y que el camino conecte
y que el mapa tenga
algún sentido.
Nada, por ahora.
Alicia Genovese
El hielo, su música y la infinita transformación y ambivalencia que ofrecen sus
notas, las que provienen de antaño, de
una pretérita era glacial como antesala al origen
del hombre –en cuya profundidad, por ende, se
yergue nuestra naturaleza–, y que en su derrotero –como en la historia misma del ser humano– debe enfrentar las infinitas mutaciones de
una frialdad que alcanza nuestra sociedad actual: la modernidad, la tecnología y el modelo
neoliberal como inmensos témpanos que congelan y detienen nuestras vidas, escarchando
nuestro espíritu y transformándolo en formas
contrapuestas y discordes –refugio y adormecimiento, repliegue y embestida– en los límites de
una dolorosa y anestesiada sobrevivencia. Por
una parte, el hielo como reducto en cuyo seno
tiene lugar el resguardo de aquello más íntimo
y genuino que da lugar a nuestra existencia y
subjetividad; y por otro, la deformación e involución del sujeto –la inversión del orden darwiniano– en tanto nos transformamos en seres de
mezquindad, de un individualismo que pasa por
sobre los otros imponiendo lógicas de enajenación, sometimiento y destrucción, congelando,
volviendo gélida nuestra percepción y capacidad
de sentir; “La máscara que nunca / pensé llevar”
como versa el epígrafe de Levertov que abre el
poema extenso publicado por Guido Arroyo
González en el otoño/invierno del 2021 bajo el
nombre La música del hielo (Editorial Cuneta).
La primera consigna en los versos de Arroyo,
como base esencial de aquello que es resguardado/
conservado por el hielo: la diferencia, nuestra diferencia y el carácter único e irrepetible que bajo
evocación diltheyana distingue al ser humano en
cuanto fenómeno social; y su respectiva representación –en el marco de la presente poética–, confluencia o guarida que tiene lugar en uno de los
extremos –extremo origen– de toda naturaleza:
“Lo único irrepetible / en toda la materia / es una
partícula de hielo, / y ahí está: cayendo, /sobre el
ruido de un motor en marcha lenta, / la costra de
una herida a la intemperie”. Es la diferencia aquello
que nos constituye en nuestra subjetividad, el sujeto como diferencia en los términos de Deleuze,
como tiempo, transformación y pliegue, en cuanto al interior del mismo tiene lugar la confluencia
de lo determinado y lo indeterminado, “esa línea
rigurosa abstracta que se alimenta del claroscuro”,
como refiere el autor francés. En dicho vaivén convergen, precisamente, la reflexión y la catástrofe,
fundamento de una ruptura, de un “fondo rebelde irreductible que sigue actuando bajo equilibrio
aparente”. En la escritura de Arroyo, el hielo constituye aquella escisión, la reflexión de un fondo
irreductible en su unicidad –en su particularidad
única, original–, no obstante, fluctuante, rebelde
y catastrófica en su diferencia, guiada –o extraviada– por un devenir constante que desplaza al yo
hacia indeterminadas e impredecibles transformaciones, el sujeto en riesgo, expuesto a mutaciones y
deformación: la costra de una herida a la intemperie, la máscara que nunca pensé llevar.
El momento previo al desplazamiento del ser
–si es que es posible hablar de ello–: el periodo glacial y el hielo como contraseña y amparo de aquella
esencia que se yergue in illo tempore, en el intento
por rescatar y conservar aquello que nos constituye
en el origen y de modo anterior a este; el retorno
hacia un tiempo inmemorial cuyo orden se preserva en el hielo y su latido –su música–: “volver a
la hebras, valles / transversales que aún / podemos
rememorar / en calidad pintura rupestre”; “estar
quietos / puede ser / un proyecto: / autorretrato /
de quien nada / ve, archívalo”; “darle cabida / a un
fractal / una hebra / de nieve / clavar las uñas / a la
quilla congelada / que se diluye ante el paso / del
iceberg”. No obstante, aquel resguardo y anhelo de
recuperación –la reflexión deleuziana, un volver hacia sí mismo y lo infinito otro dentro de sí, el eterno
fractal en Arroyo– constituye un gesto acompañado
indefectiblemente de su ruptura, de la catástrofe que
tiene lugar en el sujeto y su edad primera –“Pedazos
de roca chocaron (...) El líquido atrajo humedad,
los cielos se cargaron de nieve. El hemisferio entero
se volvió piedra”–; herida que se extiende en su trayecto hacia el presente y futuro, en la extensión infinita del tiempo, “El hielo que atraviesa la historia”
y que va velando/develando permanentemente sus
huellas en la nieve: en rigor, las huellas de un yo que
busca descubrirse, guarecerse y persistir como tal,
fiel a sí mismo y a su diferencia y, por ende, se abre
a su vez a la tormenta nevada que lo transforma, el
arrebato de una ventisca violenta que lo desplaza y
aleja de su centro-origen, desalojo del hogar primigenio para ir a dar a una intemperie generada/posibilitada por una cruda y gélida modernidad bajo
la cual la solidaridad y la hermandad no existen. Es
el doble filo de la diferencia en la escena moderna/
posmoderna: nuestra individualidad se confunde
con individualismo, la desemejanza con jerarquía,
la libertad con desidia en el advenimiento del desastre que consigna la nevada y el temporal:
Cada partícula de hielo
está compuesta por cientos de cristales,
seis caras, seis lados,
dicen que el azar
jamás
repite
el código,
otra vez el fin
entrevisto en el borde
de las piedras.
Esto podría
conjugarse
como una
verdad:
no hay
no hubo
semejanza.
Tal verdad se escinde en los versos de Arroyo.
Por una parte, la unicidad que nos distingue –el azar
jamás repite el código–; y, por otra, la desigualdad
desde la cual nos relacionamos, aquella que oficia
en el seno del proyecto moderno: “la unidad de la
desunión”, como apunta Berman, la paradoja bajo
la cual solo unos pocos son favorecidos –no hay no
hubo semejanza–. Ante ello, frente a los embates de
una modernidad y posmodernidad que escarchan
la sangre y los días, escindiendo al sujeto en dos o
en más por medio de su entumecido filo, se levanta
en el extenso y empedrado recorrido que propone
este poema –alegoría de la marcha que emprende el
yo, la travesía y sus peligros en los orígenes gélidos
de la humanidad– el andar como resistencia, como
persistencia de aquella partícula de hielo que aún
somos, que subyace recóndita en lo más profundo
de nosotros mismos, siempre expuesta, sin embargo, en su largo periplo a las amenazas, desviaciones
y distorsiones a las que somete el mundo exterior, la
promesa y aberraciones del progreso moderno: “día
a día, traficamos nuestras verdades: el murmullo
gutural de los árboles, los mensajes sutiles del asesino. Una mínima partícula, una pequeña unidad,
debería contener los campos de fuerza, la resaca del
atardecer”. El viaje constituye, en este sentido, la persistencia del sujeto frente a las arremetidas de la historia y la experiencia social, el empecinado trayecto
del yo frente a la borrasca en medio de la nieve, de
un frío y viento inclemente que no le permiten avanzar –“La ventisca derrite bordes, cambia el ritmo de
siembra, extingue razas”–: por una parte, el deseo
de portar aquella esencia congelada, resguardada
partícula de hielo, llevarla consigo hacia un porvenir y tierra incierta, conservarla a pesar del adverso
clima/paisaje/ambiente; y, por otro –y en conjunto–, el deseo por retornar, en tanto portar aquella unidad mínima –centro y canto intacto– constituye
el trayecto de regreso a casa, el intento por recuperar y preservar el tiempo inicial. La travesía es entonces gallardía, insistencia y voluntad, el esfuerzo
por atravesar los campos de hielo ajenos con el fin
de subsistir, de recobrarse a sí mismo, tránsito no
obstante al borde de un abismo permanente, de inminentes avalanchas y fenecer: “testimonia la marcha / por vías metálicas / de pasado, dibujo en una
hoja, aliento / noche / niebla” , “descubrir la identidad / de unos huesos / en la niebla larga / de esta
noche / que atravieso / con un puñado de arena / el
naufragio / que acontece / en teoría (...) el futuro es
la línea / trizada sobre el hielo”; “Cruzar esa frontera. / Rodear el hielo”, “toalla roja flameando / en
lo alto del sepulcro, ballena / anclada al lecho / en
que viajamos rumbo a: / ¿cómo-se-llamaba-el-lugar
/ que están bombardeando?”, “Imagino / adoptar un
rostro / y arribar a pie / a una región aislada / por la
nieve”.
Más allá de los deseos del yo, el camino y sus
embates imprimen sin embargo en la vulnerabilidad
del sujeto su deformación, la torcedura del destino
en tanto el arribo no tiene lugar en la tierra prometida –su retorno al tiempo/espacio primordial–, sino
por el contrario, su andar se diluye y concluye empantanado en la zona de la modernidad, se detiene
abruptamente, espacio bajo el cual el yo es consumido por el progreso y la tecnología: es la cosificación
del sujeto, su deshumanización, el yo dispuesto bajo
el yugo y frialdad de un sistema que solo oficia en
pos de una sensibilidad congelada, impuesta por el
manto de hielo que paraliza –y que, llegado a este
punto, ciertamente no resguarda– nuestra existencia: “los hijos de tus hijos (...) besarán también pantallas / sin sentir sus fluidos, (...) un holograma nítido / como etiqueta de agua mineral / calidad paisaje
bucólico”; “paisaje brutal / de consumo: granizará /
el invierno (...) El país ignora / el granizo / contempla en la TV / acróbatas y fármacos”. El granizo es
la piedra de hielo en la cual se condensa el ataque
al sujeto, el giro, la ambivalencia y tergiversación
de la fuente que lo conforma en el origen, el golpe
de aquello que él cree suyo –ilusión de la modernidad–, pero que en rigor lo enajena, lo deshumaniza,
en tanto el hielo adormece brutalmente los sentidos,
germen de todo abuso y explotación que deriva en
el desmoronamiento del sujeto, su propio apocalipsis y el de todos, incluyendo al sistema: “En la fábrica, vuelven a trabajar contra el miedo. Será en vano.
Por la noche la industria se incendiará”; “Tu cuerpo
pertenece al Estado. Renovar el permiso de circulación, bailar cueca en falsete (...) Se articulan las
fuerzas de represión. Un espiral de granizo empapa
el cuerpo. No se liberará al yo fragmentado. Errar”;
“Comienza a hervir la tierra. El límite cae. Se derrumba, cae. Veo dentro de ese derrumbe. Siento su
resaca. Me arrastra, me absorbe. Comienzo a caer.
Caigo”.
Frente a este designio y el trayecto que hasta él
nos llevó, la única forma de sobrevivencia y de recuperación –reposición del yo– es el sabotaje al sistema, reconocer la máscara que nunca pensé llevar,
escapar de ella, proteger los sentidos, únicas vías que
permiten conectarnos genuinamente con los otros y
con nosotros mismos, comunicarnos, leernos, desanclando la desautomatización de modo de escuchar el canto, la música del hielo, su pulsión, fuente
subterránea que subyace y trasciende el “frío del
neón”, en tanto la “vida siempre / estuvo en otra parte”, en el centro intacto que escuda la materia helada:
es el agua, vida latente que guarda cada estrofa breve
como cubos de hielo en el poema de Arroyo –cada
estrofa como un haikú–, estalactitas detenidas en el
tiempo al interior de la gruta profunda de la tierra,
y el flujo latente y permanente que se desprende de
ellas –gotas de agua que se liberan y se extienden
en los fragmentos en prosa que consigna esta escritura–. Aquella latencia posibilita, en definitiva,
nuestra subsistencia, el hilo de vida y de humanidad
que aún nos resta, que se mantiene fluctuando persistente en la memoria y/o en la imaginación, único
dominio que permite proseguir, insistir, atravesar
los interminables campos de hielo, la tierra nevada
–una paz de cementerio, como enunció alguna vez
Rosa Alcayaga–, intentando deshacer, derribar los
adormilados icerberg en que nos convierte y deforma la modernidad, nuestro propio derrotero:
[...], el hilo
que emana
del glacial
proviene
del agua, [...]
Óyelas, oye el río que bulle bajo escarcha y no
olvides que fluye hacia atrás, sin apoyarse en la razón. La tierra es un campo de poros que se abre. A
uno le gustaría fundirse en su concierto [...] Es el
último gesto del cadáver lo que importa.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez
Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com (Des) Congelar lo sensible: Reflexión y catástrofe
La música de hielo (Editorial Cuneta, 2021) de Guido Arroyo
Por Ana María Riveros
Publicado en WD40, N°3. Valparaíso, verano 2021/2022