El tango Volver de Carlos Gardel —los argentinos dicen que el gorrión de Buenos Aires canta cada vez mejor— afirma que veinte años no es nada, qué febril la mirada… En el caso de mi tribu, y el mío propio, este número habría que multiplicarlo por dos. Aunque, reflexionando bien, es probable que no sirva de nada contar. Para ser feliz solo habría que dejar que el curso de la vida te lleve hasta buen puerto. Es decir, hasta tu destino final, la Muerte. Hace unas semanas asistí a los funerales de Alejandro. Lo que fue un mazazo en la cabeza para mí. Mi primo todavía era demasiado joven para morir. Se supone que el momento final se va precisando, o deseando, pasado los setenta y cinco años. Cuando has perdido suficiente fuerza, y esperanzas, como para decirte que el reposo eterno tal vez sea la mejor solución. Las cenizas de Alejandro están guardadas en un nicho del cementerio de Cronenburgo. De polvo eres y al polvo volverás, dice la Biblia. En fin, cada uno con sus creencias. Yo me considero agnóstico. No obstante, mis convicciones, o mejor dicho mi ausencia de convicciones religiosas, para no ofender a mi familia la mañana de sus funerales, entre en la iglesia. Tuve una impresión bastante rara al hacerlo. Hacía unos treinta años había hecho lo mismo para los funerales del tío Agustín, el padre de Alejandro. Despliego un poco la bobina de mis recuerdos. Esas imágenes que mi cerebro ha logrado retener para siempre. En esa época los chilenos éramos muy unidos. Casi toda la comunidad de Estrasburgo estaba presente, por lo tanto. A causa de esta masiva presencia, todo el oficio religioso fue en castellano. Una pareja joven de españoles le había prestado al cura una misa criolla, de arpa y guitarra. Cordero de dios que quitas los pecados del mundo… Los pocos franceses presentes parecían muy sorprendidos. Se pronunciaron algunos discursos en castellano. De alabanza, no es necesario que lo recalque. A un finado nunca se le critica. Quince días más tarde las cenizas del tío Agustín partieron a Chile. Todo el mundo se cotizó para pagarle a la viuda el pasaje en avión. Salvo yo porque no puse ni siquiera un franco. Por esa época yo justificaba mi existencia con unos vagos estudios literarios y vivía de una beca. De hecho, mi familia me había mandado un giro por correo, para que pudiera asistir a los funerales del tío Agustín. Acontecimiento que en el fondo no me sorprendió mucho. Ya sabía que el tío Agustín estaba internado en la unidad de cuidados paliativos del hospital universitario de Hautepierre, porque unos días antes había llamado por teléfono para pedir plata prestada… En realidad, al tío Agustín yo le tenía mucho afecto. El fundamento de nuestro mutuo afecto no era muy confesable eso sí. La tía Carmela no lo aprobaba en absoluto. Y con razón. En cuanto tuve la edad legal, para poder hacerlo, el tío Agustín me había introducido en el universo de los bares, botillerías y bodegas de barrio (un universo masculino por definición). Su contribución a mi formación etílica había sido decisiva. La vida no es fácil. A causa de la distancia, trece mil kilómetros no es poca cosa, tuvimos que cambiar de preferencias alcohólicas. Olvidarnos de la chicha y el vino pipeño. No importa, aun así, nuestros primeros años en Francia fueron bastante anárquicos y descontrolados. A menudo añoro ese periodo. Cuando venía de visita a Estrasburgo, con otros chilenos jugábamos a las cartas en su departamento. Como las veladas pasadas en común a menudo eran largas bebíamos cerveza y comíamos mejillones a la marinera. Solo nos faltaban las papas fritas para que el cuadro fuese completo, como dice una canción de Jacques Brel. Aunque no bebía alcohol la tía Carmela también jugaba a las cartas. Recuerdo que era muy mala perdedora. Como ganaba casi siempre sospecho que hacía trampas. Por su lado, para matar el tiempo, mis primos, que eran algo menores que yo, escuchaban música o examinaban aparatos electrónicos. Esta última actividad era una verdadera pasión para ellos. El tío Agustín, que no los tomaba muy en serio, decía que a partir de dos radios eran capaces de fabricar una tercera… Considero que era un poco injusto con ellos. Cierto, en el liceo se sacaban pésimas notas (en la universidad yo no era muy brillante tampoco), pero con el tiempo han desarrollado unas habilidades técnicas que les permiten vivir mejor que yo, el artista de la tribu. Hasta el día de hoy, cuando tengo un problema técnico les pido auxilio par teléfono. Siempre logran sacarme del aprieto. Los restos del tío Agustín no se quedaron en Estrasburgo porque su última voluntad fue que los llevaran a Chile. De hecho, como se sabía condenado quería irse a morir allá. La Faucheuse no le dio tiempo. Las últimas imágenes que tengo de él son del funerarium (una vitrina refrigerada) del hospital. Para partir al más Allá hay que guardar las formas. Y sobre todo portar una tenida correcta. El tío Agustín estaba de terno, su mejor camisa y con corbata. La palidez de la muerte reemplazaba su color moreno de iquiqueño. Yo no me quede mucho rato en ese lugar, que me pareció demasiado macabro. Este momento, obligado porque si no mi familia me guardaría un rencor eterno, duro apenas unos dos minutos. Fingí sentirme mal y me fui a la cafetería del hospital. Como estábamos en invierno y hacía frío una taza de chocolate caliente me hizo muy bien. Muchos años más tarde Agustín junior me contaría que unos dos días antes de morir, respetando nuestro sacrosanto orden patriarcal, su padre le habría dicho solemnemente: a partir a ahora tú eres el jefe de familia. Agustín junior no aceptó este honor. Ser jefe de familia acarrea puros problemas, me afirmo muerto de la risa.
Recuerdo de nuevo ese departamento de Hautepierre, donde vivían en esa época. En los muros laterales de su edificio había una especie de esponjas amarillas, que los cubrían casi por completo. Y mi primer amanecer en ese departamento. Alrededor de las siete de la mañana llego la camioneta del pan. Me enteré por el bocinazo que dio su conductor. Me asomé por la ventana. El radiador de la pieza estaba prendido y funcionaba a fondo. Aunque estábamos en invierno no sentí frío. Los habitantes del barrio partían con unos panes que debían pesar un kilo por lo menos. Esta camioneta se quedó estacionada delante del edificio un buen rato. Agustín junior tuvo tiempo de sobra para ir a comprar el pan para el desayuno, que tomamos pasado las diez de la mañana. Como me era imposible quedarme dormido de nuevo prendí una radio que había encima del velador. Se escuchaban voces en francés, pero también en alemán. No entendí nada por supuesto. Después que terminamos de desayunar el tío Agustín y yo fuimos a un centro comercial que estaba situado a unos diez minutos a pie del barrio. La tienda ancla, como se dice, de este centro comercial era un hipermercado. En este local se podía comprar desde una lechuga hasta un refrigerador o una lavadora. En esa época en Chile no existían todavía este tipo de establecimientos comerciales. Con el tiempo iban a llegar. Nuestro país está por donde el diablo perdió el poncho, pero el progreso siempre termina por llegar. Volvimos a casa con algunas compras para el almuerzo. Y unas cuantas botellas de vino y de cerveza. Una existencia sin beber no merece ser vivida. Esta fue mi primera semana en Francia, bastante extraña para mí, en todo caso. Como era la primera vez que cambiaba de hemisferio, además de dormir mal, tenía la impresión de andar caminando sobre huevos. Estrasburgo era muy bonito, con sus canales y una catedral comparable a Notre Dame de París. Por desgracia la vida familiar estaba ritmada por la rivalidad entre dos matriarcas terroríficas. Todos debíamos tomar partido en sus disputas. Yo podía enfrentar a una furia, pero el coraje no me alcanzaba para enfrentar a dos. Me vine a vivir entonces a París. Una ciudad donde no conocía a nadie, por suerte. Cuando se es joven el anonimato es más que bienvenido. Se pueden hacer las peores barrabasadas, nadie se entera de nada. Se puede hacer el más soberano ridículo, nadie se entera de nada tampoco. La capital del Hexágono (nombre familiar de Francia) fue para mí un campo de angustia y de locura, de una relativa felicidad, pero también de la desesperanza más profunda. En esta ciudad terminé de hacerme adulto. ¡En fin eso es lo que creo!
Durante mucho tiempo mis relaciones con la tribu estrasburguesa fueron bastante informales. Incluso después que me case. Un magno acontecimiento que tuvo lugar en la municipalidad del decimoctavo distrito de París. Cuando con Janine (nacida en Ciudad de México y criada en Barcelona, y con una familia dispersa por el mundo entero que coleccionaba los pasaportes) nos aburríamos demasiado en nuestro departamento del extrarradio parisino, les llamábamos por teléfono ¿Podemos ir ahora? La respuesta siempre era positiva. Partíamos alrededor de una hora después en nuestro Renault 4L de factura proletaria. Siempre nos íbamos por la ruta nacional, a fin de no pagar la autopista. El viaje resultaba más largo, pero era más entretenido. ¡Y sobre todo más económico! Janine manejaba porque yo nunca he tenido carnet de conducir. A pesar de que intenté obtenerlo varias veces nunca lo logré. Los inspectores, que controlaban mi nivel de pericia al conducir, estimaron que yo era un peligro ambulante. Con el tiempo las relaciones con mi familia de Estrasburgo fueron perdiendo espontaneidad. Ahora cuando deseo ir de visita fijamos la fecha con dos o tres meses de antelación. Una muerte rompe, momentáneamente, todo el orden establecido. Esta vez toda esta programación se fue al diablo, evidentemente. La muerte de Alejandro fue demasiado brutal. Un accidente del tránsito termino con su vida. El Volkswagen que conducía quedo hecho añicos. Recibí un telefonazo de la tía Carmela como unas dos horas después de acaecido el accidente. Apenas colgué el auricular prendí el ordenador para comprar mis boletos de tren por internet. Pagué la tarifa máxima porque lo hacía a última hora. Después telefoneé a Janine, con el tiempo nuestros caminos en la vida habían bifurcado, pero teníamos buenas relaciones, para decirle que mi primo venía de tener un accidente automovilístico y que había fallecido. Se largó a llorar. Desde el otro lado de la línea, me sentí algo incómodo. Yo nunca la había visto ni escuchado llorar. Me hubiera agradado que lo hubiera hecho antes y por mí… En los funerales de Alejandro en la iglesia no hubo discursos en castellano ni misas criollas. Todo el oficio religioso fue en francés. La homilía del sacerdote fue muy hábil, no me parece inútil decirlo. Al final todos los presentes terminamos llorando. La muerte tiene rituales bien jerarquizados. Llego el momento de aproximarse al ataúd y rociarlo con algunas gotas de agua bendita. La tía Carmela con sus hijos se acercaron primero. Yo me quedé atrás esperando mi turno. Mi espera duró uno o dos segundos porque enseguida la tía Carmela me llamó. En la sala había más familiares, entre ellos la viuda del difunto, pero nosotros fuimos los primeros en hacerlo. Aunque la vida había creado nuevas intimidades y nuevos afectos, nuestra relación era más estrecha y más lejana en el tiempo. Todo el peso de la inmigración lo sentí en ese momento. Me estoy poniendo demasiado grave tal vez. Después del cementerio nos fuimos toda la tribu —hispano y franco hablante porque dos generaciones habían nacido ya en el país— a casa de Agustín junior. En el jardín trasero nos esperaba un bufé frío, (fiambres, quesos y ensaladas) y algunas botellas de alcohol. El muerto al hoyo y el vivo al bollo. La comida, el vino blanco y la cerveza lograron animar el ambiente. Esa mañana me había despertado con un nudo en el estómago y no pude desayunar. Comí y bebí entonces como un ogro. Yo soy un bebedor compulsivo, al parecer. Cuando trajeron el café se me ocurrió pedirle a Agustín junior una copa de schanap. Mi primo tuvo la mala idea de traer la botella y de dejarla encima de la mesa. Me tomé tres copas llenas hasta el borde y casi al hilo. Agregadas a todo el vino blanco, que había bebido antes, termine completamente borracho. Preocupado por el espectáculo que podía dar, había algunas personas que no eran de la familia, Agustín junior se acercó a mí para decirme que no me luciera. Con la lengua un poco enredada le dije que todavía era temprano y que deseaba ir a Kehl. Tienes que llevarme, yo soy el artista de la familia y necesito ver el Rin, insistí varias veces, tratando de articular lo mejor posible mis palabras. Por regla general Agustín junior no me hace mucho caso cuando estoy en ese estado, pero ese día accedió a mi demanda. Debo agradecérselo desde el fondo de mi alma agnóstica. Desde hacía unos días había algo que me angustiaba sobremanera. Ese verano había sido canicular. A causa de la sequía, las capas freáticas no habían podido renovarse completamente. En el sur de Francia había pueblos que se habían visto privados de agua potable. En Europa muchos ríos navegables comenzaban a parecerse al Mapocho, que es un río de montaña. Felizmente, para mí, media hora después, los invitados comenzaron a eclipsarse. En cuanto se fueron todos, y en las mesas quedaron solo las botellas vacías y la vajilla sucia, partimos con Agustín junior en auto. El tiempo pasa y los pueblos alsacianos no parecen cambiar demasiado. Las casas con maderos cruzados son eternas. Una vez en Estrasburgo recorrimos algunos barrios. Los más antiguos conservarán siempre una pátina alemana, pienso. En el barrio administrativo la sombra del canciller Otto von Birsmack parecía no haberse desvanecido todavía por completo. De repente, a causa de todo el alcohol que había ingerido, me quedé dormido y no vi cuando entramos en Kehl. Me di cuenta de ello cuando vi una estación de la línea del tranvía que une a las dos ciudades. Después que Agustín junior estacionó el vehículo cerca de la plaza central, salimos a estirar las piernas un rato. Un ejercicio que, tras el ajetreo y las emociones del día, a ambos nos iba a hacer muy bien. Durante nuestra caminata pude reconocer algunas tiendas. Cuando estaba de visita en la región solía hacer compras. Ropa, alimentos, a veces un aparato electrónico. Esta vez no compramos nada. Ni siquiera un pastelito porque busqué en vano una panadería donde vendieran strudels de manzana. Nos quedamos apenas una media hora en Kehl. El centro de esta ciudad de treinta mil habitantes lo constituyen tres o cuatro calles no demasiado largas, así es que se recorre rápido. Al momento de partir tuve una sensación un poco rara porque no sabía cuándo volvería de nuevo. En unos años más o quizás nunca. Cuando atravesamos el puente, que separa a los dos países, asome bien la cabeza por la ventana para mirar el Rin. Que lucía como en mis recuerdos, repleto de H2O hasta los bordes.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com EL RIN NO SE HA SECADO TODAVIA
Por Georges Aguayo