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SANTIAGO DE COMPOSTELA

Por Georges Aguayo


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Llegó el día en que logré  pisar el suelo de Santiago de Compostela. Una destinación que me había rondado en la cabeza, sin apremiarme demasiado, durante algunos años. Primero pensaba venir con mi esposa. Aunque ninguno de los dos era practicante, al igual que los católicos más fervientes, proyectábamos irnos a pie desde la frontera. En el curso de nuestra prolongada vida conyugal habíamos acumulado bastante exceso ponderal. Como éramos incapaces de ponernos a dieta, una caminata de varias semanas nos habría ayudado a perder unos cuantos kilos. Este proyecto en común se fue al hoyo por causa de divorcio. Hacía un tiempo un tipo que fue amigo mío se le ocurrió hacer este mismo periplo. Después se pavoneaba con sus amigos que, como lo indica la tradición, él se había hecho todo el trayecto a pata. Es decir, desde los Pirineos hasta la mismísima catedral. Lo probaba el carnet de viaje que timbran en los albergues que reciben a los peregrinos. Este carnet lo mostraba cada vez que la ocasión se presentaba. Tengo entendido que entre Irún y Santiago de Compostela circulan dos líneas de buses. Sospecho que ese guatón fanfarrón debe haber viajado en bus por lo menos una vez. Organizar este paseo me tomo un cierto tiempo. Primero, como es lógico, tenía que reunir la plata para el viaje. En tiempos de crisis económica y de cesantía   esta tarea no me resulto fácil. Después ocuparme de los detalles prácticos de mi estadía: transporte, hotel, comida, programa de actividades culturales. El volumen de información que hay en internet es enorme. Decidir algo a veces resulta complicado. Una cosa estaba clara para mí en todo caso. La Coruña, que está a una media hora en tren de Santiago de Compostela, sería mi puerto de atraque. No retome mi antigua idea de irme a pie. Caminar solitario por las rutas de España no me causaba ninguna gracia. Primero pensé venir en avión, el medio de transporte más rápido, y, las estadísticas lo demuestran, el más seguro. En el trayecto ida no había ningún problema con los horarios, pero en el de vuelta todos los vuelos eran nocturnos. Además, tenía que hacer una escala en Madrid de varias horas. Al aeropuerto de Orly llegaba a las siete de la mañana. Una perspectiva demasiado agotadora. Por una razón parecida tuve que desechar, igualmente, las idea de viajar en tren. Los trasbordos, desde Madrid o desde la frontera, me parecieron complicadísimos. Finalmente opté por el bus. Un medio de transporte sumamente proletario, pero que para mí tenía la ventaja de ser de más fácil acceso. El trayecto desde mi casa hasta el terminal rodoviario era apenas de una hora. El bus que debía tomar de París hasta la Coruña era directo. Nada de escalas y de trasbordos En una oficina de Eurolines que está cerca de la plaza de Clichy compré mis boletos de ida y vuelta. El día de mi partida, no obstante que el precio del boleto era muy económico, el interior del bus me pareció bastante confortable. Los pasajeros eran en su mayoría inmigrantes de los dos países. Si las circunstancias se prestan yo puedo ser muy comunicativo. Al poco rato me puse a conversar con un colombiano que volvía a Santander, la ciudad donde residía desde hacía unos diez años. Al cabo de una hora de viaje los dos comenzamos a contarnos nuestras vidas. Resulta más fácil hacerlo con personas que estamos seguros de que nunca más veremos en nuestras vidas. En Francia se acostumbra cenar temprano. Alrededor de las siete de la tarde, el bus se detuvo en un área de reposo para que los pasajeros comieran. En la cafetería, donde la mayoría de los pasajeros entramos, los precios eran, aunque muchos productos eran congelados, más bien los de un restaurante de tres estrellas. Durante la cena mi vecino colombiano se zampó un enorme bistec con papas fritas y una botella mediana de Coca-Cola. Yo me contenté con unas verduras cocidas y dos huevos duros, además de un yogurt sin azúcar y una fruta. Y para tomar una botella de agua mineral sin gas. Esta pausa duro unos cuarenta minutos. Después que terminé de comer, como un idiota no se me ocurrió ir al baño. Digo como un idiota porque a mi regreso al bus me esperaba una sorpresa desagradable. De ahí para adelante para utilizar el baño tenía que poner una moneda de un euro. En mi monedero tenía solo una pieza y no sabía cuándo el bus se iba a detener de nuevo. A la altura de Chateauroux: control de aduanas. El número de pasajeros no era muy elevado, el control fue rápido. La rubia que reviso mi maleta parecía amable. Yo debo tener un encanto irresistible. Incluso una funcionaria armada con pistola me sonría… Después de este control mi vecino colombiano se puso a dormir. Yo no tenía sueño para nada así es que me puse a leer un libro de cuentos de Nicolas Gogol.  Gracias a esta lectura, al cabo de unas horas me dio sueño y pude quedarme dormido un rato. Me desperté cuando el bus estaba llegando a Burdeos. Mire la hora en mi reloj: eran las cuatro de la madrugada. Por mi ventanilla se podía ver el río Garona. Esta imagen me hizo retroceder en el tiempo. Yo conocía esta región porque durante mi ya lejana juventud había trabajado en la vendimia. Me recordé que me había hecho amigo de unos polacos. El patrón de la viña era generoso con el vino que servían en las comidas. Más de una vez terminamos medio borrachos. La pintura abstracta estaba prohibida en Europa del Este por ese entonces. Todos ellos pintaban cuadros abstractos. Eso era lo que decían en todo caso. Yo tenía a mi activo unos cuantos cuentos no muy buenos, pero en ese momento por razones de trasplante brutal de país y de idioma era incapaz de escribir una línea. Después que terminamos la vendimia nunca más volví a ver a estos polacos, por cierto. Pese que era madrugada en Burdeos varias personas se subieron al bus. Los que ya estábamos adentro aprovechamos la pausa para estirar un poco las piernas. Como después que partimos no pude quedarme dormido de nuevo retomé mi lectura de Gogol. Mire mi reloj varias veces, la noche avanzaba, pronto iba a amanecer. En la parada siguiente, Bayona unos doscientos kilómetros más al sur, los pasajeros no pudimos bajarnos del bus. La parada era demasiado corta para poder hacerlo. La frontera estaba a solo media hora de distancia por lo demás. En Irún, por el lado español, la parada fue bien larga ¡por suerte! porque había trasbordo de pasajeros. Con el colombiano aprovechamos para tomarnos una taza de café en la estación de servicio. Nuestro bus llego a Santander más o menos como a las nueve de la mañana. Con el colombiano nos despedimos amistosamente, pero sin intercambiar nuestros correos electrónicos ¿Para qué?  Las amistades de viaje son efímeras por definición. Estábamos seguros de que nunca nos escribiríamos. Santander también me traía recuerdos. En la Cámara de comercio franco española, donde saqué un diploma que nunca me sirvió mucho, tuve un profesor que era originario de esta ciudad. Como habíamos simpatizado, una vez le comenté que mi apellido es originario de su región. Este detalle nos acercó un poco más. A diferencia de Chile en Europa la gente le da un poco más de importancia a sus orígenes. Me dijo que si un día yo visitaba Santander que le llamara por teléfono a la   cámara antes de ir. Bueno si un día, por casualidad, me decido a visitar la región de Cantabria, por supuesto que no voy a hacer el ridículo de partir en peregrinación al pueblo de donde se supone proceden mis lejanos ancestros peninsulares. Hay algunos  tipos que lo hacen, y después suben las fotos a internet…. Durante el trayecto hasta Gijón me fue conversando con un joven senegalés, que se había subido al bus en Burdeos. El contacto intergeneracional, si uno se lo propone, a veces puede ser posible. E interesante de un punto de vista humano; ese pobre chico tenía su vida dividida en   tres países. Senegal, Francia y España. Pequeñas digresiones de orden literario: en Gijón vivía Luis Sepúlveda, paix à son âme d’athée. En esta ciudad vivió durante muchos años también Corín Tellado. Una escritora española de novelas rosas que ningún literato serio jamás de los jamases confesaría haber leído un día. Yo no lo soy por eso no tengo ningún empacho en confesar que cuando era cabro leía sus novelas. Se las robaba a unas primas que vivían cerca de mi casa. A causa de las paradas y los desvíos (las murallas medievales de Lugo me impresionaron bastante) el bus llego a la Coruña pasado las cinco de la tarde. Durante el viaje había podido dormir muy poco. Por suerte mi hostal estaba ubicado en el centro de la ciudad. A unos diez minutos del terminal de buses. El taxi que tome me costó la módica suma de cinco euros. Pese a que había dado una hora de llegada equivocada, en el hostal mi reservación todavía era válida. La habitación parecía muy limpia y correcta. La entrada de la ducha era fatal eso sí.  Demasiado estrecha, apenas lograba pasar. Como me sentía sucio me duché y me cambié de ropa. Después me fui buscar un restaurant donde cenar. Fin (provisorio) de mis restricciones alimenticias. Tras un viaje de casi veinte y cuatro horas, cansado, hambriento y muerto de sueño, mi cena consistió en varias raciones, que son más grandes que las tapas, acompañadas con harto vino tinto. A mi regreso al hostal me metí de inmediato en la cama. Debo haber dormido unas diez horas, casi de un tirón. Por la mañana una empleada me explico cómo debía hacer para ir a la estación de ferrocarril. Tal vez hubiera sido más fácil alojarme en Santiago de Compostela, como yo soy valpino preferí hacerlo en la Coruña. De vez en cuando, yo necesito ver el color del mar. Sentir la brisa marina y respirar un aire cargado de yodo. Mi hostal estaba situado a apenas unos cuatrocientos metros de la playa. Mi espera en la estación RENFE no fue muy larga, unos veinte minutos apenas. El tren era muy moderno y cómodo y en los vagones no iban muchos pasajeros. Observé complacido el paisaje cargado de verde de Galicia. La estación de ferrocarril de Santiago de Compostela está en un bajo. El pueblo y su catedral en lo alto de una colina. Una última y extenuante prueba para los antiguos peregrinos y también para los actuales. La perspectiva de hacer esa caminata, en subida por añadidura, me aterrorizó. Afortunadamente había un paradero de taxi cerca. ¿Qué pensarían mis ancestros guerreros, los del norte de España, de la pereza de su lejano, y más que dudoso, descendiente sudaca? En fin, pienso que no debería avergonzarme demasiado de mi conducta haragana. Yo vivo en Francia y tengo la doble nacionalidad. Los peregrinos franceses de antaño no eran idiotas al parecer. En un mapa físico de España el camino francés parece menos montañoso y empinado que el camino inglés que bordea la costa. Santiago de Compostela, antiguo baluarte de la cristiandad, me sorprendió por su relativa pequeñez. La catedral y la explanada, no son tan grandes como aparecen en las fotos. Como si en sus comienzos el culto de Santiago hubiese tenido algo de improvisado. ¡Todavía es un misterio como el cadáver del apóstol pudo viajar de Palestina hasta Galicia! Toda la arquitectura del lugar es muy bella eso sí. Así como las pinturas que hay en el interior de la catedral. El llamado barroco español, como ya se sabe. La famosa imagen donde Santiago combate a los moros, espada en mano, no la ví por ninguna parte. Más tarde pude leer en un diario que los españoles prefieren cubrirla. Se supone que las guerras de religión son cosa del pasado. Después que visité la catedral, aparté el taxi para volver a la estación, no gasté ni siquiera un euro en el pueblo. Yo detesto comportarme como un turista ordinario. Esos que se sientan en las terrazas de los cafés, sacan fotos y compran un montón de souvenirs. No voy a explicar por qué. 



 

 

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