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          Naturaleza muerta (2005-2010), de Guido Arroyo
        Por Carlos Henrickson 
        
        
        
         
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        Una de las discusiones  fundamentales para nuestro arte en el momento político y cultural como este que  vivimos, de densa crisis de sentido, tiene que ver con algo tan fundamental  como qué es el poema -o mejor, qué es lo que podría llegar a ser. Desde el objeto  bello que alguna vez se supuso a sí mismo, la modernidad debió sacar una serie  de otras dimensiones para mantenerlo sobreviviendo –entre ellas, una  particularmente fructífera: convertirlo en una máquina de crítica cultural y  social, trascendiendo la posible utilidad en la coyuntura política, dimensión  siempre presente dado el origen del poema como oralidad. Sin embargo esta  máquina crítica guarda siempre en sí el veneno de su crisis: el poema puede  hablar sólo desde sí mismo, desde su particular mística (su estado de verdad)  que casi se supone parte de sus procedimientos fundamentales de creación, y han  sido contadísimas en nuestro barrio las poéticas que se han planteado  decididamente el desaurar, en este sentido, sus creaciones. Así, una  crítica posible al más allá del campo de la creación por parte de la  poesía resultaría, visto en grueso, una pretensión absurda y mixtificadora, que  tan sólo tendría como resultado el engaño y la confusión, cuando no la  domesticación de lo real por parte de una creatura emancipada desde su pura  fabulación, desde una literatura. 
          
          Esto, visto en grueso, ya que en realidad las prácticas  discursivas no funcionan tan limpiamente como las planillas burocráticas o los  contratos de asesorías municipales. El plantear políticamente un discurso, a  estas alturas de la crisis ideológica, debería implicar que éste sepa acoger en  sí mismo y mostrar las huellas de la crisis, ya que el productor de su sentido  es parte de esa enorme máquina de jerarquías cruzadas y enrevesadas que es el sistema  ideológico de la era del espectáculo, que alimenta y se retroalimenta desde el  sistema de producción e intercambio de bienes. Y no hay una forma más permeable  a mostrar estas huellas que la poética, con su capacidad de interrogarse a sí  misma desde su mismo instrumento fundamental: la palabra, paradójica,  multidimensional, identitaria.
          
          Difícilmente uno podría  mostrar mejor lo antedicho con otro libro que con Naturaleza muerta  (2005-2010) (Santiago: Ed. del Temple, 2011), de Guido Arroyo (Valdivia, 1986).  En este libro, el autor no ha dudado en multiplicar y hacer evidentes las  huellas del extravío que el creador de poesía debe asumir al intentar la salida  desde el escaparate estancado del ámbito académico o desde el arenal con un poco de oro y mierda como  es definido el arte desde la perspectiva de su intercambio (su mercado) en el  poema Chorrea en los bordes de Duchamp (p.  8). La figura del productor de sentido es expulsada –pero como ex-plicitada- de su propia creación de  forma sistemática a través del poemario. Su labor es indigna de que se le  asigne un espacio en la cuidadosa maquinaria de la que parece resultar –como  una casualidad- responsable:
        
          
            No haber sido el  oficinista
              que conoce a su  esposa en el happy hour, ni engrosar
              las glorias de  la patria
              luciendo
              fusil y botas
                No ser aun
                  parte de la  mayoría
                  ni filiar 
                  con una minoría  reconocible
                Ser entonces, el  que camina por el trigal
                  un equilibrista  atrapado en la ventana
                incapaz de  prender un mísero fósforo
                provocar el  incendio de la comarca (p. 18)
              
          
        La impotencia de este hablante llega a dar cuenta de  cómo la práctica escritural tan sólo roza ese ámbito otro que este poemario  desea como el suyo, extravío que a su vez refleja el del autor con su creación.  Este extravío rompe de raíz cualquier voluntad de legibilidad “correcta” del  libro: el desde quiebra el cómo. Cualquier voluntad reconocible  detrás del texto se fluidifica en una deriva inevitable: esta escritura no  puede apelar a reglas de un discurso que se le ha hecho ajeno, como exiliada de  un territorio donde aspirase a entrar a la fuerza. En la escritura de Naturaleza muerta, este signo es clave:  el más allá de la letra se cuela sin  cumplir turnos o jerarquías, por fuerza  propia:
        
          
            Una ciudad en  verano es el resumen de la infancia
              cemento filudo  de huesos-veredas
              y se prohíbe  hacer excavaciones
                bajo luces  azules un letrero se desnuda
                  arriba del pubis  un tatuaje, la copia feliz de esa muralla
                  pero faltan  ladrillos-manos para construir la casa nuestra
                Entonces quién  comete sedición esta noche ¿acaso el púber maldito
                              que sienta la belleza de su patria y  la encuentra amarga?
                                          o quien imita el trazo  de Monet
                            para abocetar el retrato de su  dictador predilecto (…) (p. 26)                     
              
          
        El punto de apoyo, entonces, no puede ser otro que la  subjetividad más extrema, en plena oposición a cualquier noción de literatura como un más allá del mundo. La apelación a lo vivido y lo visto llega a  presentar los momentos de desamparo y enajenación característicos de la  formación infantil como expresión del extravío del hablante, poniéndolos en  relación directa con la carencia del rol social del artista o la nostalgia  amorosa: la operación realiza una tabula  rasa de las dimensiones que componen el mundo del poemario, dejando como  ámbito de su representación un espacio  intermedio en que el valor se revela en la pura aparición al horizonte de  la escritura. Me parece que este espacio –que se podría decir un no-lugar- es  ese innombrado Chile aludido desde el  extenso poema situado en el centro del libro y señalado por un diseño que cita  a la bandera nacional: como no puedes  nombrar este poema / escribes entreparéntesis la excusa, / como si una mordaza  blanca tapara / sus bocas, o un telón negro cayera / sobre el recuerdo,  impidiendo ver el / fondo sangrante de versos son estrella. El poema como  tal empieza: 
        
          
            En medio de un conventillo  todos te miran
                  sin mirarte, entreabren las  persianas ocupados de que se mantenga
                  la temperatura del té La  Rendidora o de esparcir la mantequilla
                  sobre una marraqueta que sólo  acá es tan crujiente
                              parecida al gemido escondido en el entretecho
                  de casonas donde sirven tragos  importados
                  sostienen fundaciones de  poetas   salones de arte
                  o los demuele una constructora  judía no importa
                que arroje doscientas balas  sobre los muros (…) (p. 53)
              
          
        Los espacios privilegiados del arte moderno, la  cotidianeidad y la marginalidad parecen abalanzarse en su deriva sobre un muro  imposible de romper: el muro que opone la separación entre la acción de  escritura y la acción de subjetivación social. La cadena de la impotencia que  se puede vislumbrar (desde la impotencia del hablante para ser sujeto de su  propia historia hasta la impotencia del artista de hacerse sujeto de La  Historia, reproducidas en múltiples formas y diversos niveles)  encuentra, entonces, un reflejo adecuado y decidor en la opacidad formal: el  oficio mismo logra mostrar su impotencia con respecto a hacerse literatura. Y con ello, postula a esa  misma literatura a la cual no puede/no quiere llegar como enajenación,  espectáculo, como una especie intercambiable dentro de un mercado tecnificado  que usa la sublimación estética como mecanismo de represión (cfr. Adorno y  Horkheimer, Dialéctica del iluminismo). 
          
          Es en este sentido que la naturaleza muerta, género de pintura en que la emoción estética se  revela como pura imposición de lo que el artista postula como objeto bello, resulta como ejemplo  paradojal el perfecto vehículo para la peligrosa situación del poemario en el  límite de una posible justificación de su misma escritura. En la forma, se  revela en la elección decidida de cierto seco objetivismo, a veces  violentamente yuxtapuesto a una poética mimética casi narrativa y a veces  manejado con una técnica notable en su pulcritud (cfr. Entiende los gestos ocultos bajo la ropa…, p. 9). Mas este  objetivismo no puede dejar de revelar la falacia de esa limpia nada que desea  como su más allá, gesto notorio en  uno de los textos claves del libro, el poema Todas las declaraciones de principios / deberían quemarse como esta  hoja:
        
          
            ¿Quién podría 
              necesitar el Arte
                si es posible
                  arrugar
                  una hoja en blanco
                y luego 
                  como si nada
                  extenderla 
                  sobre el aire
                y redactar
                  con tinta negra:
                naturaleza
                muerta? (p. 83)
              
          
        Tras lo formal, entonces, se revela una mera voluntad  vacía, cuya misma vaciedad funciona como testigo paradojal, que no dejará de  señalar –y no ocultar- tras esa  limpia sublimación estética la huella del sufrimiento de las víctimas de la  historia, a las que la escritura de Arroyo evoca, por otro lado, sin cesar a  través del libro en los textos que no se reconocen dentro de esa línea. Esto  confirma la tensión permanente de Naturaleza  muerta, lo que constituye su valor como investigación sobre el límite de  las posibilidades escriturales con respecto a la acción política: la nebulosa,  pero tangible, reunión de más de una voluntad formal dentro del libro, con el  consecuente montaje caprichoso que es  en sí una rebelión frente a la ambición de un (supuesto) documento cultural  impoluto de historia. El carácter inevitablemente mistificador del autor dentro  de la escritura se hace con ello patente (cfr. Por revelar, p. 41), y con ello se es capaz de ver de frente la exterioridad de una posible literatura  en el contexto de la sociedad de mercado –en otras palabras, al evocar al  sujeto creador de sentido a la escena, es inevitable que aparezca su carácter  impostado, que su verdad se mine en el más profundo sentido. Con ello, la  relación del creador con su obra pierde, claramente y a la vista, cualquier carácter  natural: se hace técnica, en el más  moderno y devastador sentido, y así expone a una posible Literatura a la  soledad de un paisaje natural dispuesto para la pura contemplación.  Paradojalmente, como finalidad desde el mismo oficio, la muerte del sentido  (como contrapartida de su inutilidad en el plano de la acción social) se impone  como el último destino de la investigación del poemario.
          
              Naturaleza  muerta resulta uno de los libros más interesantes dentro de las expresiones que desde  un tiempo a esta parte han puesto en tela de juicio el mecanismo sencillo e  insuficiente de una literatura que desde la simple mímesis desee hacerse parte  de la historia social y política efectiva (pienso en obras tan alejadas y  comunes en este propósito como las de Alfonso Grez y Christian Aedo). La  tensión inherente en el libro, en este caso, es un aporte, al haber llegado  prontamente a un manifiesto límite expresivo –lo que entrega una durísima tarea  a Arroyo para las obras que vengan. La fuerte investigación sobre los límites  del arte moderno que subyace al libro puede ser tanto garantía de expresiones  nuevas como de mudez: el costo de poner la debilidad de la figura del autor  como una fortaleza puede llegar a ser una apuesta más cara de lo que el papel  resista.
        Ediciones del Temple sigue con este libro dando la señal de lo necesaria  que se ha hecho en estos años, apostando por el real riesgo de poéticas nuevas  y atrevidas. Se desearía que condiciones mejores de nuestro pequeñísimo mercado  cultural no pusieran en peligro iniciativas que se han probado tan a fuego,  pero probablemente la falta de instancias de publicación de tanta excelencia no  es lo peor que le espera al desarrollo de la escritura poética de nuestro país  en los años que vienen.