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LA PREGUNTA HISTÓRICA EN SU MARCO SOCIAL

Fernando van de Wyngard
fernandovw@vtr.net




(Publicada en revista virtual ”Sepiensa.cl”, en sección Artes. N. del A.: Este texto debiera llevar por subtítulo: “Hipótesis”, y corresponde a la segunda parte del que fuera publicado en el N° 0 de la revista-catálogo “Ciudad Caja Negra”, en noviembre de 2002, titulado “Consideraciones acerca de lo calorífico. Un caso particular”, y que llevaba por subtítulo “Tesis”.)



Se ha cumplido el deseo de una sociedad contempor ánea, la nuestra (occidental), que consiste en que se ha hecho realidad la “enseñanza” de la experimentalidad.

Cuando nos referimos a la experimetalidad –debemos aclarar- no tratamos aquí de una circunscripción de la razón artística, sino de la razón política. ‘De la razón’, sea dicho de paso, que es siempre política. Circunscribimos la operatoria experimental dentro del marco de una historia demasiado contemporánea para ser histórica.

La circunscribimos en la toma de posición por la que optamos hoy, en esta encrucijada del destino, sólo si podemos concebir aún un arte expandido, y no nos inclinamos ya por aceptar la imposición regresiva de un arte en proceso ineluctable de constricción. Todo nos lleva a pensar que vastos territorios de la producción artística reinante han vuelto a sentar a la belleza “en sus rodillas”, y por qué no, cuando la alternatividad ha sido reestetizadora por excelencia, la impulsora del fashion de los márgenes. Pero ¿es el caso de aquellos sobre quienes nos interesa trabajar?: las últimas generaciones, que han visto cruzada su obra por el vacío del cambio de siglo. Su constreñimiento –que lo hay, a pesar de todo- está lleno de nervio (y por tanto de tensión), pero, por lo mismo, la expansividad, paradojalmente, es inmanente a la autonomía del arte de éstos, de un tal modo intrincado, y que desea para sí resistirse al análisis como un animal salvaje a la domesticación. Hasta ahí.

Como se ha dicho con razón, bien puede comprenderse la historia del arte del siglo XX (en confrontación con la historia que le precede) como un gran debate en torno a la definición de obra de arte y de la función social del artista.

El punto crítico, o, preferiríamos decir, el punto culminar y consecuencial de este debate puede situarse como inmediatamente anterior al proceso de hibridación de los lenguajes y fictización de la obra, proceso éste que condujo al arte a la insubstancialización con que ahora lo (re)conocemos, con su anclaje en la teoría de la proliferación, y su gesto de simulacro, tal vez datable en los escenarios internacionales en el paso de la década del 60 al 70.

Hoy por hoy, en la época de repechaje de la vanguardia, época de tropel, donde cohabitan gustosos los gestos de adelantados y rezagados, y donde ya nadie se atrevería a vivir desde el arte y para la vida, en suma, donde el arte ha vuelto a ser un campo específico, el debate del siglo recién pasado resulta vicioso, aunque no por ello están dadas las condiciones para desdeñar la pregunta que lo presidió, en cuanto tal (que considera no sólo la tradicional tensión significante-significado, estatuto de obra, género y soporte, sino también –y mucho más- la tensión disciplinar y la tensión propia del rendimiento exhibitorio), desdén que equivaldría a sustentar –pecando de neutralidad, lo que resulta más grave que la ingenuidad-, por igualación, cualquiera de las posturas que entraron antes en disputa y validarla en sus supuestos controversiales, al remedarlas (vía del remake). Más bien, al parecer, vale la pena considerar oportuno, ahora, levantar la-pregunta-acerca-de-la-pregunta-misma. Pero una tal interrogación ¿en qué puede consistir?

Pues, consistiría en la compleja operación de (pasar) revista, esto es: revisión (de los estados de la cosa), doble visamiento (inspección visual en profundidad), vale decir mirada caviladora, de lo cual entonces: theoría (de la cosa misma) como visión culminante de la expectación reflexiva, lo que conduce finalmente a espectáculo (de spectare, donde la cosa opera como montaje y acontecimiento).

La pregunta-acerca-de-la-pregunta-misma implica atender o considerar qué estrategias han sido planteadas en el ruedo de la producción artística del siglo que pasó, por las cuales se sancionó el decreto de tales artisticidades, donde, una vez desmontadas las diferentes capas de significación, han quedado al descubierto sus engranajes sígnicos, retroproyectándonos hacia el interior de esas miradas rebasadas por sus deseos, en los cuales encontramos el eco de nuestros propios deseos o falta de deseo actuales, ya que en aquello resuena la posición existenciaria de los sujetos involucrados y, por lo tanto, el proyecto de humanidad que ello comporta: al fin y al cabo, nuestro nicho todavía.

¿Qué podemos dar por descontado respecto de los logros del arte expandido que nos fue dado en herencia, y que nos sería lícito exigir a un artista, digamos, en sentido amplio, experimental? Al menos, el que haya incorporado la lección histórico-destinante que las dos vanguardias del siglo XX y su posterior declinación hacia el vacío de la mente, que hicieron respecto a qué sea una obra de arte y cuál pueda ser la función social del artista. Entonces ¿podemos pedirle al artista actual que asuma poder responder, por lo pronto, respecto de lo siguiente? En suma:

.. .. .. .. . - la centralidad de la idea de proceso;
.. .. .. .. . - el valor preformativo de la obra;
.. .. .. .. . - y el insoslayable legado de la antropología.

No, al parecer no podemos, pues estaríamos frente a unas generaciones (propias del cambio de siglo) que se niegan a responder por la genealogía de lo contemporáneo en que acontecen, y es necesario intercalar aquí la fijación de este hecho. Aquello de lo que estamos en condiciones de pedirles razonablemente se convierte para ellos en agobio. ¿Será el deseo de que la historia comience una vez más, ahora con ellos mismos, aunque sea esta vez sin pretensiones fundacionales, o, dicho de otra manera, una historia “deshistorizada”? Precisando mejor, en su intención, aquélla (la historia como consistencia) tiene existencia considerada sólo como hito de inscripción soberana para recibirlos a ellos mismos (pues, así como en sus procesos de obra no tendría validez el antecedente, tampoco lo tiene el sucedente). Se trata de la institución del lapsus en reemplazo de la historicidad, cuando de lo que quieren despojarse es sobretodo de una cierta energía que les pesa, en la encrucijada de su neoanarquista toma de posición “post” en el mundo: no sólo postcatastrófica sino, de manera privilegiada, postedificante.

De hecho, de no ser por esto, la herencia de la antropología para con el arte experimental tendría que ver con que el arte ya no podría evadir el reconocer y enfrentar la visión que nuestra sociedad, en la particularidad histórica que le es propia, tiene de esta tarea al interior de la constitución nuclear de su destino, lo que puede expresarse como un cuestionario que contiene las preguntas capitales con las que, teóricamente, habría de verse en tensión. A saber:

¿Qué esperamos –irracionalmente- del artista? ¿Qué le encargamos inconscientemente? ¿Qué tipo de pulsiones le transferimos para que él las resuelva como cuerpo de la obra, y luego nos la retransfiera a nosotros?

¿En qué trama de significaciones sociales esperamos un rendimiento artístico? ¿Cómo instauramos el espacio social de su actividad y por qué a la vez lo cargamos con objeciones, imputaciones y resistencias? ¿Por qué, a su vez, su propio resistirse dentro de la contra-resistencia? ¿Qué hace que su trabajo constituya una forma devaluada y en ciertos momentos degradada de producción, a la que por compensación le conferimos, ya tardíamente, un carácter consagratorio?

¿Cómo recoge, cómo responde el artista en su individualidad intransable el destino histórico de su comunidad, destino que lo incorpora a él mismo en el circuito sistémico de su exclusión (ojo con la antipsiquiatría: el enfermo no es el individuo, sino que es el grupo el que se enferma a través de éste)? ¿Qué impulsos en cada caso él chamaniza (no siempre como sanación, o no en raras ocasiones malévolamente)? ¿A qué vigilia lo convocamos? ¿Cómo, negándolo, lo invocamos?

Por otra parte, y más específicamente, cabe para nosotros considerar otra ralea de preguntas, que podrían llegar a ser más o menos las siguientes:
¿Cuál es la arquitectura de nuestra cultura (como una entre otras) que ha modelado la concepción de la artisticidad bajo la forma de lo experimental? ¿Qué decisión histórica (filogenética) dentro de la psiquis del hombre contemporáneo permitió vislumbrar una reconjugación de la noción de obra en sus mismos límites y que le ha permitido declarar (con gozo y con dolor, con solaz y con inquietud) la verdad oculta o soterrada del arte? ¿Qué apetitos consolidan la institución social del límite del arte, allí donde éste aún pertenece al rango definido por la aisthesis, pero que cae fuera del campo convencionalmente estético?

El legendario postulado dice: el medio es (ahora) el mensaje –entiéndase: el medio de comunicación de masas. Pero ¿qué tal si dijéramos, más bien: el “medio ambiente” (epistemológico, ideológico y político, constituyendo la semiosfera que nos contiene) –que solemos llamar contexto- es (ahora) todo el mensaje?

De esto se derivaría que nuestra propia instalación, vale decir el mundo que constituimos, mediado por las decisiones técnicas con que oponemos mundo a tierra, y así espaciamos un lugar y un modo, constituyen la obra genérica del hombre por antonomasia.

La historia, vista así, cobra entonces otra textura, retrocede el carácter de naturaleza segunda que le atribuimos a la costumbre y al hábito, y a cambio aparece el carácter convencional (aunque no arbitrario, nos advierte Barthes, sobre la lectura de Saussure) del rumbo que cursamos, el que bien pudo haber sido cualquier otro y de esa misma manera puede llegar a ser otro en el porvenir, en la medida suficiente de que se respeten las leyes de la gramática generativa (diría Chomsky) en lo societal. Generar otro mundo, generar otras estructuras ontológicas sustentantes, generar otros signos en torno a los cuales organizarnos, ¿no es eso lo que anima la pulsión del arte?

Quiero decir: ¿acaso el artista no interpone signos intermediales frente a la enorme y única signatura que es el mundo históricamente concebido?

Interponer, aquí, debe entenderse como fragmentar el ser y excitar la carga de sus intersticios, hiperactivando la circulación de las preguntas que aún no nos hemos hecho, hasta descalabrarlas, y que así decidan hoy una destinación. Pero hay que dejar en claro que en el ámbito artístico, pura caja de resonancias, una obra no es por sí misma nunca una interrogante, ni tampoco tiene por objeto responder a ningún tipo de interrogación, sino que tan sólo instala los travesaños para que una pregunta pueda posarse en nuestro aparato psíquico. Por ello es travesía el proceso de creación y es travesura su montaje. Esto no debe interpretarse como una expresión de desdén, muy por el contrario, en tanto precisamente se aplica sobre esas costumbres y esos hábitos, o, digamos mejor, a esos supuestos que, pareciendo naturales, posibilitan precisamente esas costumbres y esos hábitos, interpela así su resistencia.

No por nada, en el reparto social del trabajo la tarea artística se aloja decisivamente a contrapelo del ordenamiento civil, y el estamento que la asume suele costear con sus propios recursos antropológicos la investidura que lo distingue, como también paga de sus arcas el precio psíquico involucrado en la faena de su productividad, ejercida a pesar de todas las objeciones que lo cercan, en el seno constreñido del cuerpo social. Éste es un hecho irredargüible, que no logra ser desmentido por las escenas de salón (en su versión contemporánea) ni tampoco por la metabolización academicista, que acompañan siempre la potencia de insubordinación propia de la producción simbólica respecto del Orden (sic), éste que opera a partir de sus estrategias de ilustración y neutralidad.

Ahora bien, cabe entonces cavilar sobre la pretendida sanción profesional de dicha tarea, es decir pensar qué pueda llegar a significar el hecho de que, sí o sí, constituya una profesión, si no es de fe. Fe de nada, por lo demás, de nada más que del propio gasto productivo.

La división social del trabajo genera por su parte esta suerte de bolsón disfuncional que, a pesar de todo, paradójicamente cumple con la función –a través de la realización y remisión simbólicas- de tender una tangente de fuga al circuito del poder, reenviando así la necesidad de lo institucional (la ley del padre) a su fuente de origen: la fundación en el cuerpo de la madre de los estatutos consciente/inconsciente y público/privado, que tienen su oculta bisagra en la movilidad latente del gesto autoral. ¿Qué autoridad, entonces, no se debe y no se adeuda por lo tanto a, y con, este gesto primitivo, con este gesto primigenio?

Aunque parezca un juego de palabras, lo cierto es que el arte pone de manifiesto que lo latente es lo que nos gobierna.

La obra de arte posee, de suyo, inherentemente un doble carácter: es a la vez patógena y patogénica. Es decir, por un lado llega a ser en cuanto tal como resultado de una crisis en la articulación del sujeto (una breve psicosis, nos dirá el psicoanalista Didier Anzieu), acompañada de su consecuente superación creadora o “despegue” (lo que yo llamaría más bien una contorsión modulativa del inconsciente), todo ello conformando un solo y único gesto genérico-productivo; y, por otro lado comunica, transfiere del sujeto-anclaje a un sujeto móvil la réplica de esta aflicción, de este conflicto, de este padecimiento, en suma: de este pathos que nos inquieta, que nos perturba, que nos hiere, que nos enferma, en su estatuto de “resto” al interior de la percepción que adeuda. He aquí el fascinans y el tremendum que debemos soportar en la instancia tanto de la emisión como de la receptividad.

No es mera cosa “tener” una obra. Ella en sí misma es subversiva y se vuelca en contra de la regresión capitalista-conservadora que se identifica con el sujeto consumidor, cuando éste restituye la institucionalidad del acto artístico y la sanción de los géneros, para con ello reafirmar el valor estético como moneda de transacción cultural, en donde la obra queda confinada a la finalidad compensatoria (suntuaria y complaciente, por cierto) de “vestir” un ambiente -y ya sabemos que toda vestidura (soporte) está sostenida en último término por un aparato-dictamen (dispositivo) que no se consuma en la prenda en cuanto tal (ver desarrollo de este modelo en Montalva, Pía), sino que se desprende del discurso vestimental por el que los diferentes órdenes en disputa se traslapan, definiendo así los estratos del gusto y el confort, conformando de esta manera el tornasol de la sensibilidad pública.

Habría que pensar lo que implica el estar expuestos a lo que definimos como esa suerte de “resto” de la obra y que constituye el efecto dramático que ejerce, y pensar cómo sea posible establecer un contacto con su habitualidad cotidiana, siempre mutante y a la vez indiferentemente idéntica a sí misma, no filtrada por la sensibilidad instituida desde los cruces del poder, lo que no es algo menor. Si se pueda entrar de lleno en su esfera o sea necesario rodearla en un gesto cíclico para establecer con ella una experiencia originaria todavía soportable.

Por último, la performatividad como rasgo distintivo del arte en la modernidad, vale decir la realización del acontecimiento signado en el acto mismo de la constitución del signo, por su parte es paradojal, puesto que se le remite al artista la autoridad para decidir (y decir) lo que es el arte (por la sola puesta en obra), ya sea sancionando su abdicación, o sea amplificando la envergadura de su esfera a toda faena perpetrada por el sujeto agente, disolviendo así su competencia. Creo que entre ambos actos se entiende toda la producción del arte expandido.

En concreto y en referencia a estas generaciones de cambio de siglo, la sucesión de las posturas que han debido asimilar en el antes y el después del 2000, nos pone en evidencia la modificación de la razón política en términos de una redefinición del sujeto productor, en cuya experiencia experimental se adelgaza el espesor o la densidad históricos de su instalación. No es así extraño que en su condición de ciudadanos estos artistas suelan renegar con despecho de sus derechos civiles. Sería impensable esperar una lección de historia patria en la producción de arte de los 90 o de los 00 y, sin embargo, es insostenible comprender dicha producción sin considerar que la constitución del signo que lleva a cabo, a fin de cuentas, no es sino la consciente autocorrosión de su propio escenario como compartimento social y económico de una forma peculiar y maliciosa de trabajo.

Santiago, mayo de 2002


 

 

 

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Fernando van de Wyngard