrodillada ante el lecho nupcial (…)
De nuevo soy soltero
vivo con mi hijo
los dos trabajamos para la industria textil
y cada vez que lo miro a los ojos
me recuerda aquella joven inexplicable (…)
Parra se llevó las manos a la cara, con gesto teatral, y exclamó: “¡Caramba, esto es una bomba de hidrógeno!”. Y luego me invitó a conocer las distintas dependencias de su casa. En los muros pendían unos cuadros de Violeta Parra, y en las puertas aún se podían leer ecuaciones escritas con tiza blanca. En una de las habitaciones vi un piano de cola y sobre él la fotografía de una mujer, que identificó como Mónica Silva, la inspiradora de sus poemas románticos. Dispuso entonces un disco de vinilo con Ciao, ciao, bambina, la inolvidable canción de Doménico Modugno. Después fuimos a la biblioteca. Allí estaba la primera edición de Residencia en la Tierra, con su dedicatoria: “Para Nicanor Parra, con una estrella para su destino (Chillán, 1937)”. Observé también los libros de Jorge Cáceres y Luis Oyarzún. Los anaqueles ocupaban un piso.
Comprobé que su casa posee innumerables puertas, algunas compradas en tiendas de anticuarios. También lo apasionan viejas linternas de trenes, roperos con espejos de luna y muebles de estilo. Son retazos de un mundo destinado a desaparecer: recuerdos de su infancia en Chillán, cuando salía de excursión por la provincia del Ñuble.
Me acuerdo ahora de su poema Villa Alegre:
Bienaventurados los muchachos que crecieron descalzos
junto a la vía férrea y el canal de la luz
Y vuelvo a subir la escalera que lleva a su dormitorio. Allí observé libros de poesía inglesa y cuadernos manuscritos. De una de las paredes colgaba una imagen de Pablo Neruda en Isla Negra, de pie, a pocos pasos de la playa. La dedicatoria dibuja un sendero en la arena y data de los ’50. Es la prueba de una amistad que más tarde se quebró.
El timbre de la puerta nos llevó de vuelta al primer piso. Era su hija Colombina. Nicanor me invitó a almorzar una cazuela con ensalada a la chilena, y me la presentó: era una niña tan bella, con sólo 16 años… Salí de la casa con la cabeza colmada de sueños, como el hijo del molinero que se enamora de Victoria, en la novela de Hamsun.
El peso de la tierra
“La idea es resolver cualquier problema con el mínimo de recursos. Así es la poesía”, le escuché decir a Nicanor. Lo miraba pasearse por la sala, durante uno de sus cursos Ciencia & Poesía, en la Universidad de Chile. Fue a fines de 1989. “El asunto de hoy es calcular el peso de la tierra”, dijo. Hubo elucubraciones, la tarea quedó para la próxima clase. Entonces leyó el poema El vino del asesino, de Charles Baudelaire:
Mi mujer ha muerto, soy libre….
Pero se detuvo para preguntar: “¿quién de ustedes lo podría pronunciar en el original?”. Levantó la mano una muchacha y lo recitó en francés. El silencio reinó en la sala, hasta que irrumpió el aplauso.
Afuera de la universidad acompañé a Parra a su Volkswagen y después fuimos a su casa. Me propuso: “deberías inventar un personaje que sea el bufón de la poesía chilena y universal. Un tipo que aparezca enmascarado y reproduzca los versos de distintos poetas”. Luego me contó de un debate televisivo, en que se discutió cuánto dinero podía ganar el Presidente de la República. De ahí venía su poema Salario mínimo, donde dice: Nadie debe ganar más que S.E. / El Presidente de la República / Ni -.
Cuando salí de su residencia en busca de un colectivo, estuve inquieto, él insistió mucho en borrar del mapa a quienes escribían desde su experiencia. ¿Dónde irían a parar mis lecturas de Teillier y Armando Uribe?...
Tres años más tarde, Nicanor ganó el premio Juan Rulfo. Entonces yo arrendaba una casa en la calle Bellavista. Con Rocío Zapata, una amiga de ese tiempo, éramos asiduos del restaurante Galindo. Era un lugar tradicional, con una barra donde se bebían cañas de vino. Lo singular era un loro pronunciador de nombres. Allí nos encontramos a Parra y sus hijos Juan de Dios y Colombina. “Con este premio estoy redescubriendo a Rulfo. ¡Hay que ver lo que es Pedro Páramo y El llano en llamas!”, exclamó feliz, invitándonos a celebrar.
De loros y duendes
Las vacaciones me han llevado a su casa de Las Cruces. En uno de ellas, el ’97, miré sus collages en el recibidor. Me mostró un periódico donde aparecía la imagen de la estatua de la Libertad, con la siguiente leyenda: “Soy frígida / sólo me muevo con fines de lucro”. Se llevó las manos al rostro y dijo: “¡Parece que di en el clavo!”.
Pero me gusta más cuando habla, por ejemplo, de su madre Clara Sandoval, o de su hermano Roberto. Un día nos hizo escuchar una grabación de los años ochenta, donde Roberto tocaba la guitarra y él la percusión.
Un verano me prestó su casa de Isla Negra, y fui con Krupskaia García, mi mujer. Se entraba a la vivienda por una calle amplia de tierra, rodeada de plantas. Parra nos fue a dejar. Antes de entrar nos condujo a un garaje y arriba, en el segundo piso, descubrimos La Pajarera, un cuarto con grandes ventanales. Nos llamó la atención, cerca de la cocina, una enorme caja fuerte. Nuestro dormitorio lo precedía un pasillo que dejaba ver un bosque, y al amanecer oímos los sonidos del mar y de los pájaros.
En esos días, en la casa de Pablo Neruda se realizaba un encuentro literario. Picados por la curiosidad, fuimos con Krupskaia, y Quena Zamudio, la directora, nos convidó a almorzar. Al poco rato llegaron Volodia Teitelboim, Augusto Monterroso, José Miguel Varas, Delia Domínguez, Jaime Quezada, Roberto Fernández Retamar, Thiago de Mello… Por azar terminamos en la misma mesa de Monterroso. Era encantador, parecía un duende luminoso suspendido en el aire. Hablamos de Juan Rulfo y González Vera. Krupskaia propuso llamar a Nicanor. Contestó él y le anuncié a su amigo guatemalteco.
Última visita
La memoria ensaya uno de sus saltos y ahora estoy en julio de 2006. La casa de Las Cruces luce como siempre, salvo que uno de los muros fue reemplazado por ventanas que permiten la llegada del sol. Le hablé de mi viaje a Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, y de que escuché un discurso de Evo Morales por televisión, donde decía que él no estaba haciendo la reforma agraria, sino la revolución agraria. “Lo aplaudo, por fin pasa algo —repuso Parra—. Pero estos revolucionarios deberían bajar de peso, porque si no son capaces de gobernar su cuerpo, menos un país.”
Nos tomamos unas tazas de té y luego fuimos a almorzar a San Antonio. En el viaje hablamos del Premio Nacional de Literatura y nombramos a Germán Marín, uno de los candidatos de entonces. Nicanor replicó enseguida: “Es un latero tremendo. Ya no hay un discurso literario. Se acabó la crítica literaria. La novela también y los poemas, para qué decir. En realidad, los poetas dan lástima, nadie los contrata. Sólo está vivo el periodismo”. Y al llegar al restaurante, dijo con entusiasmo: “aquí se hacen las mejores cazuelas de Chile”.
¡Qué bueno es para alegar! Me acuerdo de su respuesta a los problemas actuales: “todo está encaminado al sexo: pederastia, escándalos diversos... Lo que no comprendo es quiénes están detrás. Después del colapso ecológico y la amenaza nuclear, quieren farrearse lo que les resta por devastar. No les importan nada las generaciones venideras”.
Por años el poeta vivió en Santiago. Sus preocupaciones eran científicas. Pero en su biblioteca guardaba cientos de poemas inéditos, donde aparecían figuras desconcertantes: “Inocencio Conchalí”; “El Enano Maldito”; “El Admirador Incondicional”... Shakespeare seguía siendo su lectura preferida. En una oportunidad hablamos sobre el big bang y el big crunch. Mi pregunta fue: “¿Cree que todo es por las puras no más, que no dejaremos huella?”. Y contestó: “Es algo que no me deja tranquilo. Pero mirando el mar vuelvo a oír los diálogos de Hamlet. Están ahí, no ha pasado el tiempo…”
De vuelta del almuerzo, nos despedimos y no lo he vuelto a ver. No puedo negar que lo echo de menos, incluso con su egolatría. A veces dice frases como: “uno tiene derecho a estar triste de nuevo, aunque la tristeza esté erradicada de la poesía”. En esos momentos, sin querer, da la nota justa de la nostalgia.