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              Presentación del libro Naturaleza muerta de Guido Arroyo
          
          Jorge Polanco Salinas            
        
          
          
          
          
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        “Los artistas de todos  los tiempos son como los jugadores de Montecarlo,
          y la lotería ciega hace sobresalir a los unos y  arruina a los otros. A mí parecer,
 
          ni los ganadores ni los perdedores merecen  que uno se ocupe de ellos. 
          Es un buen 
          negocio personal 
          para el ganador y uno malo para el perdedor”.
          Marcel Duchamp, “Carta a  Jean Crotti”
        Desde una extensa tradición, la  literatura ha sido pensada como la invención de un enorme diccionario, allí donde  se podrían alojar palabras redefinidas y con ello revitalizadas frente al  abuso, las que el tráfico común ha transformado de manera novedosa, las que han  nacido recientemente o -sobre todo- las palabras redefinidas por sensaciones y  pensamientos que el poeta llega a captar de manera original. En fin, la  literatura -en esta última versión- es el invento de un diccionario  adánico.  Un cuento que muchos poetas se  relatan, como un Prometeo delante de la marcha guiando el destino del hombre.  Más de una vez escuché decir a un escritor cubano que él había devuelto el  idioma a la Isla. Pero, ¿acaso ése sea lugar del poeta actualmente? Me parece  que Guido Arroyo persevera en el lado contrario, el poeta no como el inventor  del idioma, sino aquel que se agrega a la tensión del lenguaje incorporando  registros disímiles imantándolos al poema. 
          
          Hay un tono abigarrado, saturado de hablas  e información, que los textos recogen justamente por la asunción de una cultura  galvanizada. Siguiendo quizás la filiación del Poema Sucio de Ferreira Gular, aunque más contenido en algunas de  sus formas, Guido asimila la idea de una pobreza de la experiencia para la que  “el sueño de la generación futura” todavía requiere hacerse cargo de lo  atiborrado. En la actualidad enunciados inconexos y disonantes se escuchan en  la misma trama discursiva. (Quién iba a pensar hace algunas décadas, por  ejemplo, que hoy se hable de defensa de la tierra desde la izquierda, y que la  derecha a su vez detente una jerga materialista basada en la economía, ocupada  obviamente para sus fines conservadores). Con habitualidad se piensa la cita  como el realce culto de la escritura, la evidencia del grado de respeto y  conocimiento de la tradición poética; pero las alusiones no sólo pueden ser  literarias. En este sentido señalamos antes que Guido sigue la ruta del poema  sucio, pues retoma desde diversos estratos los filos de escritura: aquel “errar  para alcanzar la nervadura de la letra”. 
  
          El empleo de la cita configura una opción  política. En el libro de Guido, la conjunción de referencias no nivela: provoca  un desencaje, una disonancia entre mundos discordantes. El poema dedicado a  Warhol da cuenta de este quiebre, trayendo consigo una ambigüedad que  entrecruza los poemas. ¿Cuál es el lugar del artista, si su espacio literario no corresponde por  principio a aquellos que evoca o supuestamente reivindica? Es el planteamiento  que el historiador Pablo Aravena se pregunta también en su disciplina sobre la  hipocresía historiográfica; es decir, el abuso del dolor en la historia para  reivindicar finalmente la idea de una memoria fosilizada, que hoy se rotula  como “patrimonio” (con todas las asociaciones que conlleva este término). Ciertamente  no estamos hablando en un sentido biográfico, sino en términos de poética. Gran  parte de los poemas exhiben una puesta en escena de la hipocresía del arte y,  con ello, de la época actual. Parafraseando “La pieza oscura” de Lihn -poeta  que aparece sugerido en varios textos-, Guido señala: “nada ocurrió con los  niños que fuimos/ postularon a una beca o se colgaron de madrugada/ en un  reforestado bosque de eucaliptus, solo/ para observar su corazón tras la  vitrina”. (¿No es acaso lo que sucede con la Fundación Neruda en Santiago, que  pretende visar a quienes deben ser poetas o no, premiando, por ejemplo, a los  que tienen menos de 40 bajo el supuesto de la profesionalización de la  literatura; es decir, una forma más de exhibición de ganancias en una vitrina?)  Creo que aquí se encuentra la violencia principal que cincela el libro, su tensión  interna y externa, golpeada por las exigencias solicitadas a la poesía. La cita  de Nancy que parafrasea la conocida frase de Pound, y que el mismo Guido emplea  en el final del poema “Un equilibrista atrapado en la ventana”, puede  reflexionarse aquí al revés; el resto es  literatura porque ella es justamente el mundo invertido, entendiendo el  mundo como el espacio actual de la utilidad y el capital. 
  
          En algunos momentos Guido insinúa incluso  la inexistencia de objeto o tema del poema. Juega con la idea de un vacío  constitutivo de la escritura, como si la poesía retomara –a través de sus  lecturas de Ashbery- el “arte por el arte” y la llevara al punto de la  imposibilidad. Pero cuando todo indicaría que no hay otra conclusión que la  poesía pura, las evidencias sociales hacen presente la necesidad de una  politización del arte. Y en esta pugna el libro remarca el lugar irónico del  poeta: “Pero cuántos pies y manos más se diluirán en una fábrica de tazas/  ubicadas en la lluviosa periferia de Indonesia/ mientras tú, yo y ellos sigamos  debatiendo junto al té/ la posibilidad de representar la desigualdad”. Tal vez  siguiendo la advertencia de Susan Sontag de “El artista como sufridor  ejemplar”, Guido (y otro libro reciente: Precavidamente  hablando de Patricio Serey) observa con recelo el lugar cristológico del  poeta, que el lector a su vez espera como producto del espectáculo. “El público  moderno –señala Sontag- exige la desnudez del autor, como las épocas de fe  religiosa exigían el sacrificio humano (…) El escritor es el hombre que  descubre el uso del sufrimiento en la economía del arte, como los santos  descubrieron la utilidad y la necesidad de sufrir en la economía de la  salvación”. Esta palabra “economía” contiene, sin embargo, una diferencia  crucial entre el santo y el escritor, puesto que actualmente el mercado de las  imágenes se superpone a la concepción  divina.
  
          De esta manera la saturación lingüística  llevada a cabo por Guido puede leerse también como un cuestionamiento al  lector, o al menos a un tipo de lector, que espera la entrega pronta de un  mensaje. Signos como los paréntesis ocupados a la manera de Marchant por vía de  Thayer, es decir, como exclusión o inserción de aquello que el poema confiesa  políticamente para sí mismo; los títulos repetidos en varios textos o, en un  caso, puesto a la mitad del poema; la recarga de epígrafes y títulos como  versos, que indican contra quién se dirigen o la filiación implícita que  discuten, un poema visual que funciona como título con la bandera sin la  estrella y el empleo del papel kraft, las notas al final que culminan en la  invención de un texto o el uso de los dos puntos provenientes de la nada,  reverberando el modo de Alexis Figueroa; interfieren en una lectura fácil de  los poemas. Es necesario sumar, además, que Guido combina escenas diversas:  recuerdos truncos, sucesos familiares, lecturas filosóficas y literarias,  observaciones sobre arte, entre otros escenarios que complejizan la noción del  poema “bien armado”. Es, quizás, como mencionamos antes, la saturación que  muestra una época agobiada de información y pobreza de la experiencia, pero  también la posibilidad de la contrainformación que la escritura puede acometer. 
  
          Pero he aquí que uno se pregunta por el  principio. Hemos hablado del libro de Guido sin referirnos al nombre que  generalmente aúna la propuesta de una publicación. Intencionalmente, he dejado  para el final el punto de partida. Visitando la librería Altazor en Viña del Mar, me puse a hojear el libro de Milosz Abecedario, reparando en la letra “P”.  Por casualidad pensé en el texto de Guido que llevaba conmigo. En aquellas  páginas Milosz se refiere a su relación con la lengua polaca. Y dice: “no se  puede racionalizar el amor por el idioma como no se puede racionalizar el amor  por la madre”. Tal como la experiencia de Celan, la lengua materna conforma la  casa –aunque esté roída y dañada- que permite vagar por el mundo. Extraña  paradoja: el lenguaje como casa y la extranjería como condición  en Milosz y Celan. “Escribir en polaco  –afirma el poeta-, independientemente del lugar donde se viva, supone  participar dentro de una obra colectiva que crece a lo largo de generaciones”.  El Abecedario de Milosz, una especie  de diccionario vital, concibe el lenguaje no como inventario sino como  participación. Así es como aquilato el libro de Guido, la concepción  embrionaria que despiertan sus poemas. En la geografía imaginaria de la lengua,  el escritor -al modo de Milosz- se incorpora a una herencia con múltiples  capas. Tanto de un lenguaje popular, erudito como literario, incluso amalgamado  de traducciones que naturalizan expresiones lejanas, en cuyo espacio el poeta  trabaja. No es el primer inventor, ni el nomotetes griego o aquel Adán al que dios hace pasar los animales para que les ponga  nombre. El poeta traduce el reservorio de un idioma al que se incorpora, como  sucede con el texto que presentamos. El poeta como heredero y traductor de los  diversos estratos de la lengua, no el pequeño dios de una isla. (Qué  interesante sería, en esta perspectiva, conocer en algunos años la trama  lingüística de un poeta nacido de la migración peruana en Santiago). Y he aquí  -sin más dilaciones- que asocié los textos de Guido con una frase de Davenport  de su libro dedicado a la naturaleza muerta, Objetos sobre una mesa, donde se pregunta si Keats era capaz de ser  consciente de los símbolos a los que remitía; Davenport responde que no, “el  lenguaje lo sabía por él”. Como imagen de la labor poética, el arte de la  naturaleza muerta continúa este itinerario, si bien es considerado un género  menor, indica una herencia cultural que puede ubicarse desde Altamira hasta  nuestros días. Es más, “después de la guerra –señala Davenport-, y con el  terrible descubrimiento de los campos de muerte, Picasso trató de responder al  Holocausto. Curiosamente, escogió la naturaleza muerta como género, con  cadáveres amarrados, exhaustos, yaciendo debajo de una mesa, con un cántaro, un  cuchillo y el pan”.
        
              Santiago,  Julio de 2011.