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FRANZISKA

Por Georges Aguayo



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Alessandro se despierta demasiado temprano. Son apenas las cinco de la mañana y ya no puede dormir más. Después de quedarse un buen rato sin imaginar ni pensar en nada, la mente en blanco, se pone a escuchar un programa de jazz en su radio numérica. Hace muchos años, unos cuarenta para ser más preciso, le encantaba escuchar música clásica. A Mozart, sobre todo. Mas lejos en el tiempo, en el tránsito de la adolescencia, prefería la música metálica. Estas dos formas de hacer música ya no las aprecia en absoluto. Su gusto por la música metálica se diluyo con la edad. Con el tiempo, los individuos cambian ¿no?  El abandono de la música clásica fue más brutal. Mientras viva Mozart le hará pensar en un acontecimiento triste de su vida. Por derivación Chopin, Beethoven, Schubert, Debussy, Smetana y muchos otros le producían el mismo efecto. Las buenas noticias nunca se acompañan con música clásica. Al contrario de las funestas que si lo necesitan. El jazz le parece un buen compromiso entre las dos músicas que amaba, sin embargo. Alessandro ya tiene setenta y cinco años. El monto de su jubilación de funcionario le permite vivir en un departamento bastante amplio y cómodo. A apenas unos diez minutos en tranvía del centro de Frankfurt. En tiempos pretéritos, en buena parte olvidados, tenía una pareja. Ahora vive solo, porque ya no concibe hacerlo de otra manera. A la edad que tiene supone que va a terminar su vida de esta manera. Lo más probable es que, cuando muera, nadie va a estar al lado suyo, para cerrarle los parpados por última vez. Alessandro no tiene descendencia. Alguna vez le toco ser padre, pero esta experiencia no duro mucho tiempo. Su paternidad fue un rayo fugaz, que apenas tuvo el tiempo de existir en el firmamento. Prende la lampara de su velador. Una luz tamizada ilumina el dormitorio. Todas las persianas estaban cerradas. A esa hora no vale la pena que estén abiertas.  Detrás de ellas solo podría ver el negro de la noche. Como de costumbre prende su teléfono móvil. Para leer la prensa del día. Como mucha gente, que conoce, hace un tiempo dejo de comprar la versión papel. Una concesión suplementaria al progreso técnico. La verdad es que lo lamenta un poco. Leer la versión papel de su periódico le obligaba a salir a la calle. E incluso a intercambiar algunas palabras amables con el kiosquero. O con algún vecino tan madrugador como él. También aprovechaba esa salida para ir à la panadería; a comprar pan fresco para el desayuno. Estas dos cosas hace mucho tiempo que había dejado de hacerlas. El quiosco de la esquina ya no existe. Un día vino una grúa y se lo llevó. La panadería ya no abre tan temprano. En Frankfurt el ritmo cotidiano se ha vuelto infernal. Hay que ganar tiempo como se pueda. Mucha gente prefiere comprar el pan en el supermercado y congelarlo. Esa gente ha olvidado el sabor del pan caliente y crujiente, recién salido del horno. Como tiene la boca seca toma un sorbo de agua mineral de la botella que tiene encima del velador. Generalmente, él se entera de las actualidades gracias al diario local. En alemán por supuesto. Como hoy día esta de un humor diferente busca en la pantalla del teléfono una publicación en italiano (Alessandro nació en Nápoles y aunque llegó muy joven a Alemania nunca ha olvidado su lengua de infancia). Un artículo le llama la atención. Aunque siente una cierta resistencia, lee su contenido. Las manos le tiemblan un poco.

A causa de la cordillera de los Andes, que la domina desde lo alto, en Santiago los inviernos son muy fríos. Sus habitantes, sobre todo los que viven en el sector poniente, miran sus picos nevados con una mezcla de odio, pero sobre todo de resignación. Esas montañas siempre iban a estar ahí ¡Por desgracia! En su barrio de la comuna de lo Prado, Eloísa tenía que juntar las monedas, una a una, para poder comprar parafina para la estufa. ¡Porca miseria! Muchas veces no tenían plata ni siguiera para comprar un litro. Circunstancia agravante: su casa no tenía un buen aislamiento. Esa fue una locura más de Eloísa. Durante un buen tiempo con su familia vivió en una mediagua que sus hermanos habían revestido por el interior con poliestireno. El aspecto no era muy presentable, la impresión de pobreza se acentuaba aún más, pero en invierno nunca pasaban frío. Un día Eloísa decreto que estaba harta de vivir en esa mediagua y que ella iba a construirse una nueva casa con materiales sólidos. Para eso ella trabajaba y podía comprarse los ladrillos. Su pareja sentimental de la época, que era albañil, fue levantando los muros uno a uno. Unas superficies que, si todo andaba bien, en unos diez años más, por lo menos, estarían estucadas y pintadas. A causa de este cambio casi nadie venía a visitar a Eloísa. Su casa era demasiado fea, y sobre todo fría en invierno. Después del golpe de estado cerraron muchas industrias y Eloísa perdió su trabajo. A partir de ese momento ella tampoco salía de su casa. Solo iba al centro de Santiago para hacer una compra o un trámite. Lo que era válido para ella también lo era para sus vecinos de la población. Se podría decir que globalmente la comuna de lo Prado era casi una isla. Los únicos que se aventuraban, y casi siempre de noche, eran los militares. Pero eso es ya otra historia.

Y bien un día de verano se apareció (por esa casa fea y a medio terminar) Marianela. Una sobrina de Eloísa que vivía en Alemania. Su llegada, directamente del aeropuerto, no fue ninguna sorpresa. Desde hacía unos meses las dos mujeres se carteaban. Durante este intercambio epistolar habían llegado a un acuerdo de familia. Uno de esos acuerdos de los cuales se prefiere no hablar demasiado. Sobre todo, en presencia de los niños. El taxista depositó sus maletas delante de la puerta de entrada. Ella tenía una guagua en los brazos. Una niña rubia y de piel clara, pero con los ojos medio achinados. Hacía mucho tiempo que las dos mujeres no se veían personalmente. Marianela era hija de Josefa. La primogénita de la fratría, que se había casado a los catorce años, a fin de no verse sometida a la autoridad de su padrastro. Es decir, el padre de Eloísa. Entre tía y sobrina siempre había existido, por lo tanto, una cierta distancia, tanto geográfica como afectiva. Eso importaba bien poco ahora, puesto que habían llegado a un acuerdo. Marianela venía al país por unas pocas semanas. Su hija Franziska, la guagua que portaba en los brazos, no debía volver a Alemania con ella. No se sentía con suficientes fuerzas, como para criar una niña con sindroma de Down. Ella era enfermera y con su trabajo en el hospital ya tenía suficiente. En esa casa fea y a medio terminar, donde ponía los pies por primera vez, todo parecía sucio y mal hecho. Después de saludar a esos parientes pobres que tenía, arrisco un poco la nariz, antes de instalarse con sus maletas en la pieza que estos le designaron. Como no había dormido mucho durante el vuelo, se tendió en la cama, de una limpieza dudosa, cerro ojos y dormito un poco. Eloísa se ocupaba ya de Franziska. Ese iba a ser su trabajo durante un tiempo indeterminado.

Al día siguiente tuvo que levantarse temprano porque Franziska tenía hambre. Aunque le costó un poco orientarse, en medio de todos los trastos viejos que había en la cocina, logro hervir agua para esterilizar la mamadera, y preparársela. Ella todavía era la madre y sabía hacerlo por supuesto. De hecho, eso fue lo que siempre hizo, casi desde su nacimiento. A sus colegas del hospital les extraño bastante, porque, aunque tenía leche en los pechos no quiso amamantarla. Ni el primer día ni nunca. Después que terminó de darle su mamadera Franziska se quedó dormida de nuevo. Por suerte, así pudo prender la radio portátil que había traído de Alemania. Con el volumen bajo para no despertar al resto de la familia. Radio Colo -Colo trasmitía un programa de rancheras. Cuando era chica, y vivía con sus padres en Talca, las escuchaba a menudo. A los campesinos, al mando de su padre administrador del fundo, les encantaban las rancheras. Francamente, y que Dios la perdone por decir semejante afrenta, ella detestaba a Jorge Negrete. No solamente su voz, que muchas personas adoraban, sino toda su persona. En cuanto reconoció Jalisco no te rajes, movió el dial. Sintonizo Radio Carolina, una emisora concebida para un público con gustos menos populares, al parecer. Estaba escuchando una canción de Tom Jones, cuando de repente miro su reloj pulsera. Ya eran casi las nueve de la mañana. Tenía que levantarse luego porque tenía que partir al barrio alto. Ese día iba a visitar una institución de beneficencia cuya dirección tenía anotada en su libreta. Ya había tenido algunos contactos telefónicos con ellos. No tenía cita, pero podía ir a verlos, sin ningún problema, le habían dicho por teléfono. El objetivo de esa visita era de una importancia vital para Marianela. Otra guagua, debía ocupar el lugar de Franziska. En casa de Eloísa no había ducha. Tuvo que lavarse el cuerpo por partes. En fin, después que termino de lavarse y vestirse como pudo, tomo un desayuno que le pareció bien escuálido, afuera iba a tomar otro más contundente, y partió de esa casa. Eloísa tenía los ojos medio cerrados cuando le puso a Franziska en sus brazos.

Tal como le habían dicho en Alemania, los trámites, que debía hacer para adoptar, no resultaron complicados. En la oficina del barrio alto, donde fue, solo tuvo que mostrar sus papeles de residencia alemanes y una prueba de que tenía un empleo.  Los papeles para la adopción ya estaban prácticamente listos Solo faltaba poner su nombre y su firma. Y el nombre de la guagua, evidentemente. A una centena de kilómetros de la capital, esta institución de beneficencia tenía una guardería. Cuando fue su turno de ir una empleada de la institución la llevó en auto. Esta guardería funcionaba en el campo, en una antigua casa patronal. Para llegar tuvieron que recorrer una alameda larguísima. Por un camino de tierra lleno de baches. ¡Ya era hora! Durante todo el trayecto la conductora apenas si pronunció dos o tres palabras. Marianela fumaba. Cuando le preguntó, si podía prender un cigarrillo, asintió con la cabeza y le indicó con un dedo la ventana. Traducción de sus gestos de mujer maleducada: podía fumar, pero tenía que abrir la ventana A diferencia de esta mujer, los empleados de la guardería fueron muy amables con ella. Marianela trabajaba en un hospital, su primer reflejo fue pedir el expediente médico. Ella quería una cría sana y sin ningún problema físico o mental. La futura Ute, la quedo mirando fijo. En su cabecita de niña a lo mejor adivinaba que algo importante pasaba y que ella era la principal afectada. Marianela se quedó dos horas en la guardería. El tiempo de sentarse un rato en el porche de la casa, con su nueva hija en los brazos, y de firmar los papeles de la adopción. Que la misma institución iba a legalizar.

Después de todo esto, Marianela se fue a pasar unos días con la pequeña Ute a Pucón. En esa ciudad-balneario tenía una amiga de infancia que era dueña de una hostería. Un establecimiento muy bien ubicado, con una excelente vista al lago. Aunque tenía que ocuparse de Ute esta pausa le hizo bien. Necesitaba acumular fuerzas imperativamente. A su regreso a Alemania tenía que enfrentar a Alessandro. No estaba segura que ese napolitano, con el cual vivía, aceptara el cambio de guagua. Ya de vuelta en Santiago prefirió irse con Ute a un hotel. En este hotel alojaban las parejas que iban a Chile para adoptar niños. Y de allí directamente al aeropuerto. Una nueva vida iba a comenzar para ella. La pesadilla de haber parido un ser humano defectuoso estaba terminada.  Todo su amor de madre iba a depositarlo en Ute. Que se merecía, seguramente, el futuro que ella iba a darle.

Para Franziska comenzó una vida que consistió sobre todo en carencias. Marianela enviaba todos los meses una suma de dinero que debía cubrir el sueldo de Eloísa, su alimentación, vestuario, remedios e inclusive una eventual consulta médica. Solo que la familia de Eloísa tenía muchas necesidades. El dinero destinado a Franziska partía en locomoción, electricidad, agua, remedios para la abuela Rosalinda que tenía el mal gusto de estar todavía viva. Circunstancias agravantes: su tía abuela Eloísa era una mujer con tendencias maniaco-depresivas. Embrutecida por las pastillas, que se procuraba ilícitamente, la mayor parte del tiempo se lo pasaba en el limbo. Seis meses alcanzo a sobrevivir Franziska en esas condiciones. En invierno esa casa era un congelador. Un día se resfrió, de resfrío la enfermedad evoluciono en una bronconeumonía fatal. Sus ojos de niña con sindroma de Down imploraron atención médica en vano. Un médico del hospital vino a verla únicamente para establecer el certificado de defunción. Los vecinos de la población hicieron una colecta para pagar sus funerales. Como de costumbre, Eloísa no tenía un cobre en los bolsillos.

Alessandro termina de leer el diario italiano. Ya son las siete de la mañana. La hora que acostumbra levantarse de la cama. Esta vez espera unos veinte minutos antes de hacerlo. Una vez en la sala de baño se recorta un poco la barba con unas tijeras de peluquero. Su barba bien castaña, no obstante, su edad, le permitía disimular el paso de los años. Cuando aún vivía con ella, Marianela siempre le decía que tenía un lado demasiado narcisista. Una crítica que viniendo de ella le parecía francamente insoportable. Sobre todo, después de su maldito viaje a Chile. ¿A propósito qué será de ella?  Las últimas noticias que tuvo es que vivía con Ute en un pueblo de Baviera. Muy cerca de la frontera con Austria. No puede decir que les echa de menos. Ni a ella ni a su hija adoptiva. Las dos son el símbolo viviente de algo que le fue arrebatado. Defectuoso, pero suyo.

 


 



 

 

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