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TRAVESÍA POÉTICA DEL MAPOCHO

Fernando van de Wyngard
fernandovw@vtr.net


(Publicado en catálogo para Ciclo de Instalaciones “Arteurbe”, curado por Carlos Montes de Oca, Museo
de Santiago – Casa Colorada, febrero de 1999. Este mismo hizo de editor.)




I.- A algo más de cuatrocientos sesenta y seis años (domini) de trazada y luego llevada al decreto y bando de fundación, emerge esta cibdad en treinta y tres grados de altura, en nombre de Dios y de su bendita Madre y del Apóstol Santiago (abogado y patrón d’España, para en los casos de guerra que contra los indios esperaban los castellanos tener de cada día), en este feracísimo valle, dos leguas de la cordillera, a la orilla del río Mapochó (sic: pronunciación oxítona presente en Ercilla, Oña, Álvarez de Toledo, y Ovalle, entre otros), aconsejados por los principales de entre los naturales de la comarca ubicarla al costado poniente del cerro Huelén, nombre que en mapudungün encierra el significado de dolor, desgracia e, incluso, mal presagio.

II.- Travesía Poética del Mapocho es una investigación del periplo de los más de 30 kilómetros en que la escorrentía del río cruza la ciudad contemporánea (medida indeterminable, por razón de la creciente densificación de sus límites y, consecuentemente, la diaria expansión de su costra), desde su Este hasta su Oeste -desde El Arrayán hasta Pudahuel-, cruzando 11 comunas. La realización de este peregrinar, un grupo lo ha entendido como encargo, no inter- (concéntrico, purgante), sino trans-disciplinario (centrífugo, contaminante), poético en su vocación y por lo tanto diagonal, o bien oblicuo, en su pretensión descubridora; cuya obra, demorándose, lentamente se encamina (1995 a la fecha).

III.- Hay veces en que es necesario dar vuelta los goznes con el fin de abrir las puertas en sentido contrario, para ingresar en el revés de un problema, y entonces emprender su desmontaje, exteriorizando así, con la elemental imprevisión de lo repentino, su interior inalcanzable. En este caso la sencilla inversión de la palabra “río” nos dejó revelar nada menos que la palabra “oír”. Palabra que denota uno de los sentidos más exquisitos y postergados por la arrogante predominancia de la vista y su colusión con el gesto ilustrado, propio del rendimiento racional de la cultura. Es que hemos dejado de oír nuestra instauración poética en la actividad (la voz que habla desde la espalda) y, por consecuencia, también la convocatoria que le dirige el territorio al asentamiento de la polis (como un voceo que da a brotar la luz al hombre que se congrega). ¿Qué signo deviene, para esta falta de oído, que el primer español avecindado en Chile haya sido Pedro Calvo de Barrientos, el desorejado, llegado en 1533 huyendo de su afrenta por el castigo de ladrón en la ciudad de los Reyes del Perú, mas no queriendo parecer más entre gente española, este soldado es honrado y tenido en mucho por los naturales? Él mismo, adelantándose, acaba acompañando al Adelantado Almagro hasta este mismísimo valle en 1536, del que este último retorna al Cuzco -a encontrar su muerte-, generando previamente la perversa Leyenda de Chile.

IV.- No haría falta denunciar la mentira romántica del afamado pintor Pedro Lira (“La Fundación de Santiago”), si no fuera por la relación allí figurada entre metropolitanos y periféricos, en la cual la condición degradante de la escena hacen de ésta una obra francamente morbosa con respecto a los indígenas sometidos. (¿A qué vino entonces el escándalo, en recientes décadas, con la propuesta del héroe“Bolívar” de nuestro Dávila?)

La noción de fundar, que deriva del término latino profundus (romanizado luego como ‘fondo’), alude a una hondura que le es necesario al hombre poner bajo la cambiante superficie de su ansioso desplazamiento y sosegar con ello también el tormentoso cielo en ciclos regulares. Si metafísicamente el acto de fundar es colocar los fundamentos, colocar los principios de razón última, podemos pensarlo ahora (a la muerte de la metafísica) mejor como un hundir que es a la vez un levantar. Lo que se hunde es una palabra bautismal y el aguijón del compás (actos de fundador y alarife, respectivamente), mientras lo que se levanta es una plaza a cielo abierto, una arena, un vacío central en el que acogerse para desplegar la escena de la escritura urbanística; o bien para replegarse en la pregunta en torno al axis mundi. Hundido y levantado fue desde un principio, por cierto, el palo de la justicia, dominando bajo y sobre tierra la forja última de la ley en la naciente vida civil, atando con ello las fuerzas del submundo y el supramundo, para conjurar la autoridad de la gobernatura sobre las vidas de los que fueren considerados contraciudadanos, en la capital de Chile.

(…) cuando hagan la planta del lugar, repártanla por sus plazas, calles y solares a cordel y regla, comenzando desde la plaza mayor y sacando desde ellas las calles a las puertas y caminos principales, y dejando tanto compás abierto, que aunque la población vaya en gran crecimiento, se pueda siempre proseguir y dilatar en la misma forma. Procuren tener el agua cerca, y que se pueda conducir al pueblo y heredades. (…) No elijan sitios para poblar en lugares muy altos, por la molestia de los vientos y dificultades del servicio y acarreo, ni en los lugares muy bajos, porque suelen ser enfermos; fúndese en los medianamente levantados, que gocen descubiertos los vientos del norte y mediodía (…) y en caso de edificar en la ribera de algún río, dispongan la población de forma que que saliendo el sol dé primero en el pueblo que en el agua... (palabras de Carlos V, en su prescripción de 1523).

V.- Los sueños latentes de los patricios de la ciudad capitalina, herencia de los sueños etnocéntricos de los antiguos aparecidos, perimetraron en un cubículo el área de la civilización por un camino de cintura, constreñido por el sur en la actual Avenida Matta y por el norte en la también actual costanera Avenida Andrés Bello (antiguamente, la primera Cañada). Una suerte de remedo virtual de los muros defensores de la ciudad, deslindando así a los ‘ciudadanos’ de los ‘bárbaros’. El margen del frente de la cuenca, llamado La Chimba, perteneció siempre a la ancestral trastienda por antonomasia, la zona del desmadre. Su nombre, en lengua autóctona, contemplaba el significado de ‘el otro lado’, la-ribera-opuesta (diría incluso con propiedad, ‘la-otra-orilla’), suscitando toda la polivalente imaginación colectiva. Las batallas de piedras entre ambas riberas, semi-lúdicas y semi-épicas, defendían los orgullos comunales. Y, por contraparte, vislumbradas las épocas de crecidas, en invierno (cuando arremeten los inclementes sistemas frontales, oriundos del océano Pacífico, específicamente de la corriente de Humboldt, y que se estrellan contra los macizos cordilleranos, deshaciéndose así en copiosas lluvias -y nieve sobre los mil metros de altitud sobre el mar), los vecinos se despedían recíprocamente durante unos meses, para cuando bajadas las aguas pudieran cruzar otra vez las carretas y volver a estrecharse en abrazos y transacciones. Estas dos acciones diferentes para una misma forma de habitar tal pluvial paréntesis, constituyen en la huella mnémica parte medular de nuestro genius loci.

La imperdurabilidad de los precarios puentes de palo no pervivió sino hasta la construcción del gigantesco Puente de Zañartu (el Calicanto, con sólida albañilería de ladrillos adheridos entre sí con clara de huevo), llamado así por el infame y voluntarioso Corregidor que hizo de esta obra su vida a punta de ferocidades. No sabemos cómo su lema “Por la razón o la fuerza” fue luego irresponsablemente replicado en el escudo republicano, vigente hasta el día de hoy. ¿Cómo nadie ha reparado en aquello? Este monumental puente fue iniciado en 1792. Terminado en 1808. Y finalmente naufragado ochenta años después por negligencia del ingeniero Martínez, que efectuaba las faenas de canalización. Una cosa por otra, habría que pensarse. Pues por meses dejó sin defensas el emplantillado de la segunda pilastra norte, hasta que en el diluvio de agosto de 1888 se desplomó por completo, en medio de estrépitos aterradores, en pocas horas, y ante la consternación de los miles de concurrentes. El llanto fue general y se extendió como un reguero por toda la comarca (infartos incluidos, dictó la prensa). Al cabo del desastre, eran las cinco y cuarto de la tarde. El diario El Ferrocarril del 10 de agosto, relató en el acto el hecho del triste término de este monumento que presenciara “los más importantes acontecimientos históricos que han tenido por teatro la ciudad de Santiago”. “Un capítulo más que agregar al de la grandeza y decadencia de las cosas humanas”.

VI.- Nuestra Travesía es un ejercicio de laboratorio creador, cuya pesquisa nunca ha querido ser la de generar saberes positivos (por lo que no habrían de esperarse de ello planificaciones urbanas ni aportes a las ciencias sociales sobre el carácter del capitalino). Su solo propósito es la conquista de un saber oblicuo, más adecuadamente la de una episthéme “negativa”, como lo es en totalidad la producción poética. En él hemos consagrado al Mapocho como “el eje fundacional” de este Santiago de la Nueva Extremadura. Aquí es desde donde, poniendo el cuerpo en travesía (con el costado izquierdo enfrente: costa sinistra, avante) poder pensar esta ciudad que no se piensa a sí misma. Poder obrar este pensamiento -decimos- y, a su vez, dejar que este pensamiento obre en nosotros. Este taller peripatético sigue el flujo de este río Andariego, llamado así por los primeros, debido a la imprevisibilidad de su curso invernal en el derrotero hacia la mar Pacífica. Formado en el abrupto pié de monte de la Cordillera Nevada (o Cordillera de Chile, Gran Cordillera, la famosa Cordillera –que denominada “de Los Andes” lo es bastante tardía) por conjunciones de esteros en el lugar llamado La Ermita, discurriendo con todo su material de arrastre en el buche (sedimentos naturales, detritos humanos), hasta que acabado el valle no puede sino curvarse como una serpiente hacia el sur en busca del desagüe exorreico en la gran hoya del río Maipo.

VII.- El muy señor Capitán Valdivia, segundo Adelantado, fundador y luego Gobernador de la ciudad, le conoció abundante y suficiente, a finales de 1540, con los últimos deshielos primaverales. Apacible, en ocasiones exiguo en su caudal e, incluso, en momentos no más que un hilillo que apenas deja a la intemperie la subsucción de las napas subterráneas, dentro del ancho pedregal que hubo abierto como su lecho en el transcurso de las edades. No por nada la palabra Mapocho significa ‘agua que se pierde en el suelo’, y esas aguas resurgían sólo en la localidad de Chuchunco, en lo que hoy es Santiago poniente. Es necesario clarificar que el relleno de la cuenca de Santiago, la formación de su placa, es el resultado reiterado de la sucesiva actividad aluvional de miles y millones de años, cosa que queda disponible a la vista en cualquier excavación a tajo abierto, donde tierra y piedras en forma de bolones destacan sobre la roca pura, la que queda reservada a la conformación de los cerros islas, que constituyen antiquísimos picos andinos que quedaron aislados de las sierras, a las cuales alguna vez pertenecieron.

El río, ya por los picunches, y luego por la economía española -en su extremadura oriente-, fue dividido y desangrado en varias acequias por donde se repartía y comunicaba a la tierra, bañando y regando los campos de su jurisdicción, mientras no se enojase, como lo hace algunos años, saliéndose de madre: cuando el ivierno es mui riguroso i llueve, como suele, porfiadamente, cuatro, ocho i tal vez doce i trece días sin cesar; que en estas ocasiones ha acontecido salir por la ciudad con sus avenidas i hacer en ella mui grande daño.

Entonces recobramos de súbito la memoria: porque la geografía es un conjunto de espíritus que obligan, y su ser se hace hermosamente catastrófico, nítido, por unos instantes breves y feroces. Pero éstos no son sino los tempos del afloramiento de una interlocución incesantemente interrumpida por nuestra fatua habladuría.

Nuestra constante santiaguina ha sido vivir de la ficción, que no del real. Es así como a punta de rellenos en el más importante vertedero de la urbe durante el siglo XIX, se formó el Parque Forestal, sobre parte de la cuenca del Mapocho, instaurando allí el Palacio de Bellas Artes (para la celebración del primer centenario de la Independencia, en la primera década del siglo veinte) que enfrentaba a una suerte de castillete y una propia laguna para remar, frente a los portales del museo. Aguas falsas, árboles exóticos, paseos europeos, influencia de los palacios de cristal, artes de mentira y auto conmemoración de las glorias nacionales, con aire parisino. A sólo unos pocos metros, el río suele generar vergüenza entre los hijos preferidos de los criollos. Se imaginan esclusas, sembradío de peces, paseos en barcazas, y hasta su entubación definitiva (bajo los proyectos de parques y autopistas). Los oprobios, siempre, son sepultados.

Mas, ni la administración política de la orilla ni la responsabilidad de los particulares colindantes han escuchado jamás la voz de las aguas. Lo que nunca hemos sabido es cultivar un litoral, no hacemos costa en la herida nutricia. Hacemos sutura, costura, remiendo, pespunte, apenas con terraplenes voladizos y con los que creemos acallar la exclamación de la physis, transgrediendo con la rutina de nuestro cruce la celebración del rito de paso. Lo más externo a la ciudad, su afuera, no está ni más al sur ni más al norte de los anillos periféricos de lo urbano, sino al interior mismo de la ciudad, sangrándola de los humores del excitado tiempo decisorio de la humanidad, y, a la vez, virgen en su tiempo geológico. Esto es algo que sólo lo saben los habitantes miserados del lecho, los abandonados, los sin tiempo (sin tiempo que perder, sin tiempo que ganar).

VIII.- ¿Qué permanece de nuestra instalación primera? ¿Qué, de ese morar junto al río que nos muestra? Somos un intento de reinar sin geografía, sin latitudes, sin suelo sustentante. Vanidosos (por la pérfida interpretación del pasaje bíblico de la expulsión), como si diera igual que nos levantáramos sobre nuestros pies en Berlín, Nueva Delhi, Chicago, Caracas, Sydney o Bombay; en fin, desoyendo nuestra instauración poética que nos impulsa a ocuparnos de aquello que, anticipándose, nos ocupa previamente, al surgir en el relieve internalizado del propio topos. Que nos impulsa, por fin, a ser los creadores incestuosos de la única auténtica obra, tanto desde la madre tierra como desde la lengua madre.


 


 

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