Cuando acerca de lo calorífico nos precipitamos
en consideraciones destinantes
Fernando van de Wyngard
fernandovw@vtr.net
(Publicado originalmente en la revista “Ciudad Caja Negra, Nº 0, noviembre de 2002)
CIERTA CONCEPTUALIDAD INQUIETANTE: UN CASO PARTICULAR
La producción finisecular de arte en Chile está posibilitada por la previa reapropiación de la ciudad como un ámbito estabilizado (aunque profundamente comprometido con la retracción del dolor omnipresente), una plaza de intercambios que no posee fin ni centro, sino que se constituye en el solo flujo de su circulación pulsional microfísica que la irriga y la hace gravitar por derecho propio en el talante de la obra considerada como esa ampliación del espacio intrapsíquico de cada individuo (con que fue definida en su oportunidad) y, por tanto, de las plataformas intersubjetivas instauradas por el trato (y por tanto, a la base del contrato) entre iguales y desiguales, en la multiplicación de las instancias de traslape de sus prácticas.
Le otorgo la razón sólo a medias a Nelly Richard cuando advierte (en Rev. de Crítica Cultural N° 19, Nov. de 1999, pág. 32) que la forma de producción propia de la generación de artistas visuales post-escena de avanzada no pasa por la transformación social.
Por una parte, discrepo en tanto creo que el artista propio de la década de los 80 es eminentemente político, aunque de un modo paradojal (sin entrar de lleno, podríamos decir que tendría que ver con su tarea de descentrar y desestabilizar el polo subjetivo del poder, a fin de liberar la identidad personal y superar la obliteración interna para generar e intercambiar la producción simbólica, restaurando con ello la trama del tejido ciudadano que es al fin y al cabo su violentado nicho natural) y no necesariamente han podido culminar -si es que en verdad ese sea el propósito que los define- de “legitimarse” ni “autonomizar” el espacio del arte. Y por otra, coincido plenamente con ella, en la medida que los artistas de los 90, en cambio, han producido un desplazamiento en su modo de pertenencia y pertinencia respecto a la colectividad. En este caso es del todo válida la observación de que efectivamente estos últimos no pasan por la transformación social. Yo
agregaría, incluso, que pasan más bien por la perversión social, en tanto la dan por descontada, cuentan con ella, apelan a ella, la refuerzan y la desean así.
En este sentido obviamente el artista actual es mucho menos heroico (menos “batallante”, diría Richard) y, en su reemplazo, es mucho más cínico que otrora: hace de la enfermedad su negocio. Puede decirse que el síntoma (neurótico, psicótico y ezquizoide) es recogido y extremado en la obra en toda su tranversabilidad. El enunciado conceptual frecuenta las nociones de patología, de toxicidad, de malformación, de contagio, de pandemia, etc. Lo mórbido, en toda su extensión (incluso en aquellas obras que aparentan estar volcadas a la asepsia), deviene una idea matriz (y motriz) de lo mejor de la generación de los 90.
Lo insano vendría ocupar el lugar del fundamento del lazo social entrevisto y expuesto por esta nueva legión de artistas. Lo degradado, lo anómalo como medida validada para la sanción de la vida en comunidad. Flujos y reflujos, mecánicas, organicidades, montajes, artefactos, todos ellos perversos.
Lo que podría haber sido un breve prolegómeno a estas líneas me parece competente de insertarse en esta fisura. Mi intención fue dejar expresamente las hebras de mi pensamiento a medio anudar unas, desanudadas otras, con el propósito de proponer en su falta de cierre un lugar distinto, deshabitado aún, desde el cual abordar un tipo de producción de reciente emergencia. Y consecutivo a ello, en la segunda parte, desencubrir algunos de los supuestos de esta empresa, como una forma de habilitación del mentado lugar.
En fin, del contacto regular con lo que denomino la masa crítica de los Talleres de Arte “Caja Negra” –como enclave geográfico y político relevante-, conformada por un núcleo de artistas muy particulares en su inscripción y significativamente consistentes en su trayectoria (algunos radicados, otros neo-radicados y unos pocos emigrados), he derivado desde los años 90 en la postulación teórica de un hecho distintivo en la práctica finisecular de las artes, un cierto modo de asumir el legado moderno en sus postrimerías, y categóricamente definido por la especificidad de la historia de la sociedad chilena, con sus heredades, rupturas y huerfanías. A este hecho que postulo lo he nombrado el “conceptualismo caliente” (y aquí no puedo hablar sino en primera persona singular, puesto que la responsabilidad es intransferible a un retórico plural: “según nuestro parecer; nosotros creemos; nosotros estimamos que”), el que consiste –me parece- en una extrema cercanía, un punto de roce promiscuo y afiebrado -en el curso del establecimiento de un enunciado- con el mundo del significante. Es un rumor que se agrega y contamina a la actividad propiamente conceptual, con un pasional apego a la materia, cierto
material ardor, cierto estremecimiento, cierta pasión indetenible por el tormento fenomenológico, por las circunstancias excesivamente particularizadas de los significantes. Vale decir, cierta extrema proximidad al pathos decisivo de la obra, cierto trastorno material y sin embargo también (de un modo preclaro) semiótico, cierta zozobra fantasmática en donde el proceso de obra no decanta sino en su radical espesura fenoménica.
No me parece ni adecuado ni justo en este caso postular el que una cierta demanda expresionista esté prevaleciendo en ellos, de modo que haga retroceder la carga conceptual en sus obras. Y ya veremos el porqué. El fenomenismo aquí acoge al concepto y lo acompaña, por decirlo así, a su propio trastorno, a su propio barranco -en el marco de la urgente apelación a los sentidos. Hay ciertamente en estas obras murmullo, ruido de fondo y acople, inevitados y validados en la propia contextura de su estatuto proposicional.
En la formulación de un conceptualismo caliente la categoría de calurosidad no surge en primera instancia de una consideración libidinal, que no obstante no le es extraña, sino que más bien apela al “uso” que de esta mención podría, por ejemplo, tener el ejercicio de la física o la química (u otras áreas de la ciencia material) para describir cierta propiedad de hiperactivación de los elementos en juego que están siendo observados, y, por tanto, también de roce, de liberación de energía y de desgaste.
Los planos de la ideación y la factura inscritos en la producción de arte, aunque son autónomos e interpedendientes entre sí, son operativamente indistinguibles en la medida que conforman un solo gran momento extendido. El punto es el siguiente: ¿dónde ocurre algo así como la zozobra mencionada?, ¿en la ideación o en la factura? Pues, precisamente en la concupiscencia de ambas, y eso es lo inquietante.
Decía que desde hace un buen tiempo he venido sospechando y postulando al vuelo –sin detenerme en ello hasta ahora- la existencia de lo que he decidido llamar un “conceptualismo caliente”, hiperactivo y entrópico, en contraposición a otro: uno helado, rígido, racionalista, reglamentario y ortopédico, aquel que con una suerte de carácter histérico descoyunta al enunciado de su soporte en términos de un afán de control higiénico (¿desesperante o desesperado?), aquel que trabaja esterilizando los elementos significantes, que desertifica su dispositividad y drena su puesta en escena, desdeñando así la pretendida “estupidez” -que la ruda racionalidad de Gonzalo Díaz no soporta (curiosamente Enrique Lafourcade tampoco, al parecer, siendo ambos testimonios –uno en entrevista, el otro en columna de opinión- expresados en el mismo soporte medial durante el mismo período), y que sintomáticamente nosotros sí estamos algo más dispuestos a soportar,
relativamente. ¿Lucidez instantánea la suya? ¿Menor perspicacia la nuestra? Es nuestro medio y, en tanto ámbito (o escena), necesitamos verificarlo históricamente previo al acto de dirimir críticamente al interior de él (en la distinción de lo válido de lo inválido), decidiendo cuándo y cómo el afecto se ve comprometido, lo que no es por ningún motivo viable sancionarlo con supuestos a priori.
Mientras ‘el adelantado’ Gonzalo Díaz representa hoy por hoy el canon (el arte de la razón, el arte del orden, en el reino político de la transición), deviene tanto paradigmático como institucional (conservador, a fin de cuentas), ejerciendo un control opresivo sobre los significantes que involucra en su práctica sanitaria; en el ámbito finisecular en cambio no se le teme al exceso ni a la incorporación del azar. Este último es un arte errático (a veces de error, a veces de errancia) y erotizado por antonomasia, que desdramatiza la historia (más bien la impugna banalizándola) y la hace vulnerable al efecto de la distorsión.
Sucede que sostengo que el conceptualismo nunca ha dado un pié atrás, como muchas voces así lo han proclamado, no se ha replegado ni se ha extinguido, en la medida que éste ciertamente ha permeado la dimensión completa de la experimentalidad en el arte contemporáneo, se admita o no se admita, aunque parece evidente que como conceptualidad está mutando, en consonancia con el desdibujo de los tiempos y con la destinación propia de las nuevas generaciones de artistas. Esto me lo ha hecho pensar la asistencia “en terreno” a la producción de arte de los 90. Se trata, éste, de un nudo teórico, y no crítico (como podría suponerse), por lo que me dispenso de referirme a la totalidad de los exponentes de la comunidad que tengo por referente, algunos de ellos más propiamente de los años 00. Y me amparo en lo que puedo constatar efectivamente en el núcleo duro de los artistas “históricos” de los Talleres Caja Negra y de la ruta que han recorrido, la que me parece tiene estrecha relación también con la de artistas de otros ámbitos contiguos, más aún, parentales y coetáneos en su consolidación en nuestro medio.
Los artistas aquí apelados se mueven provocadoramente en la débil fractura entre continencia e incontinencia, vale decir que por exceso de espesor fenoménico y ante el inminente peligro de zozobra, unos reaccionan constriñéndose y otros desbordándose, pero en ambos casos la temperatura de sus procesos alcanza altos índices, lo que hemos denominado hiperactivación en el campo de radiación del enunciado, con su consiguiente desconfiguración. La aproximación al abismo es sutil, es ambigua, y por ello tanto más peligrosa. Corre por debajo suyo cierto horror vacui, por lo que se acentúa el gesto dramático, incluso allí (o quizás más por eso mismo) donde quiere ser desafectado.
Sería en verdad delicioso aquí confrontar y cotejar cada una de estas sentencias con casos específicos, es decir con nombres, con obras, con gestos, y las distintas datas periodizantes de sus producciones, pero creo que esa es parte de una labor crítica que no se condice con el propósito de este texto.
No estoy postulando la aparición de una nueva vertiente de la corriente genérica del conceptualismo, no una entre otras, estoy más bien insinuando que este último ha mutado (como dije antes), al menos en la apropiación legítima que se hace de él desde la tensión de la periferia en que situamos a los artistas pertinentes a nuestra visión, visión que es la matriz de nuestra elucubración teórica y que, quizás, sólo concierna a aquellos con los que es consecuente nuestra propia práctica “en terreno”, aunque sospecho que no es así.
Definamos entonces. Por conceptualismo caliente entenderemos aquel en el que el significado que se intenta movilizar se aproxima peligrosamente a su zozobra si no decididamente sucumbe en ella bajo la forma del colapso proposicional, en medio de la agitación de la fenomenidad, en donde los significantes hiperactivados por el juego de poner en obra la significación, chocan entre sí, destellan, se desgastan y liberan energía, energía que no es metabolizada por la proposición intelectiva sino que deviene pura escena, y sin embargo la escena en cuanto tal se sobrepone y logra significarse a sí misma como proposición fenoménica.
Santiago, mayo de 2002