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(Des) Congelar lo sensible: Reflexión y catástrofe
La música de hielo (Editorial Cuneta, 2021) de Guido Arroyo


Por Ana María Riveros
P
ublicado en WD40, N°3. Valparaíso, verano 2021/2022


.. .. .. .. ..

Cada día afinar
la escucha.

y que el camino conecte
y que el mapa tenga
algún sentido.
Nada, por ahora.

Alicia Genovese

El hielo, su música y la infinita transformación y ambivalencia que ofrecen sus notas, las que provienen de antaño, de una pretérita era glacial como antesala al origen del hombre –en cuya profundidad, por ende, se yergue nuestra naturaleza–, y que en su derrotero –como en la historia misma del ser humano– debe enfrentar las infinitas mutaciones de una frialdad que alcanza nuestra sociedad actual: la modernidad, la tecnología y el modelo neoliberal como inmensos témpanos que congelan y detienen nuestras vidas, escarchando nuestro espíritu y transformándolo en formas contrapuestas y discordes –refugio y adormecimiento, repliegue y embestida– en los límites de una dolorosa y anestesiada sobrevivencia. Por una parte, el hielo como reducto en cuyo seno tiene lugar el resguardo de aquello más íntimo y genuino que da lugar a nuestra existencia y subjetividad; y por otro, la deformación e involución del sujeto –la inversión del orden darwiniano– en tanto nos transformamos en seres de mezquindad, de un individualismo que pasa por sobre los otros imponiendo lógicas de enajenación, sometimiento y destrucción, congelando, volviendo gélida nuestra percepción y capacidad de sentir; “La máscara que nunca / pensé llevar” como versa el epígrafe de Levertov que abre el poema extenso publicado por Guido Arroyo González en el otoño/invierno del 2021 bajo el nombre La música del hielo (Editorial Cuneta).

La primera consigna en los versos de Arroyo, como base esencial de aquello que es resguardado/ conservado por el hielo: la diferencia, nuestra diferencia y el carácter único e irrepetible que bajo evocación diltheyana distingue al ser humano en cuanto fenómeno social; y su respectiva representación –en el marco de la presente poética–, confluencia o guarida que tiene lugar en uno de los extremos –extremo origen– de toda naturaleza: “Lo único irrepetible / en toda la materia / es una partícula de hielo, / y ahí está: cayendo, /sobre el ruido de un motor en marcha lenta, / la costra de una herida a la intemperie”. Es la diferencia aquello que nos constituye en nuestra subjetividad, el sujeto como diferencia en los términos de Deleuze, como tiempo, transformación y pliegue, en cuanto al interior del mismo tiene lugar la confluencia de lo determinado y lo indeterminado, “esa línea rigurosa abstracta que se alimenta del claroscuro”, como refiere el autor francés. En dicho vaivén convergen, precisamente, la reflexión y la catástrofe, fundamento de una ruptura, de un “fondo rebelde irreductible que sigue actuando bajo equilibrio aparente”. En la escritura de Arroyo, el hielo constituye aquella escisión, la reflexión de un fondo irreductible en su unicidad –en su particularidad única, original–, no obstante, fluctuante, rebelde y catastrófica en su diferencia, guiada –o extraviada– por un devenir constante que desplaza al yo hacia indeterminadas e impredecibles transformaciones, el sujeto en riesgo, expuesto a mutaciones y deformación: la costra de una herida a la intemperie, la máscara que nunca pensé llevar.

El momento previo al desplazamiento del ser –si es que es posible hablar de ello–: el periodo glacial y el hielo como contraseña y amparo de aquella esencia que se yergue in illo tempore, en el intento por rescatar y conservar aquello que nos constituye en el origen y de modo anterior a este; el retorno hacia un tiempo inmemorial cuyo orden se preserva en el hielo y su latido –su música–: “volver a la hebras, valles / transversales que aún / podemos rememorar / en calidad pintura rupestre”; “estar quietos / puede ser / un proyecto: / autorretrato / de quien nada / ve, archívalo”; “darle cabida / a un fractal / una hebra / de nieve / clavar las uñas / a la quilla congelada / que se diluye ante el paso / del iceberg”. No obstante, aquel resguardo y anhelo de recuperación –la reflexión deleuziana, un volver hacia sí mismo y lo infinito otro dentro de sí, el eterno fractal en Arroyo– constituye un gesto acompañado indefectiblemente de su ruptura, de la catástrofe que tiene lugar en el sujeto y su edad primera –“Pedazos de roca chocaron (...) El líquido atrajo humedad, los cielos se cargaron de nieve. El hemisferio entero se volvió piedra”–; herida que se extiende en su trayecto hacia el presente y futuro, en la extensión infinita del tiempo, “El hielo que atraviesa la historia” y que va velando/develando permanentemente sus huellas en la nieve: en rigor, las huellas de un yo que busca descubrirse, guarecerse y persistir como tal, fiel a sí mismo y a su diferencia y, por ende, se abre a su vez a la tormenta nevada que lo transforma, el arrebato de una ventisca violenta que lo desplaza y aleja de su centro-origen, desalojo del hogar primigenio para ir a dar a una intemperie generada/posibilitada por una cruda y gélida modernidad bajo la cual la solidaridad y la hermandad no existen. Es el doble filo de la diferencia en la escena moderna/ posmoderna: nuestra individualidad se confunde con individualismo, la desemejanza con jerarquía, la libertad con desidia en el advenimiento del desastre que consigna la nevada y el temporal:

Cada partícula de hielo
está compuesta por cientos de cristales,
seis caras, seis lados,

dicen que el azar
jamás
repite
el código,
otra vez el fin
entrevisto en el borde
de las piedras.

Esto podría
conjugarse
como una
verdad:

no hay
no hubo
semejanza.

Tal verdad se escinde en los versos de Arroyo. Por una parte, la unicidad que nos distingue –el azar jamás repite el código–; y, por otra, la desigualdad desde la cual nos relacionamos, aquella que oficia en el seno del proyecto moderno: “la unidad de la desunión”, como apunta Berman, la paradoja bajo la cual solo unos pocos son favorecidos –no hay no hubo semejanza–. Ante ello, frente a los embates de una modernidad y posmodernidad que escarchan la sangre y los días, escindiendo al sujeto en dos o en más por medio de su entumecido filo, se levanta en el extenso y empedrado recorrido que propone este poema –alegoría de la marcha que emprende el yo, la travesía y sus peligros en los orígenes gélidos de la humanidad– el andar como resistencia, como persistencia de aquella partícula de hielo que aún somos, que subyace recóndita en lo más profundo de nosotros mismos, siempre expuesta, sin embargo, en su largo periplo a las amenazas, desviaciones y distorsiones a las que somete el mundo exterior, la promesa y aberraciones del progreso moderno: “día a día, traficamos nuestras verdades: el murmullo gutural de los árboles, los mensajes sutiles del asesino. Una mínima partícula, una pequeña unidad, debería contener los campos de fuerza, la resaca del atardecer”. El viaje constituye, en este sentido, la persistencia del sujeto frente a las arremetidas de la historia y la experiencia social, el empecinado trayecto del yo frente a la borrasca en medio de la nieve, de un frío y viento inclemente que no le permiten avanzar –“La ventisca derrite bordes, cambia el ritmo de siembra, extingue razas”–: por una parte, el deseo de portar aquella esencia congelada, resguardada partícula de hielo, llevarla consigo hacia un porvenir y tierra incierta, conservarla a pesar del adverso clima/paisaje/ambiente; y, por otro –y en conjunto–, el deseo por retornar, en tanto portar aquella unidad mínima –centro y canto intacto– constituye el trayecto de regreso a casa, el intento por recuperar y preservar el tiempo inicial. La travesía es entonces gallardía, insistencia y voluntad, el esfuerzo por atravesar los campos de hielo ajenos con el fin de subsistir, de recobrarse a sí mismo, tránsito no obstante al borde de un abismo permanente, de inminentes avalanchas y fenecer: “testimonia la marcha / por vías metálicas / de pasado, dibujo en una hoja, aliento / noche / niebla” , “descubrir la identidad / de unos huesos / en la niebla larga / de esta noche / que atravieso / con un puñado de arena / el naufragio / que acontece / en teoría (...) el futuro es la línea / trizada sobre el hielo”; “Cruzar esa frontera. / Rodear el hielo”, “toalla roja flameando / en lo alto del sepulcro, ballena / anclada al lecho / en que viajamos rumbo a: / ¿cómo-se-llamaba-el-lugar / que están bombardeando?”, “Imagino / adoptar un rostro / y arribar a pie / a una región aislada / por la nieve”.

Más allá de los deseos del yo, el camino y sus embates imprimen sin embargo en la vulnerabilidad del sujeto su deformación, la torcedura del destino en tanto el arribo no tiene lugar en la tierra prometida –su retorno al tiempo/espacio primordial–, sino por el contrario, su andar se diluye y concluye empantanado en la zona de la modernidad, se detiene abruptamente, espacio bajo el cual el yo es consumido por el progreso y la tecnología: es la cosificación del sujeto, su deshumanización, el yo dispuesto bajo el yugo y frialdad de un sistema que solo oficia en pos de una sensibilidad congelada, impuesta por el manto de hielo que paraliza –y que, llegado a este punto, ciertamente no resguarda– nuestra existencia: “los hijos de tus hijos (...) besarán también pantallas / sin sentir sus fluidos, (...) un holograma nítido / como etiqueta de agua mineral / calidad paisaje bucólico”; “paisaje brutal / de consumo: granizará / el invierno (...) El país ignora / el granizo / contempla en la TV / acróbatas y fármacos”. El granizo es la piedra de hielo en la cual se condensa el ataque al sujeto, el giro, la ambivalencia y tergiversación de la fuente que lo conforma en el origen, el golpe de aquello que él cree suyo –ilusión de la modernidad–, pero que en rigor lo enajena, lo deshumaniza, en tanto el hielo adormece brutalmente los sentidos, germen de todo abuso y explotación que deriva en el desmoronamiento del sujeto, su propio apocalipsis y el de todos, incluyendo al sistema: “En la fábrica, vuelven a trabajar contra el miedo. Será en vano. Por la noche la industria se incendiará”; “Tu cuerpo pertenece al Estado. Renovar el permiso de circulación, bailar cueca en falsete (...) Se articulan las fuerzas de represión. Un espiral de granizo empapa el cuerpo. No se liberará al yo fragmentado. Errar”; “Comienza a hervir la tierra. El límite cae. Se derrumba, cae. Veo dentro de ese derrumbe. Siento su resaca. Me arrastra, me absorbe. Comienzo a caer. Caigo”.

Frente a este designio y el trayecto que hasta él nos llevó, la única forma de sobrevivencia y de recuperación –reposición del yo– es el sabotaje al sistema, reconocer la máscara que nunca pensé llevar, escapar de ella, proteger los sentidos, únicas vías que permiten conectarnos genuinamente con los otros y con nosotros mismos, comunicarnos, leernos, desanclando la desautomatización de modo de escuchar el canto, la música del hielo, su pulsión, fuente subterránea que subyace y trasciende el “frío del neón”, en tanto la “vida siempre / estuvo en otra parte”, en el centro intacto que escuda la materia helada: es el agua, vida latente que guarda cada estrofa breve como cubos de hielo en el poema de Arroyo –cada estrofa como un haikú–, estalactitas detenidas en el tiempo al interior de la gruta profunda de la tierra, y el flujo latente y permanente que se desprende de ellas –gotas de agua que se liberan y se extienden en los fragmentos en prosa que consigna esta escritura–. Aquella latencia posibilita, en definitiva, nuestra subsistencia, el hilo de vida y de humanidad que aún nos resta, que se mantiene fluctuando persistente en la memoria y/o en la imaginación, único dominio que permite proseguir, insistir, atravesar los interminables campos de hielo, la tierra nevada –una paz de cementerio, como enunció alguna vez Rosa Alcayaga–, intentando deshacer, derribar los adormilados icerberg en que nos convierte y deforma la modernidad, nuestro propio derrotero:

[...], el hilo

que emana
del glacial
proviene
del agua, [...]

Óyelas, oye el río que bulle bajo escarcha y no olvides que fluye hacia atrás, sin apoyarse en la razón. La tierra es un campo de poros que se abre. A uno le gustaría fundirse en su concierto [...] Es el último gesto del cadáver lo que importa.






 



 

 

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