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CONFLICTO GENERACIONAL
Georges Aguayo
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La verdad es que no estoy descontento con mi “suerte”. Dada la situación que vivimos en el país no puedo decirlo en voz alta porque podría resultar herético. Socialmente arriesgado, inclusive, porque de golpe y porrazo podría perder a todos mis amigos. Para que mi actitud pueda entenderse debo explicar lo que fue mi vida con Loreto, y sobre todo lo que ha sido mi vida después que me separe de ella. Retrocedo unos cuantos años en el tiempo.
Durante la Unidad Popular, yo, Francisco Barrientos Ramírez, nacido en la Joya del Pacifico, es decir en Valparaíso, apoyaba al gobierno del presidente Salvador Allende. En este mundo perverso y cruel cada individuo tiene que vivir su propio calvario personal. Mi militancia política me planteaba multiples problemas a nivel familiar. Loreto estaba en desacuerdo con mis ideas políticas y me lo decía en todos los tonos imaginables. Ella era una mujer de ideas conservadoras. Que yo sepa no era militante del partido Nacional, pero estoy seguro que en las elecciones presidenciales había votado por Jorge Alessandri.
Para un porcentaje significativo de la población este larguirucho país el 11 de septiembre de 1973 fue una enorme tragedia. Evidentemente este fue también mi caso. Solo que junto a esta enorme tragedia colectiva yo estaba viviendo un enorme drama íntimo. El lunes 10 Loreto me abandono, para irse a vivir al sur con el tipo que me había reemplazado en su corazón de escarcha. Sin tomar para nada en cuenta mis prerrogativas patriarcales, además de sus maletas, también se llevó a nuestra hija Roxana. Como puede verse ese mes de septiembre fue durísimo para mí. En dos días dejaba de ejercer tres funciones al mismo tiempo. (Esposo, padre y militante político). Mis problemas personales no podían hacerme olvidar las urgencias de ese momento. Destruir todos los libros de la editorial Quimantú que había comprado con la loable intención de leerlos algún día. Los discos del sello Dicap que tenía en la casa debían correr también la misma suerte. Una vez terminada esta “limpieza” de orden cultural, debía hacer esfuerzos a nivel de mi presentación personal. Cortarme el pelo y la barba y comenzar a usar terno y corbata. Mis pantalones pata de elefante y mis camisas floreadas debían irse al tacho de la basura.
Nueve meses después de esta mega catástrofe nacional (y personal) pude establecer de nuevo contacto con el partido. Mejor dicho ellos establecieron contacto conmigo. A partir de ese día me transforme en militante clandestino. Transcurrieron algunos años. Pese al estado de inseguridad en que vivía (me estoy poniendo trágico) podría decir que fui feliz. Loreto y nuestra hija Roxana seguían viviendo en el sur. Desligado de mis obligaciones familiares podía hacer lo que me daba la gana. Cierto por un lado estaban mis obligaciones políticas: citas, reuniones, acciones de propaganda, pero por otro lado también estaba los placeres de mi vida privada. Yo nunca he tenido la intención de transformarme en un monje revolucionario. Los fines de semana con amigos (que no eran militantes clandestinos) organizábamos fiestas que empezaban a las once de la noche. Para terminarse a las seis de la mañana con el fin del toque de queda. Guardianes de los valores hippies de los años sesenta y principios de los setenta, en nuestro grupo la libertad sentimental por no decir sexual era total. En nuestras fiestas nunca faltaba ni la marihuana ni el alcohol. En mi caso el único pecado que me permitía era el de la concupiscencia. A causa de mis responsabilidades militantes yo no podía beber alcohol ni drogarme.
Por desgracia nada es eterno en esta vida. Un buen día este equilibrio, que me convenía muy bien, se fue al carajo. Loreto me llamo por teléfono para pedirme, mejor dicho exigirme, que me hiciera cargo de Roxanita. Yo trate de convencerla que no podía asumir esta responsabilidad, pero no hubo caso. Loreto ya no soportaba a su hija. A causa de ella vivía una crisis de nervios permanente. “Llévatela o sino voy a terminar acriminándome con ella”, me dijo, en otra llamada telefónica, dramatizando al máximo la situación. Tuve que ir en consecuencia a Linares a buscar el fruto de nuestro fenecido amor. Desde el primer el peso de mis responsabilidades paternales me resulto agobiador. Loreto “renuncio” a sus deberes maternales durante el mes de agosto. Encontrarle un colegio que la aceptara a esas alturas del año no fue fácil. Su libreta de notas dejaba mucho que desear. Sobre todo en conducta. Yo no soy de naturaleza autoritaria. Con Roxana tuve que esforzarme en serlo. Sin conseguirlo completamente, debo admitirlo. Mi hijita querida tenía una lengua de serpiente. No obstante todos los años que habíamos vivido separados, sabía muy bien cuales eran mis puntos flacos. Demisión ideológica en toda la línea de mi parte: empecé a lamentar mis ideas liberales respecto la educación de los hijos. A meditar en la pertinencia de los castigos corporales. En una ferretería de la plaza Echaurren vendían chicotes para callado… Nunca me atreví a pasar a la acción, sin embargo. De hacerlo su madre se habría enterado enseguida. En mi entorno social esto hubiera sido muy mal visto. Lo único que podía hacer era maldecir, en mi fuero interno, mi debilidad de carácter. A Loreto debería haberle dicho que no. Punto final. Rarezas de la adolescencia: Roxana era vegetariana, de un estilo intolerante por añadidura. Para comerme un bistec en paz tenía que esperar a que ella no estuviera en la casa.
Obligándome a ocuparme de nuestra hija, Loreto no reflexiono en todo. Ciertas cosas una hija puede conversarlas solo con su madre. Enfrentado a una situación, que hubiera preferido evitar, opte por dejar que Roxana pololeara como le diera la gana, con quien le diera la gana. No intente intervenir en este asunto porque sabía que era una batalla perdida de antemano. Como dos precauciones valen más que una, yo me encargaba todos los meses, de ir a la farmacia a comprarle las pastillas anticonceptivas. Roxana siempre tenía a su pololo metido en la casa. Sobre todo cuando yo no estaba en los parajes. Respecto a esta delicada cuestión, Loreto, que como yo no deseaba en absoluto ser abuela antes de tiempo, siempre me estaba pidiendo que le rindiera cuentas. Yo arreglaba mis informes como mejor podía.
A causa de la presencia de Roxanita en mis penates tuve que ponerle término a mis fiestas de los fines semana. Tuve que adoptar, igualmente, una conducta monógama en materia sentimental. No podía dar el mal ejemplo, haciendo desfilar en la casa a mis compañeras del momento. Verónica, una profesora de inglés paso a ser mi compañera oficial. Entre Roxana y ella las relaciones eran excelentes. Mi hija era una chica muy interesada. Verónica le ayudaba a hacer sus tareas de inglés.
Respecto a mi militancia, la presencia de Roxana me planteaba problemas de seguridad suplementarios. Todo mi material clandestino tenía que manejarlo con llave. Esta niñita siempre andaba hurgando en mis cajones. A causa de ella en varias ocasiones llegue tarde a mis citas con los compañeros. (El director de su colegio me había convocado por su mala conducta) Mi último retraso, cerca del mercado Cardonal, me resultó fatal porque me estaba esperando el CNI. Mi organización no efectuaba acciones armadas. Estos desgraciados me sacaron la mugre "moderadamente". No me voy a detener demasiado en este asunto. Este hecho ya forma parte de mi pasado. Hoy día mi universo se reduce a los cuatros muros de esta célula de la cárcel de Valparaíso. Mi futuro inmediato se presenta sin sorpresas. Voy a estar preso una puntada de años. A cualquier persona esta eventualidad le angustiaría un montón. Este no es mi caso. Pese a los hematomas que todavía tengo en el cuerpo, yo veo la vida con mucho optimismo. Por fin pude librarme de la presencia de la pesada de mi hija.
Georges Aguayo, escritor chileno (Ril editores) residente en Francia