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          Sobre Cinco por uno, de Mario Arteca. 
          Editorial  Vox, Bahía Blanca, 2008
        Por 
          Guido Arroyo González
          En  http://revistasojun.wordpress.com
        
        
         
         
         
        
 
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        Un libro de poesía es también,  como dice Eduardo Milán, un cruce de caminos. Un espacio donde lenguaje y  escritura, música y forma se conjugan e intersectan, interpelando al lector a  elegir o a tomar una postura ante la obra.
          
          Por lo general no sucede eso.  Y lo que predomina son obras donde la escritura intenta sostenerse por una voz  monocorde, demasiado legible como para invitar y empujar al lector hacia un  camino. En aquellos casos lo que falta, más que una estética, temática o voz  propia, es una reflexión. Una pregunta previa sobre la escritura, que debe  orientarse en pensar las posibilidades que tiene hoy el lenguaje para seguir  preguntando.  Por ejemplo: cuál sigue  siendo el lazo entre lo político y lo literario.
          
          Justamente ese cruce de forma  y reflexión trabaja el poeta argentino Mario Arteca en Cinco por uno. Básicamente –y como dice el propio Arteca– “tiene  una columna vertebral que es lenguaje de las pintadas o graffitis políticos, es  decir, la propaganda dura, y además el lenguaje anacrónico, forense, de un acta  fundacional, la publicidad paquete de un diario conservador, el lenguaje  epistolar y la versión caribeña del mito de Odisea”, a lo que habría que  sumarle citas de Joseph Brodsky o Karl Kraus, entre otros.
          
          Estos residuos literarios  componen un relato que incita al lector a merodear por pasajes personales, por  las consignas políticas del setenta y su trazo histórico, que se visualiza con  un halo de nostalgia e ironía sobre el presente. También está la ciudad  revisitada, la voz epistolar de un hermano que relata la distancia, la pasmosa  intención de los votantes gringos vistos desde un televisor en Canadá (que “parece  ser una isla lejana que se desprendió de Escandinavia”). Pero la decisión de  urdir estos registros dispares no genera el efecto de disparidad estética o  extravío de imágenes. Como en los Tres poemas de John Ashbery, la fragmentación  permite acercarse a un relato que totaliza una experiencia desde su condición  fragmentada, dividida por el tráfico incesante de textos que ocurren en la  ciudad del yo.: “Acercarse a la inmovilidad, y no al producto/ de una  observación que asegura no ser observada. Villar muerto por torturador. /  Montoneros (Una caseta del Parque Saavedra)”.
          
          Cualquier elemento es válido  para irrumpir en esta escritura, y frases como “Mejor hablar de lo que puede  verse, pero no se ve”, se intercalan en el relato de un rodaje de una película  de época efectuado en Sudamérica para abaratar costos. No hay certezas, ni algo  develado, sino “superposición de carteles publicitarios descepados de los  muros, voyeurismo propio”, o frases de spray que re-inscritas en el texto  instalan la pregunta sobre los militantes desaparecidos, el equívoco de la  esperanza ante el regreso del comandante Perón o el devenir de la China  Comunista. En este sentido, la estructura y procedimientos de Cinco por uno  tienen la ventaja de que el autor comprende que el poema debe trabajarse desde  el detalle, incluso desde un punto en el que corra el riesgo de desmentir la  matriz original. Por ello no se catalogan moralmente los registros de lenguaje  o las experiencias mismas: se equipara el lenguaje público con el espacio  íntimo-biográfico o el aforismo poético, asumiendo así la posición de la poesía  como un acto civil[1],  que no por ello abandona la experimentación, la ironía o  incluso la belleza.
          
          Hay cierta nostalgia por el  sujeto que se perdía en la ciudad dentro del humor de las consignas, el tiempo  revolucionario reiterado como farsa que pese a ello deja sus huellas en el  plano urbano: “Perderse y encarar la ráfaga/ sumida en la frente: ese corazón  blando tras un vistazo hacia atrás/, cuando los días y pensamientos eran los  suyos, y transferían al pecho/ un suplicio siempre inmóvil”.
         
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        [1] Esta condición  emparienta al libro de Arteca con obras como Punctum, de Martín Gambarotta, Notas para un agitador, de Verónica Viola Fisher, Novela elegíaca en cuatro  tomos, de Alejandro Rubio o  Poesía  civil, de Sergio Raimondi. Creo que a partir de esos libros se podría pensar  que aquella poesía argentina ha asimilado su pasado traumático reciente  haciendo uso de diversos registros experimentales bastante más acuciosos y variados  que la poesía chilena, particularmente la que se nominó como generación de los  noventas, donde la experimentación estaba más orientada al discurso meta  literario. Esto juicio no pretende hacer una valorización estética, sino  aventurar la tesis de que experimentación y discurso público está mucho más  asentado en las escrituras producidas allende la cordillera, en cambio aquende  los Andes pareciera ser que la experimentación sólo debe circunscribirse a la  misma obra, sea esta un libro total como La nueva novela de Martínez o un poema  visual montado en una galería de arte.