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EUTANASIA

Por Georges Aguayo



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Desde hacía un año y medio un virus, versión actualizada del “peligro amarillo”, nos había obligado a renunciar a nuestra forma de vida, pública o privada, que llevábamos habitualmente. Todo el mundo había tenido que encerrarse en su casa, su departamento, su pieza, o su cuchitril. Cuando miraba en la televisión el noticiario de las 20 horas me daba una impresión rarísima ver las calles de París. Los barrios turísticos parecían cementerios. La ciudad luz se había transformado en una ciudad fantasmal. En Argenteuil, la ciudad donde yo vivo, la situación era idéntica. Las calles estaban desiertas, prácticamente vacías de vida. Las raras veces que iba al centro de la ciudad, para ir tenía que imprimir y firmar una declaración, en el camino me cruzaba con unos pocos zombis enmascarados. ¿Qué hacer entonces de su vida cuando se tiene mucho tiempo libre y todas las actividades exteriores estaban prohibidas? Para mí la solución no era muy difícil. Me lo pasaba leyendo o escribiendo. O cuando el trabajo en el computador me agotaba el sistema nervioso, haciendo gimnasia con los aparatos que tengo en casa. Desde una de mis ventanas contemplaba una higuera que había al frente de mi edificio. A diferencia de sus lejanos ancestros mediterráneos, esta higuera daba frutos solo al final del verano. Situada en un espacio abierto, los habitantes del edificio, pero también los vecinos de los alrededores, recogían los higos maduros. Durante el primer verano de la peste nadie los arrancó de las ramas. La fruta se pudrió en el árbol o se la comieron los pájaros. El hombre es en principio un ser sociable. Cuando necesitaba escuchar una voz humana, en directo y no por teléfono, me iba a golpear la puerta de un vecino para cerciorarme que todavía estaba vivo. Mi frase siempre era la misma. ¿Cómo estás, necesitas algo? Nunca me abría la puerta por supuesto. Me respondía con dos o tres palabras y hasta la próxima vez. De vez en cuando él también hacia lo mismo. Venía a cerciorarse que yo todavía no había exhalado mi último suspiro. Durante este primer año de la peste pudimos vivir, gracias tal vez a la divina providencia, algunos momentos de libertad relativa. El gobierno aflojaba las medidas de “distanciamiento social” y podíamos recuperar nuestra energía vital gracias al contacto con los otros seres de nuestra especie. Desgraciadamente nunca lográbamos salir del túnel por completo. El maldito virus se reforzaba con nuevas variantes, más contagiosas y letales. Teníamos que encerrarnos de nuevo a cada vez. La otra alternativa era morir asfixiado. En fin, de alguna manera, muchos   estaban ya muriendo de muerte lenta. Cuando hablaba por teléfono el tono de voz de mis interlocutores era cada vez más desesperado. En el país el índice de suicidios había aumentado mucho. (el de las violencias domésticas, también). Durante este primer año de la peste fue, por supuesto, imposible celebrar en familia las fiestas de Navidad y de Año nuevo. Sacarse la mascarilla, abrazase, besarse en la mejilla o en la boca, tocarse en el brazo podía resultar mortal. La sociedad retenía su aliento para no caer en el abismo.

En la región parisina yo tenía, todavía, unas relaciones de familia que remontaban a mi niñez. En la ciudad de Saint Denis vivía una tía en segundo grado con la cual, no obstante, todas las vicisitudes de la existencia, nunca había perdido el contacto. Sobrevivencia de un tipo de familia que ya no existía en ninguna parte, pienso, la tía Alejandrina era una matriarca que vivía rodeada de todos sus hijos y nietos y hasta de algunos bisnietos. Como ese ambiente tribal me agradaba cada cierto tiempo iba a visitarla. No iba muy seguido porque no me resultaba fácil ir a su casa. Para ir tenía que tomar el tren, el metro y por último el tranvía. Mentiría si dijera que estas visitas eran en un solo sentido. Sus hijos, mis primos en segundo grado, venían de vez en cuando a visitarme a Argenteuil. Para ellos era más fácil hacerlo porque venían en auto. El trayecto por la autopista duraba apenas una media hora. Curiosamente no nos llamábamos casi nunca por teléfono. Nuestros contactos eran casi siempre de cuerpo presente. A causa de la peste tuvimos que adoptar una nueva costumbre: la de comunicar por teléfono. Nunca intente aprovechar los momentos de libertad relativa, que nos acordaba el gobierno, para ir a visitarlos. Estos parientes en segundo grado tenían un miedo pánico a que yo los contagiara. Durante mi trayecto en los transportes públicos podía atrapar todos los virus, habidos y por haber, que circulaba en la región parisina. Cela étant dit a la llegada del otoño del primer año de la peste.  Con la ayuda financiera de los gobiernos, y la investigación científica (publica en su mayor parte) ya existente, algunos laboratorios farmacéuticos habían logrado desarrollar vacunas en contra del maldito virus. Gracias a estas vacunas, y a las restricciones sanitarias, que felizmente comenzaban a surtir efecto, la vida prometía retomar su curso normal, por lo menos aquí en Europa. Y bien el otoño era el periodo en que la   tía Alejandrina, mi tía en segundo grado, elegía para partir a ese país de extraña geografía que es Chile. En abril, mayo, con la llegada del frío austral se retornaba a su departamento de Saint Denis. Desgraciadamente, y no obstante todas las buenas expectativas que ofrecían esas vacunas, la tía Alejandrina no pudo viajar. Y esto fue para ella una grande decepción. Cuando volvía de Santiago una de las primeras cosas que hacía era mostrar las fotos que había sacado durante su estadía. El avance de la tecnología permitía sacarlas y mandarlas instantáneamente. La tía Alejandrina esperaba estar de regreso en Francia para mostrarlas. Esas fotos eran para ella una especie juguete del cual no estaba dispuesta a desprenderse por nada en el mundo. No quería que sus fotos fueran a poblar los archivos informáticos de otras personas. La verdad es que todo el mundo, me incluyo en la lista, esperaba que mostrara las fotos, simplemente por costumbre. Hacía mucho tiempo, que habíamos abandonado la América del sur. Los lazos y afectos se habían ido diluyendo con el tiempo; Inclusive el castellano se nos olvidaba un poco. Me refiero al castellano de la RAE, porque el lenguaje coloquial chileno ya no lo conocíamos. El nuestro estaba completamente fosilizado. Para ponernos al día con la evolución lingüística chilena había una solución, sin embargo. Fácil si se quiere. Desde hacía unos años, gracias a un adaptador, en Europa se podía captar la televisión chilena. La tía Alejandrina era la única persona, que yo conocía, que tenía uno en su casa. Que yo recuerde era muy feliz con este aparato que le permitía ver sus telenovelas preferidas. A mí los programas de la televisión chilena no me agradaban para nada. Cuando estaba en su departamento, y ella tenía el televisor prendido, yo prefería irme a la cocina a tomarme un café. Por lo que sabía a nadie de su familia le interesaba la televisión chilena. Todo el mundo, salvo la tía Alejandrina, consideraba que los programas eran muy malos. Todo el mundo se iba a conversar a la cocina entonces. ¡La cocina ese lugar de todos los conflictos! A los hijos de la tía Alejandrina no les agradaba para nada su forma de cocinar. (cuando de aventura lo hacía) Según ellos la tía Alejandrina utilizaba demasiadas materias grasas. Como freía los huevos era sencillamente un horror. Al sartén le ponía demasiado aceite y cuando a los huevos les faltaba poco para estar listos, rociaba las yemas con el aceite caliente. El número de calorías contenido en el plato era simplemente espantoso. Para ser franco, a mí me encantaban los huevos fritos de la tía Alejandrina. Por supuesto que en mi casa los freía en una sartén tefal y con una gota de aceite de oliva apenas, pero si la tía Alejandrina me preparaba un par de huevos fritos me los comía encantado. Mis primos en segundo grado no sabían que para los cocineros   españoles freír bien un par de huevos es una prueba difícil. Un dedo de aceite porque si no los huevos quedaban con gusto a nada, y los bordes tenían que quedar bien crocantes. Los huevos fritos de la Alejandrina cumplían con todos estos requisitos. Esta tía en segundo grado no tenía muy buen carácter, en realidad. Por esta razón yo no prolongaba demasiado mis visitas. Si me quedaba demasiado tiempo con ella fijo que nos íbamos a pelear por una razón u otra. Hacía unos años vivía con su hijo mayor. A causa de su mal carácter su nuera la había expulsado de la casa. Algo que en el fondo no tenía nada de dramático. Francamente, pienso que había salido ganando con el cambio de domicilio. Su edificio estaba situado a unos doscientos metros de la parada del tranvía y por lo tanto podía   desplazarse fácilmente al centro de la ciudad. La ciudad de Saint Denis no tenía buena reputación (los parisinos acomodados consideraban que era una jungla de cemento donde al ser humano le era muy difícil sobrevivir), pero, gracias a una plaza y a unas calles bien arboladas, su barrio era bastante agradable. La organización de su vida cotidiana no le planteaba mayores problemas tampoco. Aunque no era un as en esto de navegar en internet, era capaz de hacer compras sin moverse de su departamento. Ahora en lo que se refiere a su forma de vivir, el panorama era mucho menos halagüeño ¡Un desorden absoluto! A causa de los programas de la televisión chilena, y las horas que pasaba en face book, por regla general se acostaba a las cinco de la mañana y se levantaba pasado mediodía. Comía a cualquier hora los guisos congelados que compraba por internet. No era adicta al alcohol, pero fumaba como una condenada a muerte. Para colmo como no hacía nunca ejercicio, cada día engordaba más ... Toda esta situación hubiera tenido una importancia muy relativa, mal que mal ya tenía más de ochenta años, si no hubiera aparecido la peste. A su manera la tía Alejandrina era una mujer muy activa, muy alerta. Ya dije que veía la televisión chilena todos los días. Pero no había solamente eso También escuchaba las emisoras chilenas gracias a un receptor de radio numérico. Por consiguiente, respecto a la pandemia, conocía mejor la situación chilena que la francesa. Era preferible en todo caso. Durante meses en la provincia de Saint Denis, donde ella vivía, la mortandad de viejos era enorme. Si ella contraía el COVID, visto el estado de su aparato respiratorio, y el de su salud en general, seguro que se moría. Intubada y de guata en una camilla como habíamos visto en algunas imágenes de la televisión. O simplemente los médicos no le prestaban auxilio y la dejaban morirse. Un rumor persistente decía que, en los hospitales, los médicos preferían darle la preferencia a los más jóvenes, que tenían derecho a vivir, y no a los viejos que ya había vivido.

Y así fue como se terminó ese funesto 2020. Por suerte a principios de enero ya se comenzaba a vacunar. A los trabajadores de la salud en primer lugar. La tía Alejandrina seguía el desarrollo de la pandemia con miedo tal vez, pero sin jamás perder el control de sí misma. Una sola vez se anduvo descontrolando un poco y fue cuando una amiga suya, que vivía un piso más abajo, se murió a causa del COVID justamente. Ese fue el único caso de contagio que le tocó vivir de cerca en realidad. A sus hijos, aunque les preocupaba su estado de ánimo, en el fondo estaban contentos con el confinamiento. (pienso) En circunstancias normales, es decir sin la peste, debían reunirse con ella todos los fines de semana. Una obligación de la cual ninguno de ellos podía eximirse. Gracias al confinamiento, nada podían ver los partidos de futbol a la televisión, hermosear el jardín de la casa, revisar el motor del auto, o simplemente dormir toda la tarde del domingo. Las cosas hubieran seguido este curso, que algunos de ellos deseaban tal vez que se transformara en definitivo, si de repente la tía Alejandrina no hubiera comenzado a dar algunos signos inquietantes. Sin modificar en nada su modo de vida y su forma de comer (porquerías industriales) empezó a bajar de peso. Ahora lo complicado, de esta situación, es que se negaba a  ver un especialista. Aprovechando un momento de libertad relativa, generosamente acordado por nuestro gobierno, un día fui a visitarla a su departamento. Efectivamente, había adelgazado bastante. Le pregunté cómo se sentía. No debí haberle hecho esta pregunta, banal en circunstancias más normales. Por una vez su respuesta fue (más o menos) sincera. Como no se sentía bien anímicamente, lo único que deseaba era poder viajar a Chile. Le dije que no tenía que pensar en viajes porque todos los vuelos aéreos a América del sur estaban suspendidos. Testaruda, no me creyó nada de lo que le dije. Como empezó a ponerse de mal humor, no tarde mucho en irme de su departamento. No deseando inmiscuirme, en un problema que no era mío, durante las semanas siguientes no la llame por teléfono. Tenía noticias de ella por intermedio de sus hijos. Estas no eran muy optimistas, seguía bajando de peso, pero continuaba negándose a consultar a un médico especialista. Sus hijos estaban muy preocupados, pero poco o nada podían hacer. A la tía Alejandrina era imposible imponerle nada. Como yo era un sobrino en segundo grado, salvo escucharlos, yo no podía hacer nada tampoco. La vida seguía su curso, y el desarrollo de la epidemia de peste también.  Nuevas vacunas y nuevas variantes del virus hicieron su aparición.  Nos aproximábamos al verano europeo y la   tía Alejandrina seguía perdiendo kilos. Como hasta ese momento no había podido viajar a Chile (como solía hacerlo para escapar del invierno europeo) ahora le decía a todo el mundo que en cuanto pudiera se iba a comprar un pasaje en internet. Sus hijos trataban de disuadirla por supuesto. Las informaciones que se tenía de Chile no eran tranquilizadoras. Los hospitales estaban desbordados. La gente no se moría en la calle, como en otros países más pobres, pero a ese paso es lo que podía pasar. Francia había puesto a Chile en lista roja. Para viajar a la larga y angosta faja de tierra había que tener un “motivo imperioso”. Como siempre, yo los escuchaba, pero no daba nunca mi opinión. Yo era solamente un pariente en segundo grado. Este problema no me incumbía. El hecho que optase por el silencio no quería decir que este problema no me interesaba, sin embargo. En internet busqué las páginas del ministerio de relaciones extranjeras y del ministerio del interior. La tía Alejandrina podía viajar a Chile, pero en ausencia de un “motivo imperioso”, su regreso a Francia no estaba garantizado. Si volvía arriesgaba la expulsión. Los griegos antiguos afirmaban que los mortales no podían sustraerse a su destino. Un día, Gustavo, uno de sus hijos, me contó por teléfono que finalmente la tía Alejandrina había comprado su pasaje para viajar a Chile. Partía en julio y volvía a fines noviembre. Cuando me lo dijo yo estaba mirando, por casualidad, la higuera que había frente a mi edificio. Si sobrevivía al COVID, y las autoridades francesas la dejaban entrar de nuevo en el territorio nacional, la tía Alejandrina estaría de vuelta cuando a esa higuera ya no le quedarían frutos. Por supuesto que el día de su partida, definitiva tal vez, yo no quise acompañarla al aeropuerto Charles de Gaulle. La llamé, una última vez, a su teléfono móvil eso sí. Ahora como soy un literato -   mientras respire y este en mis cabales la ficción siempre me ayudara a vivir mis emociones -, su partida me hacía pensar en Ambrose Bierce. Ese Old Gringo que partió a un México, en plena guerra civil, con la firme intención de no volver jamás.

 

 

 



 

 

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