Los muertos ven el mundo a través de los ojos de los vivos
- Sobre Zonas de Excavación, de Guido Arroyo -
Valdivia 2010, 48 p. Edit Pillaje (parte del conjunto Llueve o la música está muy fuerte)
Por Emilio Gordillo
Según la ley, cada vez que se realiza un hallazgo, toda faena de construcción debe parar y dar aviso por vía formal. En el plazo de esa detención, que si no recuerdo mal dura alrededor de quince días, hace acto de presencia un grupo de arqueólogos que delimita la nueva zona de excavación y divide el perímetro en fragmentos trazados por pequeñas cuadrículas hechas de hilos aéreos a ras de suelo. Esto, por supuesto, es un dolor en el culo para cualquier constructora y proyecto país. Así que ingenieros, constructores civiles y obreros se toman los cascos a dos manos y maldicen; los primeros por la demora en la obra, los últimos por los días impagos.
Parto hablando así de este libro de Guido Arroyo pues imagino sus poemas desmarcándose inteligentemente de la literatura, y usando a la misma como eje y viga de contención. La escritura de este pequeño libro hecho de intimidades se mueve hábilmente desde de la nostalgia infantil y juvenil de un recuerdo inventado en una pintura de Andwanter –donde un río soporta los temblores– hacia los deseos de un niño por convertirse en el antihéroe total: un arquero de futbol. El primer movimiento de Zonas de Excavación parece apelar al lenguaje irrepresentable de la infancia, al idioma o país de quienes no dicen, y se emparenta con la mejor lectura que se hace de Tellier, no el elogio del Lar, sino su imposibilidad permanente, es decir, su creación y necesidad.
Pero cuando hablamos de arqueólogos no hablamos de héroes, en absoluto. Los arqueólogos suelen llegar a las obras entre el desgano de los ingenieros, constructores y obreros. Llegan más o menos desgarbados, algunos demasiado jóvenes; a la cabeza un jefe que suele ser un profesor universitario y por un arte de magia sospechoso siempre da con la mejor cuadrícula para él, la cuadrícula del hallazgo, tal como algunos se apropian de esa veta interminable que es el epistolario de Gabriela Mistral. Esa cosa tan de moda a la que se apela en fondos concursables –el rescate hasta la náusea– no asegura absolutamente nada en tanto los arqueólogos solo detienen brevemente la obra mayor. A diferencia del misterio, cuya finalidad es siempre generar más misterio, el hallazgo nada asegura, las obras se convierten en nombres, los nombres en siglas como GAM o PDI. Por eso las excavaciones, como la literatura, necesitan inexorablemente el descreimiento: la configuración de un espacio que se cuestione a sí mismo, y mucho mejor si es a través del humor. ¿Rescatar a qué de quién? ¿Armar las lecturas del año para qué? ¿Para quién?
El humor aparece en Zonas de Excavación entre los ciframientos de la neblina valdiviana y la experiencia del imberbe que regresa al pueblo natal para descubrir que su memoria más emotiva emerge en el envase de una Free cola, haciendo gala del mismo gesto con que Bolaño invita a entrar a un código narrativo para dejar al lector al centro del texto y en ridículo frente al cuchillazo por la espalda que se da con un impulso fantasmal de la mano de Parra. Por eso, tras evocar una plaza que no existe ni en la memoria, y apelar a todas las zonas que incitaban a experimentar (…) trocadas por bosques de eucaliptos en estado de inocencia (ese árbol injertado) la escritura de Arroyo se solaza afirmando que “cada uno da golpes cuando gusta, cada quien/ se bota a choro y escribe su testamento sobre papel roneo o couché…” (19). Este gesto de poner en ridículo a la propia perspectiva y que tan bien le haría a esa cosa que llaman izquierda, y que registra un gran exponente en el ingenio de la poesía de Germán Carrasco, parece ser una vía posible para seguir creando misterio, indignación, pasmo, o al menos una emoción algo genuina.
Y no hay autocontemplación. Tal como Ferreira Gullar, cuyo trabajo cruza en estilo y temas este libro, el Gullar de Poema Sucio –escrito en estos pagos infectos el 75– o el Ferreira Gullar de hoy, que sin ser de derechas no repara en encarar públicamente y poner en duda los avances de un presidente como Lula Da Silva y su sucesora. Guido Arroyo parece conversar con Ferreira Gullar, con su actitud, con sus cortes en los versos, pero también con los temas sociales y los elementos históricos que nacen en ese envés de la memoria que es el espacio de lo íntimo. Cavo en páginas de este libro y me gusta el color de versos como: “Los viernes las sierras alemanas van a comprar gente a la Feria Fluvial/ van a recordarnos, la cantidad de navíos que yacen bajo el suelo marítimo” (17), o: “sé que ahora me dirán: cambia el tema, hay que olvidar/ la pregunta sobre lo que dejamos de hacer/ sobre las cosas, que dejamos de ser/ que la experiencia/ de las imágenes no debe rozar la muerte” (20) o, “y aunque las tachaduras estén de moda en las vegas comerciales del lenguaje/ nadie ocupa mucho su tiempo en meditar/ sobre la fragmentación proporcional de los ingresos, sobre los callos/ por pajeos y mochas/ del pintor realista que en su último suspiro pide una caña” (22). La escritura al servicio de elementos sociales es una opción sólida del decir en este sitio cuyo tema secreto es ese abismo entre lo que se dice y lo que se escribe, como diría Zambra. Hay lucidez política en Zonas de Excavación, hay ejercicios de estilo que sobrepasan al mero ejercicio y encallan en la verdad construida de la experiencia íntima, hay oficio en la construcción de sentido, un sentido que me parece más fino que la mención de la marginalidad en paraderos de Gran Avenida o el turismo miseria tan en boga desde el boom latinoamericano.
Los ingenieros ven a los arqueólogos agachados bajo el sol, cavando con pequeños artilugios y pinceles, y parece incomodarles la lentitud y el aparente retroceso del tiempo. La elongación del tiempo aparece como revancha a la descomposición, similar a la propuesta del último poema de este pequeño libro: “las capitales/ no pertenecen a los estados, ni menos/ a las personas aunque crean que en la plaza de la infancia/ quedó algo de ellas (…)/ toda ciudad/ se debe a sus calles y ríos y casas, algo hay/ tras las ruinas de una lágrima que permite/ tornar nuestras novelas a cero/ coger un lápiz bic/ para retroceder la cinta de un cassete que adorna/ el basural latinoamericano, de estos restos/ se compone la historia con mayúscula” (42). Por supuesto, uno, junto a los ingenieros, se podría preguntar para qué. Caminando cerca de la rivera del Mapocho, encontrando unos tajamares horribles sin texto y cercados por rejas, andando y viendo la trayectoria de esos mojones bordeando al casco histórico, uno se podría preguntar para qué, de Estación Mapocho hasta Salvador a uno se podría preguntar para qué. El poemario, en su tramo final, parece hacer esta misma pregunta, entre el gesto un tanto ridículo de un sujeto que se inspira con haikús occidentales y necesita fechar cada poema.
Pero las azadas del arqueólogo son suaves, como la memoria del giro subjetivo, son siempre un territorio en disputa. Y en especial, una disputa en el individuo mismo que desea escapar del territorio, buscar una casa que resista, impedir que el cuerpo se vuelva institución. La fuga constante. El arte de la fuga. Esa búsqueda y construcción de la memoria tiene los ritmos de la cavada arqueológica. Suave pero firme, consciente siempre de que cualquier fuerza desmedida puede arruinar la posibilidad del hallazgo, concentrada y a la expectativa de los ingenieros que esperan el paso de los días para cavar al ritmo de las Fordson, las Komatsus o las Motoroart, mientras el título del poema se repite una y otra vez, página a página: Zonas de Excavación, Zonas de Excavación, se lee, se oye, como cavadas silenciosas que con sonidos oclusivos y sibilantes parecen emular aquel de arsenal de palita, lápiz y pincel. Un arsenal de bajo volumen. Un arsenal que da la impresión de enrollar el tiempo y retrotraerlo mientras la maquinaria pesada espera en silencio el paso de los quince días reglamentarios. Bajo cada capa de suelo hay un mensaje para nosotros. El arqueólogo, el escritor, agacha la cabeza y cava, como si en su movimiento terco y sistemático se replicara un poema de Ferreira Gullar, un verso siempre urgente en que se afirma que los muertos ven el mundo a través de los ojos de los vivos.