El escritor y periodista Javier García Bustos, autor de Rostros de una desaparecida (Overol), se convierte en biógrafo de su tía casi sin darse cuenta, utilizando todos los métodos esperables.
Siempre me ha costado leer crónicas. Al instante siguiente en que escribo lo anterior, me acuerdo de que no he leído casi ninguna de las escritas por Edwards Bello, cuatro a cinco a lo más en uno de sus tantos compendios, y sin embargo he terminado con ansiedad prácticamente todas sus novelas. Tal vez no sea un mal ejemplo para justificar mi aversión a todo aquello que sea obligado por los episodios acotados de lo que en efecto acontece en algún instante del tiempo. Si se trata de biografías, en cambio, concentran mi atención (me encantan, incluso mal escritas, tendenciosas, tanto mejor), tal vez porque participo del credo de que todo biógrafo está obligado a alguna porción consistente de nadería para conseguir su objetivo. Ni hablar de ensayos –tal vez mi género favorito–, o de los diarios de escritores que me interesan junto con sus eventuales volúmenes de correspondencia. Memorias menos, pero actualmente me engolosino con unas que dejó Daudet, narrador puro como ya no hay, y tambalea en paralelo mi desprecio hacia Sollers al satisfacer groseramente mi curiosidad con su chismorreo en Una verdadera novela.
Algunos considerados clásicos de los que se dice no calzan en la ficción a secas los he terminado: Capote, Walsh, Didion, etcétera. ¿Qué he encontrado allí? Más allá de los asuntos que, repito, rara vez me cautivan: ritmos, velocidades, formas de aceleración, el gimnasio de la forma. El hallazgo tal vez tenga que ver con el objeto de esta clase de escritura cuando alcanza alguna notoriedad, pues lo que ya aconteció no puede retratarse intentando fidelidad estricta sin que de paso se sacrifique estilo. Ese es el truco, el secreto de su atractivo potencial. El hecho mismo significa poco (y por tanto da lo mismo lo que se desee poner allí), sin la capacidad de volverlo placentero a la lectura. Quiero decir: poco para la escritura, no así para la comunidad o la historia, excepto cuando se trata de banalidades.
Pues casi siempre se trata de asuntos dramáticos: enfermedades, asesinatos, guerras secretas, tragedias sociales, ecológicas, personales, crímenes sin resolver, melodramas políticos. Todo lo sensacional pareciera ser su condición. Un libro de crónica necesita un público que de antemano algo sepa sobre la materia, que posea alguna familiaridad. Y la verdad es que siempre existe y existirá ese público (al menos hasta antes que el sol seque la Tierra) pues el público está precisamente rodeado permanentemente del acontecer, de los hechos, que es otro modo de decir del periodismo. En ese sentido, toda crónica tiene con anterioridad, incluso antes de que el libro sea escrito, un lectorado fiel, ganado. Basta dar aviso, “escribiré sobre el incidente K”, para que cada uno de los interesados en enterarse de nuevos detalles o que persigan obtener el artificio del suceder ordenado de los hechos, reciban la obra con algún grado de interés, gratitud incluso. Por eso un volumen de crónica siempre es el regalo más fácil de hacer en cuanto a libros se refiere: suficiente con detectar el interés primordial de la persona a quien se desea obsequiar (su oficio, pasión, alguna obsesión actual, hito vital) para encontrar el libro perfecto que envolver. Esto con respecto a la ficción cuesta un poco más que ocurra pues el match, si lo hay, casi siempre es con el género o mediado por el afecto hacia la obra de quien escribe (afición por el policial por ejemplo, o por el romance; afición a las novelas que escribe Ruth Rendell o Gerald Murnane), jamás con la trama misma (excluyo aquí la llamada novela histórica: si escribo una novela sobre el imperio persa, aun si es paródica, tengo de antemano ganado a los persófilos, y esto lo adivina bien el marketing).
Por todo lo anterior es que cuando debido a alguna motivación extraordinaria me dispongo a leer un libro de crónica, aquello que me permite poder terminarlo –casi siempre en una jornada– se lo debo exclusivamente al estilo. Porque en ese estilo se pudo escribir sobre cualquier otra cosa y, del mismo modo, llevar al lector potencial hasta la última página. Como el mismo Edwards Bello tenía conciencia: conseguir el sello de fábrica personal que te vuelva magnético. Rostros de una desaparecida es el último libro en esta línea que leí este año y el único –a menos que ocurra algo completamente inesperado– que leeré. Su tema no es infrecuente, por razones obvias, en la producción editorial nacional. ¿Por qué lo comienzo y no lo suelto hasta terminarlo? Mi hipótesis es que posee vértigo, y, como todo vértigo, produce rechazo y a la vez seducción. Mezcla feliz donde las halla. El mecanismo es suficiente y el título lo contiene casi completamente. Alguien que desaparece forzosamente por causas políticas (en las fechas que ya sabemos y a manos de quien ya sabemos), y a quien el autor no conoció personalmente solo puede generar una indagación que multiplique, a ratos con desesperación, la mirada. Rostros: el plural aplicado a la singularidad puede dar infinita licencia. Así es como Javier García se convierte en biógrafo de su tía casi sin darse cuenta, utilizando todos los métodos esperables, y por supuesto, valiéndose continuamente de, her most gracious majesty, la especulación.
Un elemento adicional aparece, no obstante, que el título disimula y que resulta ser su combustible: el vínculo consanguíneo. ¿Qué es una tía? Esa es la pregunta que me hago desde que arranco la lectura casi hasta la desconcentración: una tía es una suerte de madre polarizada, extrema, pues ella puede encarnar la voz del permiso y la complicidad sin límite allí donde la madre a veces está obligada a poner malas caras; o, en la costa opuesta, exacerbar la pose castigadora y devenir puramente maléfica y brutal. La madre sustituta a la que se le puede confiar un secreto o a la que no queda otra que sufrirla. Es exactamente por esa razón que en la literatura del siglo XIX (tal vez especialmente en la inglesa), la figura de la tía, filial o política, se hizo un sitio, desplazando a la madre para que los protagonistas de aquellas novelas –se me ocurre– pudieran ganar en peripecia ya sea gracias al vencimiento de la prohibición o a la extrema represión movilizadora de penuria y autoflagelo. Llevando estas dos figuras al límite, existe la tía deseable así como la detestable. La tía desaparecida, Sonia, ¿cuál es?
Hay un momento de este libro en que da la sensación de que todo puede comenzar a ocurrir. La acumulación impulsiva de archivos y relaciones se detiene. El sobrino se pregunta si acaso no es él mismo su tía sobre la cual intenta averiguar, si acaso su escritura no es otra cosa que la comunicación de ultratumba que intenta, a través de él, la pariente ausente. Se imagina médium, duda de ser dueño total de su escritura y en ese breve instante lúcido de ambigüedad se trasviste. La identificación con lo que se pesquisa consigue su momento absoluto. El vínculo tiende a la disolución y ya no hay sobrino sino una sola mujer, la que es capaz de aglutinar todos los rostros, incluido el de su sobrino que averigua y escribe con las mejores intenciones. Se abre así un romance soterrado, casi gótico, una especie de pasión con el pasado que obtiene su presente consumado solo mediante el avance de la escritura que no cesa hasta agotarse. Por eso este libro termina abruptamente, como quien corriendo se frena de golpe ante un precipicio. Se rige por el agotamiento, por la imposibilidad final de un puente de concreto que resuelva el abismo. La memoria tiene límites y esos límites no son amistosos. Cuando no hay más, lo que asoma es el vacío, y en él también la desaparecida encuentra otro de sus rostros, tal vez y trágicamente, el de mejores contornos, pues sobre él precisamente está erigido todo un texto que ahora es suyo. Una tía que retorna como estilo.
La tía es consentidora. O dicho en términos kleinianos, pecho bueno, nutricio, gratificante: permite que el sobrino reúna datos, obtenga información, acceda a testigos, voces que la nombren, obras que la imaginen. Y ese permiso, ese placentero permiso concede, como el hada, concretar el proyecto, la indagación, las diligencias, el libro al fin de cuentas. Nutre la tía su búsqueda para aparecer, a pesar de que para ello haya que nombrar a sus monstruos (que, por cierto, no son solo los de ella sino de miles). Aparecer ya no como reza el epígrafe del antipoeta, en una lista, sino en aquel vínculo de consanguinidad de la que ella nunca pudo saber, perdido su rastro tres años antes que el sobrino, a quien jamás conoció, naciera. El libro: la invención de una relación inédita. Al escribir el autor se vuelve sobrino, mientras la desaparecida se vuelve tía. Y eso es ya un lugar, un espacio abierto, en el mundo. Toda la justicia modesta que puede ofrecer la escritura es esa metamorfosis. Nada más.
La rapidez con que se lee este libro habla de la afinidad que tienen los fantasmas a la velocidad, la clase de movimiento que escogen para tomar forma. Y quien consigue hacer aparecer uno valiéndose nada más que de unas cuantas imágenes rotas, consigue literatura.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com UNA TÍA QUE RETORNA
Rostros de una desaparecida.
Javier García Bustos.
Ediciones Overol, 120 páginas.
Por Gonzalo Abrigo