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EL SUR

Georges Aguayo



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Por sus paisajes, la mayoría de los chilenos adoran la región de los Lagos. Yo no comparto forzosamente esta predilección. Pero como en esta vida no siempre se puede hacer (o no hacer) lo que se quiere, hace un tiempo atrás estuve de visita en Valdivia.  Un largo periplo para mí. Trece horas de vuelo directo entre París y Santiago, para empezar. Una vez en la capital, como estaba harto del avión, no quise tomar un vuelo interior. El viaje desde Francia me había agotado, pero aun así el bus me pareció un mal menor. Algo que lamenté un tanto cuando me llegó el momento de partir al sur. En el rodoviario todo me pareció desordenado, por no decir caótico. La distribución de los andenes, los paneles electrónicos, las ventas de pasajes, todo, absolutamente todo. Sin embargo, debo ser honesto y aclarar que aparte del efecto del cambio de hora, que todavía estaba sufriendo, también sufro de claustrofobia y en cierta medida también de oclofobia. Dos manías, muy ligadas al parecer, que ningún terapeuta ha logrado curar, que me complican bastante la existencia. Este viaje en bus desde Santiago fue nocturno. Otro motivo de ansiedad para mí. Eran demasiadas horas de viaje ¡El chofer podía quedarse dormido…! Antes de partir, una conversación que tuve con algunos familiares, en Santiago, no contribuyó para nada a tranquilizarme. Según ellos en la carretera sur los accidentes mortales eran cosa de todos los días. A causa de ellos, las dos pastillas de valeriana que me tome, para quedarme dormido, no me hicieron ningún efecto. Bueno, mi problema principal fue que en el bus viajaba también una guagua de pocos meses. Esta cría estuvo llorando un tiempo que a mí me pareció una eternidad. Probablemente, le estaba saliendo su primer diente de leche. No obstante, mi creciente malhumor, no me atreví a reclamar por el ruido. De hacerlo me habría acarreado la hostilidad de todos los pasajeros del bus. Un hombrón como yo quejándose porque una guagua que llora ¡Dónde se ha visto!  Intenté aislarme de ese ruido infernal escuchando música por mi Smartphone. Con pocos resultados positivos porque los llantos de la cría seguían perforando mis tímpanos. Pero esta no fue la única incomodidad que tuve que soportar en este viaje. Como a las tres de la mañana comencé a sentir un hambre bárbara. A causa del ajetreo de la partida no había tenido tiempo de cenar. Yo por lo general lo hago a las siete de la tarde. Los chilenos que vivimos en el extranjero cuando volvemos al país a menudo tenemos problemas digestivos. Una vez en el rodoviario, no había comprado nada para comer. Ni las empanadas y las sopaipillas que vendían a la entrada del edificio. Ni los sándwiches y bebidas que vendían en el comercio establecido. Tampoco compré nada en las tiendas de golosinas que había en el   primer piso. ¡Qué idiota soy! Podría haberme comprado una barra de chocolate o un paquete de galletas (Tritón de preferencia). Esa noche maldita los dioses no me habían abandonado por completo ¡Por suerte! En Santiago, antes de partir, una tía me había dado una botella de agua mineral. De sed por lo menos no me morí. Mi bus llego a Valdivia alrededor de las nueve de la mañana. El autor de mis días me esperaba en el andén.  Esto fue lo primero que vi cuando el vehículo se estacionó. Lo observé desde mi ventanilla. No llevaba corbata, pero estaba muy bien vestido. No me extrañó verlo tan acicalado. Siempre había sido muy cuidadoso con su aspecto personal. Trate de contener una pequeña   emoción que comenzaba a aflorar en mí. Hacía más de veinte y cinco años que le había perdido de vista. El hombre de edad mediana y de aspecto imponente, que yo recordaba, estaba convertido en un anciano (pequeño de estatura y con las orejas más grandes…). Nos saludamos con un abrazo.  El primero que nos dábamos en nuestras largas vidas. Desde hacía algunos años manteníamos un contacto epistolar. De vez en cuando yo le llamaba por teléfono. Mi venida a Valdivia coronaba nuestro proceso de reconciliación. El curso de la vida (y de la muerte) no se detiene nunca. Durante nuestra separación él había tenido tiempo de formar otra familia. Yo tenía dos hermanos con la edad de ser mis hijos. Una situación algo inconfortable para mí. Encontrar el tono justo para poder comunicar con ellos no iba a ser fácil. La casa donde vivía mi padre, con su nueva familia, estaba ubicada en la periferia de Valdivia, casi en el campo. Para ir hasta allá tomamos un taxi. Como el autor de mis días no hablaba mucho me fui observando la ciudad. Pienso que la avenida Ramon Picarte merecería estar inscrita en el libro Guinness de los récords ¡Por lo larga que es! Pienso que el trayecto debió haber durado más de media hora. La callejuela que conducía a su casa era de tierra.  Una construcción de madera, como muchas otras casas y edificios de la ciudad. Su esposa nos estaba esperando en el living. No me cayó muy simpática esta mujer (a veces yo puedo ser muy mala leche…) Debo aclarar que, por regla general, incluida mi madre, yo nunca he apreciado demasiado a las mujeres de mi padre. Terminadas las formalidades de la presentación, nos sentamos en la mesa del comedor a tomar desayuno. A causa del hambre que tenía, mi estómago no puso reparos y devoré todos los alimentos que me pusieron encima de la mesa. Todavía era temprano. A esa hora los dos medios hermanos, que el destino me había deparado, estaban en la casa. Al poco rato vinieron a saludarme. La actitud de mi nueva familia me pareció correcta pero cargada de una cierta hostilidad. Lamenté en el acto no haberme ido a un hotel. Un sentimentalismo algo tonto de mi parte, seguramente. Me dije que mi padre podría haberlo tomado mal. El autor de mis días tenía casi ochenta años. Ese viaje a Chile representaba para mí un gasto considerable (mi exesposa me decía a menudo que soy un tacaño) Si deseaba sacarles el máximo provecho a mis vacaciones, y evitar que estas se transformasen en un infierno, debía imaginar una estrategia de sobrevivencia. Describo, por lo tanto, la rutina que adopté a partir del día siguiente. A las siete y media de la mañana me levantaba de la cama. Un momento de calma excepcional en esa casa porque la televisión ni la radio estaban prendidas. Después desayunaba a solas con mi padre en la mesa de la cocina. Durante estos tetes à tetes conversábamos solo de banalidades.  Los grandes temas como la política, la religión, y sobre todo nuestra pasada vida familiar, estaban excluidos terminantemente. En realidad, casi no nos hablábamos. Comunicábamos por silencios. La forma más potente de comunicar, probablemente. Después que terminaba de tomar desayuno me iba a recorrer la ciudad.  A menudo volvía por la tarde. A tiempo para tomar once.  Un ritual de la vida familiar chilena que me vi obligado a adoptar de nuevo. El mercado de Valdivia está situado frente al río Calle-Calle. Un día entré a comprar artículos mapuches. En Francia se puede encontrar artesanías andinas. No así la artesanía del sur de Chile. Después, de comprarle un bolso a mi hija Tatiana, me fui a matar el tiempo a un salón de té que había en la esquina del frente. Un ambiente que me agrado mucho por sus muebles de madera (los de las fuentes de soda son horribles), sus tapices y una tranquilidad muy difícil de encontrar en los espacios públicos chilenos. Como en casi todas las ciudades del territorio nacional, herencia del periodo colonial, en Valdivia había una plaza central. Al cabo de una media hora, el tiempo de tomarme calmadamente una taza de café expreso, me fui  a esta plaza. Tenía la intención de leer un buen rato al aire libre. Aunque estábamos en invierno había sol y la temperatura era agradable. Desgraciadamente, a los pocos minutos de haberme instalado, en un banco de madera, vino un grupo de rock a meter ruido. Este mini concierto, si puedo llamarlo así, no duró mucho rato, por suerte se fueron luego. No puedo calificar de música sus estridencias. En materia de música rock yo no soy un analfabeto completo y puedo dar una opinión. ¡En mí ya lejana juventud fui un admirador de los Led Zeppelin y de Pink Floyd! El “vacío” que dejaron estos aprendices de rockeros fue llenado, casi de inmediato, por una campaña de publicidad. Unas señoritas, buenas mozas y en minifalda, comenzaron a ofrecerles seguros para el auto a los transeúntes. Como música de fondo pusieron unas cumbias de los años setenta ¡Nunca pensé que un día llegaría a odiar a la Sonora Palacios ¡En búsqueda de ese silencio, tan difícil de obtener en nuestro país, me fui a meter a un mall! Un pasatiempo para la gente desocupada. En este deambulaban muchos jóvenes. A esa hora deberían estar estudiando o trabajando, pero ahí estaban, como yo, vagando…. Pasado mediodía las cosas se fueron, por suerte, arreglando un tanto para mí. Ese día almorcé en un pequeño restaurant, en un pasaje no muy lejos de la plaza central. El lado agradable, aparte la ausencia de ruido y su excelente comida, es que tenía una terraza bien asoleada, En el curso de esta estadía fui varias veces a Corral. Para ir tenía que tomar un barco. Claustrofobia obliga, en lugar de irme en la cabina, prefería el viento frío de la cubierta. ¿Qué podía hace en Corral? Pasearme por las calles del pueblo y sacar fotos con mi Smartphone. Quedarme sentado frente al río con la mirada ausente (comer pejerreyes fritos y mariscos …). Diez días de estadíaera demasiado tiempo para mí. Una mañana me desperté de pésimo humor. Al diablo las obligaciones familiares, me dije mientras me anudaba los cordones de los zapatos. Ese día yo desayunaba solo en el centro. Sólo que al momento de traspasar la cerca de la casa se me ocurrió mirar hacia atrás. Mi padre me estaba observando desde una ventana con aire de interrogación. ¡Cambio de programa! Le hice un gesto con la mano derecha para indicarle que volvía al instante. En la ruta principal   había un almacén que a esa hora ya estaba abierto. Fui a comprarme un paquete de cigarrillos, por la parte del vicio. Unos yogures y unas botellas de agua mineral, por la parte más saludable y práctica.  Cuando volví mi padre me estaba esperando en la cocina. La tetera ya estaba hirviendo para el desayuno.

¿Para dónde ibas?  -Me preguntó mi padre.

Mi excusa del almacén no era convincente. Para ir no necesitaba el paraguas. Tampoco ponerme mi parka. ¿Todo ese equipo para caminar doscientos metros?  Y, sobre todo, porque no estaba lloviendo. Como mi respuesta no fue muy clara, mi lengua anduvo enredándose en la boca, mi padre no insistió. Me sentí podrido por la situación. Tenía la impresión de que delante de él, yo nunca saldría de la infancia. Por suerte esta pequeña escena se desarrolló sin testigos. Digo esto porque a los pocos minutos se apareció por la cocina su señora esposa. El ambiente se animó un poco con su presencia. Al cabo de unos minutos la conversación giró en torno de la educación universitaria de mis dos hermanos chicos, que estudiaban en un establecimiento privado. Un tema que me desagradaba en extremo. A ese nivel mi padre se había comportado conmigo, y con mi hermano Patricio, como un perfecto irresponsable. En el curso de esta misma conversación, le conté a la esposa de mi padre que por mi lado materno yo tengo dos medias hermanas. Entonces la Javiera te va a importar un bledo, me dijo con aire de sorpresa. En Chile siempre se va a buscar atenuantes, si se tiene algo desagradable que decirle a alguien. Yo he vivido la mayor parte de mi existencia en el extranjero Mi respuesta fue simple y directa: a estas dos medias hermanas yo las conozco desde pequeño. Con Javiera es una relación que tiene que construirse. Nada de juramentos de fidelidad filial. Caminante no hay camino. Se hace camino al andar, dice una canción de Joan Manuel Serrat.  Al día siguiente tuve un pequeño encontrón con mi padre. El motivo tenía una importancia relativa, pero no pude decir nada que pudiese contrariarle. Conociéndole, sabía que si lo hacía la ruptura era inmediata. Como a mi edad ya no soporto autocensurarme, el aire de esa casa se volvió de repente para mi irrespirable. Por esta razón, en lugar de pelearme con él, y esta vez hasta el día del Juicio Final, me fui a Puerto Saavedra. - este pequeño viaje no tenía nada anodino, en realidad, mi familia paterna es originaria de esta región -. Todavía no eran las nueve de la mañana.  En el paradero la micro se demoró como media en pasar. Por suerte tengo una buena parka porque hacia harto frio. En el rodoviario tuve más suerte. El primer bus que iba a Temuco partía en quince minutos. Como había   muy poca gente tuve tiempo de sobra para comprar mi pasaje. El viaje debe haber durado unas tres horas. No puede describir el trayecto porque durante todo ese lapso de tiempo me fui durmiendo. Encontré que el rodoviario de Temuco se parecía mucho al de Valdivia. Por su construcción de madera y su pulcritud. La atención al público no me pareció excelente, sin embargo. En informaciones nadie se dignó a responderme, cuando pregunté dónde debía tomar el bus para ir a Puerto Saavedra. Por suerte me oyó un pasajero, que me dio las informaciones que necesitaba. Para ir a ese pueblo, tenía que ir a un terminal de buses rural, cerca del mercado principal. La distancia no era muy larga. Apenas unos cinco minutos a pie. Como la noche anterior había tomado unas copas, antes de partir de nuevo, me di el tiempo de degustar en este mercado un curanto bien picante. El mejor remedio contra la resaca. Hay diarios chilenos que afirman que la Araucanía, el Walmapu de los mapuches, es una de las regiones más pobres del país. A mí los pueblos, que contemplaba por la ventanilla, no me parecían en absoluto miserables. La luminosidad de este paisaje me recordaba algunas pinturas flamencas del siglo XVI. Carahue fue el último pueblo donde ese bus rural hizo una parada, antes que llegásemos a destino. En una de las salidas estaban expuestas unas máquinas agrícolas, que funcionaban a vapor pienso, viejas de casi un siglo. Según mi familia santiaguina estas máquinas habrían sido propiedad de mi familia sureña. Un dato a verificar, seguramente. Las tribus muchas veces necesitan de mitos para poder sobrevivir.  Ese día todo era muy extraño para mí, en todo caso. Llegar a Puerto Saavedra, un pueblo donde no conocía a nadie, pero donde estaba aparentado con muchos de sus habitantes, tenía algo de novela surrealista. ¿Cuál será el gentilicio de las personas de este pueblo? Me cuesta imaginarme uno. Los mapuches deben tener uno en su idioma. Estaba sentado en una piedra, sin saber muy bien lo que iba a hacer, cuando de repente se detuvo un furgón, de esos que en Chile utilizan para transportar a escolares. Fui a preguntarle al chofer si estaba disponible para una carrera. Por supuesto que lo estaba. Cuando el chofer me preguntó dónde deseaba ir, sin dudarlo un instante le respondí: al cementerio. Este camposanto (que palabrita) estaba situado en lo alto de una colina. Desde allí los muertos debían contemplar todo lo que sucedía en el pueblo… Gracias al empleado, que me acompañó durante todo mi recorrido, pude ver las tumbas de todas las personas que portaban mi apellido “ilustre”. También las de unos Laurie (el apellido materno de mi abuelo) y las de unos Vergara (el apellido del Choique; el padrastro que le quito sus tierras, cuenta otra leyenda familiar). Este pueblo fue fundado a fines del siglo XIX. Mi abuelo Patricio nació en el año 1898, creo. Después que termino su servicio militar, en la marina, no volvió a vivir en él. Sin entrar en la problemática de la apropiación de las tierras mapuches ¿puedo afirmar que mis verdaderas raíces están en ese pueblo? Pienso que no.  (por el lado materno el desastre es todavía mayor, pero ahí se trata de campesinos pobres oriundos de la zona central). Yo soy de naturaleza apurona. Esta visita a mis ancestros duró solo media hora. El cementerio no era muy grande por lo demás. La etapa siguiente fue un paseo por el lago Budi. Después que me cansé de recorrer la comarca, como consideré que se había hecho tarde, decidí no volver ese día a Valdivia. Cerca de la playa había unas cabañas. Arrendé una para pasar la noche ¡Por fin algo de tranquilidad! Pequeña constatación, que puede hacer durante este viaje: mezcla de francés, español y mapuche, mi aspecto físico es muy sureño. De aquí y de ninguna parte, en suma. ¿Qué enredo no?

POST SCRIPTUM. Mi padre ya no es de este mundo. Siguiendo una moda, que se instauró en mi familia hace unos años, sus cenizas reposan en la bahía de Valparaíso. La ciudad donde yo nací. 


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Imagen superior: Río Valdivia, por Antonio Quintana


 



 

 

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