En mi mente este campamento siempre tendrá un ligero toque siberiano; por su arquitectura y el frío que hacía en invierno. Cuando había viento, subir en dirección de la oficina del empleo y de la pulpería dos, era un desafío para mis extremidades inferiores. Además de mantenerme bien derecho, debía apretar mi boina en el cráneo, porque si me descuidaba la perdía para siempre. Antofagasta estaba a unas dos horas y media por la huella. Cuando ya no soportaba el frío, me iba a dar una vuelta a la costa. Las playas eran muy bonitas, la temperatura del mar era agradable, podía caminar centenas de metros, antes de que el agua me llegase a la altura del pecho. El único peligro, que podía encontrar en esas playas de ensueño: algún tiburón extraviado. Y bien ese segundo sábado de septiembre, con la Virginia y el Cacho nos fuimos a pasear por esos lares. A las nueve en punto de la mañana ya estábamos, con nuestros sacos de dormir, en el terminal de buses. En esa época ya tenía una reputación de complicado, la Virginia prefirió viajar al lado del Cacho. Algo que me molestó medianamente. Durante una buena parte del trayecto me fui observando el paisaje, o pensando en la época dorada del salitre. Cuando las compañías teatrales europeas, actuaban primero en los teatros nortinos, y solo después, de haber visto a su público calichero, partían a Santiago. También me venía a la mente el poblado de Pampa Unión; un antro anarquista donde podía existir un sanatorio y dos escuelas, pero ninguna iglesia. A veces miraba a la Virginia que había venido porque deseaba bañarse calata en el mar. Su baño de medianoche en versión Woodstock. Si me daba cuenta de que estaba dispuesta a hacerlo, al Cacho le haría tomar harto pisco, en el bolso tenía una petaca llena, para que se quede dormido y no vea nada. El bus llego a Antofagasta alrededor de mediodía, en lugar de pasearnos un poco por el centro, nos fuimos a la playa. Yo fui el primero en mojarme, pequeña contrariedad: mientras caminaba por la playa, con el agua a la altura de mis rodillas, un camarón malhumorado me mordió un dedo. Al parecer mis pies perturbaban su tranquilidad. El Cacho había llevado una pelota de plástico, después de bañarnos durante un buen rato, jugamos volley -ball en la arena. A continuación, sesión de bronceado para los tres (sobre todo para mí). Al final de la tarde, el Cacho intento conversar con dos chicas que parecían simpáticas. Sus intentos fracasaron estrepitosamente. Estas señoritas eran muy bellas y bien educadas. Entablar una conversación, por muy anodina que esta sea, con este energúmeno, debía ser impensable para ellas. Mientras el Cacho perdía su tiempo de esta manera, yo evocaba con la Virginia el futuro de la revolución chilena, que me parecía muy comprometido. Mi interlocutora no parecía muy impresionada por mis argumentos. Mi dialéctica todavía no era buena, probablemente. Pasado las siete de la tarde nos fuimos a recorrer un poco la ciudad. Había momentos en que, la Virginia no era un freno, yo podía ser muy individualista. En una calle bien concurrida me las ingenié para perder de vista a mis amigos, a fin de cenar solo en una chifa. Este acto, la mar de individualista, me llenó bien el estómago, pero destruyó, al menos por ese día, todas mis expectativas con la Virginia. Que no me dijo ni me preguntó nada, pero me quedó mirando con unos ojos terribles. Finalmente, esa noche en la playa, se quedó conversando con el Cacho hasta bien tarde y no se bañó calata. Enfundado en mi saco de dormir, mientras ellos hablaban de todo y de nada, yo, acompañado de mi petaca de pisco, contemplaba el cielo estrellado. No sé a qué hora pude quedarme dormido. Cuando me desperté ya había amanecido. El sol comenzaba a pegar fuerte. Primero desperté al Cacho, de pésimo humor, este me espetó que quería volver al campamento. Virginia también quería retornar. No intenté conversar con ella, tenía muy claro que mi causa estaba perdida para la eternidad…. En diez minutos plegamos todo y partimos a tomar el primer bus con destino al campamento. En el camino nos topamos con una panadería abierta y pudimos comprar hallullas para el desayuno. En el rodoviario, arrebato de generosidad, pagué las tres tazas de café. Este pequeño esfuerzo financiero no fue suficiente, la Virginia siguió mirándome feo. En el bus de vuelta tuve que irme solo de nuevo. Cuando llegamos al campamento, la Virginia se despidió del Cacho con un beso en la mejilla. A mí ni siquiera me estrecho la mano. Por supuesto que me sentí podrido. En fin, para bien o para mal, la vida tenía que seguir su curso, el lunes me encontré con el secretario político de nuestra organización juvenil. Estaba enojado conmigo, el sábado por la noche había hablado con la mamá de la Virginia; que estaba furiosa porque a esa hora no sabía dónde estaba su hija. Pueblo chico, infierno grande, alguien, no me preciso quién, nos había visto tomar el bus en dirección de Antofagasta. Nuestra conducta era intolerable, los tres estábamos convocados a Control y Cuadros. Ese mismo martes, como era secretario de base, yo sería el primero en pasar. Esta reunión, más la sanción que iba a recibir con toda seguridad, quedaron en suspenso por una razón de fuerza mayor. Temprano por la mañana, radio El Loa trasmitió la noticia de que la marina se había sublevado en Valparaíso y que en Santiago también había movimientos de tropas. Yo era un militante más o menos disciplinado, después de desayunar, me fui al tiro al local de mi organización juvenil. En el campamento, las sedes locales de los partidos políticos del gobierno estaban en la misma cuadra. Cuando llegué las veredas estaban repletas de militantes. Los médicos del hospital estaban ahí, como de costumbre, vestidos de blanco de la cabeza a los pies. El Latin Lover de melena blanca que empleaba el auditórium sindical también estaba parado en una vereda. No podía estar ausente en esas circunstancias tan dramáticas; él era un militante experimentado de la clase obrera. Todo el mundo discutía, pero nadie sabía que estaba ocurriendo, todo era conjeturas. Lo único que se sabía, pertinentemente, es que David Silberman se había fugado, al volante de una camioneta de la compañía, en dirección de la frontera argentina. En fin, como la inacción no era recomendable para nadie, los dirigentes decidieron que algunos militantes, entre los que me contaba, debían “acuartelarse”, a fin de esperar instrucciones. En mi grupo estaba el Latin Lover y también el Cacho. Como estábamos ansiosos de noticias, en cuanto llegamos, a la casa donde debíamos esperar, prendimos la radio. Por las ondas solo se oía música ambiental, de vez en cuando un bando militar. Previendo que la espera podría ser larguísima, el Cacho había traído una baraja inglesa. Los viejos solo conocían la baraja española, se negaron a jugar. Problema de ellos, con el Cacho nos pusimos a jugar a la canasta. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Pasaban las horas y ahí estábamos todos, esperando a un Godot que no llegaba nunca. Debo confesar que yo conocía a Samuel Becket solo de nombre. En la sala del auditórium sindical no habían pasado ninguna obra suya. En los tiempos históricos, que estábamos viviendo, no había espacio para la duda, solo contaba la acción. Mientras con el Cacho jugábamos a las cartas, los viejos discutían acaloradamente entre ellos. El Latin Lover afirmaba que a los militares había que enfrentarlos con dinamita. Eso lo había escuchado decir a un boliviano, probablemente. Al parecer, no hacía mucho tiempo de eso, en el altiplano los mineros del estaño solían protestar armados con barras de dinamita. Con el Cacho se nos ocurrió hacer una broma al respecto. Muy enojados, los viejos nos hicieron ver que pronto el nuevo gobierno iba a proclamar una nueva Ley maldita, seguramente más dura y brutal que la primera. Hablaba la voz de la experiencia, el Cacho y yo cerramos bien la boca. Llego medianoche, radio Calama cesó sus trasmisiones, como de costumbre. Esa noche fue larguísima, para todos, porque nadie pudo dormir. Al día siguiente, cuando nos separamos, ni siquiera nos dijimos adiós. Aunque ya era septiembre me dio la impresión que todavía hacía frío.
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Por Georges Aguayo